24
«El 22 de agosto comienza el Muharram, el
período de duelo de los musulmanes chiitas en recuerdo de Hussein, el nieto del
profeta, asesinado con toda su familia por el califa omeya Yazid, cuya
autoridad se negaban a reconocer. Desde
la masacre, cometida en el año 680 en Kerbala, Irak, los chiitas de todo el
mundo conmemoran la tragedia durante varias semanas.
Este Muharram es el primero que acaece después
de la coronación de Birjis Qadar y, a pesar de los combates, la regente
entiende que se debe celebrar con la misma pompa que en tiempos de Wajid Alí
Shah. Será la ocasión de mostrar al joven rey a la multitud y de fortalecer la
moral y la determinación de los soldados. Aunque la ceremonia es
específicamente chiita, los hindúes tienen la costumbre de unirse a ella.
Con la aparición de la primera luna creciente,
una larga procesión sale del Bara Imambara, el santuario más suntuoso de
Lucknow, edificado en el siglo XVIII y cuya bóveda, de cincuenta metros de
largo por dieciséis de ancho, de una sola pieza, suscita la admiración de los
arquitectos del mundo entero.
A la cabeza de la procesión avanzan
majestuosamente varios elefantes cubiertos de negro: sobre sus lomos, los
portaestandartes sostienen en alto las enseñas concedidas por los emperadores
mogoles, unas astas de oro y plata coronadas por un sol, una luna o un pez,
símbolos de auspicios favorables. Detrás de ellos va la caballería, blandiendo
los alams, estandartes sagrados
bordados con versos del Corán y coronados por una mano de bronce que simboliza
la pentarquía chiita: el profeta Mahoma, su hija Fátima, su yerno Alí y sus
hijos Hassan y Hussein. Luego, con la cabeza gacha, le sigue Zulzinah, el
caballo blanco del mártir.
A continuación, con paso lento y golpeándose
el pecho, avanzan unos hombres ataviados con oscuras vestimentas que llevan
sobre sus espaldas la réplica del ataúd del imam Hussein, recubierto por una
bandera negra bordada con lágrimas de plata. A la cola del cortejo serpentea la
larga fila de tazzias en cera teñida,
adornadas con metales preciosos, frágiles maquetas del mausoleo del imam
Hussein en Kerbala. Cada barrio, cada corporación ofrece su tazzia, cuya riqueza muestra la
importancia y la generosidad de sus donantes.
Por último, al son lúgubre de los tambores,
aparecen los penitentes. Vestidos de negro, avanzan golpeándose el pecho y
gimiendo ruidosamente: “¡Imam Hussein!¡Imam Hussein!”, mientras la multitud
contesta con fervor: “¡Ya Hussein!” Durante toda la noche se fustigan, los
cuerpos jadeantes, los rostros extáticos, para rememorar la tragedia de su imam
que, a costa de su vida, se levantó contra el usurpador.
Por su parte, en todos los imambaras de la
ciudad, las mujeres completamente vestidas de negro, sin joyas ni maquillaje,
salmodian mientras lloran. En palacio, la regente ha enviado a buscar a la
mejor recitadora de marsias* de
Lucknow, una mujer con voz ronca que, con todo lujo de detalles, relata el
martirio del imam Hussein y de los suyos, setenta y dos personas incluidos
ancianos y niños. La larga marcha por el desierto, el cerco, los tres días sin
nada que comer ni beber, después el ataque del ejército enemigo, las muertes
que se suceden, la del bebé de pocos meses, la del niño de diez años, la de un
anciano. Actriz trágica consumada, la mujer hace aumentar la tensión:
pendientes de sus labios, las mujeres suspiran, gimen, la emoción les embarga,
no pueden soportarlo más y estallan en sollozos y se lamentan, confundiendo en
una misma pena la tragedia del imam y sus dramas personales. Se golpean el
pecho cada vez más fuerte, para humillarse y acercarse a los mártires, tratando
de sentir en su carne un poco de sus sufrimientos.
Pero es el décimo día de Muharram, el día de
Achura, cuando las ceremonias de duelo alcanzan su paroxismo. Ese día, el imam
Hussein, después de haber visto a su familia y a sus fieles masacrados uno tras
otro, se encuentra solo con su caballo blanco, Zulzinah, frente a los soldados
de Yazid. Una vez traspasado este último compañero por las flechas, se
precipitan sobre el imam herido y le cortan la cabeza; después, como último
sacrilegio, se ponen a jugar con ella como con una pelota.
Alrededor de la Residencia los cañones han
callado: por respeto al imam, en ese día del Achura está prohibido combatir
desde hace mil doscientos años. Hay que recordar, llorar y rezar.
Precedidos por camellos enjaezados de negro
–los camellos de la caravana del mártir- y de Zulzinah, con su gualdrapa blanca
manchada de sangre, la procesión de penitentes avanza al son de tambores
mortuorios. Hay hombres maduros, pero también adolescentes. Con el torso
desnudo, llevan en la mano látigos formados con cadenas terminadas en hojas de
acero recién afiladas. “¡Imam Hussein!”, gritan. “¡Ya Hussein!”, responde la
multitud. En un mismo impulso las cadenas se abaten sobre las espaldas
desnudas, los cuchillos laceran la carne, la sangre brota.
“¡Imam Hussein!” Se flagelan al ritmo del
conjuro, la sangre chorrea formando charcos negros en la tierra. “¡Ya Hussein!”
Un hombre se desploma, luego otro. Rápidamente, les recogen en camillas
improvisadas. Los golpes se multiplican, los penitentes se flagelan ahora con
frenesí, caen en una especie de locura, desesperados por anular el cuerpo,
intentando alcanzar ese estado último en el que, reuniéndose con su imam
mártir, formarán un solo ser con Él.
El centro de la ciudad está bloqueada por la
muchedumbre congregada, que sigue la ceremonia con fervor. De repente, a la
vuelta de una esquina, surge un pequeño grupo de cipayos abriéndose paso a
codazos: “¡Apártense, dejen pasar a la guardia de su excelencia Mammoo Khan!”
Mal que bien, le abren un pasillo entre la gente, que protesta, hasta que un
barbudo de gran altura se planta ante ellos, con las piernas separadas, y les
replica:
-¿De qué Mammoo habláis? ¿Del eunuco de la
bailarina?
Atónitos, los cipayos se quedan paralizados.
Necesitan varios segundos para reaccionar hasta que uno de ellos, desenvainando
su sable, se adelanta amenazante:
-¿Te estás refiriendo al ministro de la corte
y a la Rajmata?
-La Rajmata está, que yo sepa, en Londres,
para rogar por la causa del rey, que está en el Fuerte William, prisionero de
los ingreses. No existe ningún otro
rey ni ninguna otra Rajmata. A menos que te refieras a una de las concubinas
que Su Majestad ha dejado en Lucknow. En cuanto a tu ministro de la corte, un
viejo esclavo que se da grandes aires, permíteme que me ría.
Es demasiado. Sable en mano, los cipayos se
precipitan mientras una decena de hombres surge al lado del provocador.
Vestidos con simples longuis**, van
armados con gourdins y lathis. Se entabla una batalla. Contra
los sables, los largos bastones hacen maravillas, rompiendo aquí un puño, allá
una espalda, antes incluso de que los cipayos hayan podido llegar hasta sus
asaltantes. Rápidamente se ven acorralados y, al darse cuenta, el barbudo hace
un gesto a sus hombres para que se detengan.
-¡Regresad a vuestra casa y decid a Mammoo que
los soldados del enviado de Alá, el maulvi
Ahmadullah Shah, le saludan!
Y desaparece entre la multitud.
La pelea se ha desarrollado ante centenares de
testigos y el eco del escándalo llega hasta palacio. Inmediatamente, la regente
convoca una reunión con los jefes de las diferentes fuerzas armadas para
discutir las medidas que se deben adoptar.
Nadie se arriesga a decirlo abiertamente, pero
no ocultan su satisfacción por la humillación infligida a Mammoo Khan, al que
su arrogancia le hace ser unánimemente detestado. No obstante, no se puede
tolerar la división en el seno de los efectivos militares.
-El maulvi
se ha vuelto incontrolable. Reverenciado como un dios por sus soldados y por buena parte de la población, cree que
no tiene que recibir órdenes de nadie y en el curso de las batallas actúa por
su cuenta. Dicho esto, es un buen estratega y un notable líder. En las
circunstancias actuales, sería una gran pérdida privarnos de su colaboración.
-De todas formas no se dejaría apartar, ha
jurado liberar a la India de los ingleses. Les llama kafirs, infieles.
-Lo sorprendente es que le sigan también los
hindúes, dado que predica un islamismo riguroso en contra del islam degenerado
de la corte.»
*Poemas
elegíacos que conmemoran el martirio de Hussein y los suyos.
** Paño enrollado alrededor del talle a modo de falda
y que llevan los hombres.
[El texto pertenece a la edición en español de Espasa
Libros, 2010, en traducción de Paz Pruneda Gonzálvez, pp. 264-269. ISBN:
978-84-670-3547-6.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: