Primera parte: Censores
Capítulo I: Índices de libros prohibidos
«El 1 de noviembre de 1478 aparecía la bula Exigit sincerae devotionis affectus,
publicada por el papa Sixto IV a solicitud de los Reyes Católicos Isabel y
Fernando. Con ella quedaba instituido el Santo Oficio o Tribunal de la Santa
Inquisición, erigido para inquirir casos de presunta herejía que, de ser
descubiertos, debían desarraigarse. Pronto la Inquisición amplió su radio de
acción no sólo al control de toda herejía, sino de la doctrina y de todo lo
escrito tangente a ella. Empezó a vigilar y a censurar las expresiones de
escritores y científicos que, aun de lejos, ofendieran la ortodoxia
establecida, cuyo fiel guardián se consideraba. La censura, constante tentación
de todo poder establecido ansioso por defenderse de presuntos o reales
enemigos, halló una buena oportunidad de desarrollo en la lectura, merced a las
facilidades que ofrecía la imprenta, de invención entonces reciente.
Inquisición
y censura
Desde el nacimiento de la imprenta, uno de los
elementos propagadores más eficaces con los que contó la sociedad fue el libro. Por ello no debe resultarnos extraño
que la Inquisición idease la forma de controlar la difusión de ideas a través
del papel escrito. Fue así como nacieron los índices inquisitoriales,
relaciones exhaustivas de todo aquello considerado por los censores fuera de lo
permitido.
Las primeras medidas destinadas a censurar
libros están fechadas en 1515, cuando el Concilio V de Letrán adopta una
legislación precisa que reglamenta las publicaciones impresas. La situación se
verá modificada rápidamente por la Reforma protestante. La manera como Lutero y
sus discípulos se sirven de la imprenta para difundir sus doctrinas provoca una
viva reacción del sector católico, a fin de impedir por todos los medios la
impresión, venta, posesión y lectura de los escritos considerados como
subversivos. La sucesión de índices de libros prohibidos por universidades y
autoridades eclesiásticas regionales o nacionales no se hace esperar: en 1544
aparece el índice de la Facultad de Teología de París; en 1545, 1547 y 1549 lo
harán nuevas listas de la Sorbona parisina; 1546, 1550 y 1556 son los años de
publicación de los catálogos de la Universidad de Lovaina; entre 1549 y 1554
aparecerán los catálogos del nuncio apostólico en Venecia, Giovanni della Casa,
mientras que en 1547 y 1551 se publicarán aquellos catálogos por parte de la
Inquisición portuguesa.
España, estandarte de la religión católica por
excelencia, no permanecerá al margen de este proceso censor. Las autoridades
inquisitoriales españolas publicaron seis índices entre 1559 y 1707. El primero
de ellos nació como consecuencia del miedo al peligro protestante y sus
posibilidades de expansión en el seno de la monarquía hispánica, precipitándose
con el descubrimiento de los focos luteranos de Valladolid y Sevilla
(1557-1559). Vino acompañado, además, por la conocida pragmática de 22 de
noviembre de 1559, que prohibía la salida de estudiantes españoles a
territorios extranjeros.
Tras quince largos años de búsqueda e
investigaciones por parte de inquisidores, censores y calificadores de la
Suprema, se publicaron los catálogos de 1583-1584, uno prohibitorio y otro
expurgatorio. Compuestos por catorce reglas, la Suprema decidió que fueran leídos
en las iglesias más importantes de cada obispado el primer domingo o fiesta de
guardar en la misa mayor, al tiempo del ofertorio; después de la lectura se
pronunciaría un sermón sobre lo que acababa de ser leído. El edicto, como todos
los emanados del Santo Oficio, sería clavado después a la puerta de la iglesia
para que todos tuvieran presentes las órdenes de la Suprema. Las disposiciones
eran: entregar todos los libros que estuvieran contenidos en los índices (bien
para su expurgación o bien para ser confiscados si eran prohibidos) y todos
aquellos que se considerasen sospechosos o incluidos en las prohibiciones
generales de las reglas; delatar cualquier otro libro sospechoso o prohibido
del que se tuviera noticia y a todo aquel del que se supiera que guardaba
libros vedados. Los comisarios debían entregar todos esos libros y enviar un
memorial de los mismos al tribunal inquisitorial correspondiente, en el que se
indicaría claramente el título del libro, el nombre del autor y del impresor,
el lugar de impresión y el año. Se daba un plazo de tiempo brevísimo para todo
ello (doce días) y se anunciaba que quien no cumpliera lo ordenado en ese plazo
incurriría en pena de excomunión mayor y demás censuras que la Inquisición
procediera contra los rebeldes “con todo rigor”.
Los catálogos de 1583-1584 sentaron las bases
de un miedo generalizado en España: leer y tener demasiados conocimientos podía
ser motivo de acusación inquisitorial. La semilla quedaba sembrada y sus frutos
no tardarían en fructificar. En la primera mitad del siglo XVI se publicaron,
consecutivamente, tres índices, destinados a subsanar los defectos observados
en índices anteriores. La idea era hacer un índice con el parecer de todos los
expertos y con tiempo suficiente para poner al día todas las expurgaciones
pendientes y las prohibiciones nuevas recogidas en índices romanos o en edictos
particulares. La Inquisición trabajó con catálogos de libros y autores de las
ferias de Francfort, que ya estaban configuradas entonces como el principal mercado
europeo del libro. Además, los censores inquisitoriales utilizaron agentes
informadores en el extranjero.
El último índice prohibitorio apareció en
1707, si bien había comenzado a prepararse en 1679. El largo período sin un
expurgatorio se cerraba setenta y siete años después de la salida del anterior,
en 1640. Los problemas de la Inquisición para mantener el control sobre el
mundo del libro y sus lectores, y continuar su labor de censura y reconducción
ideológica, eran graves, y se habían manifestado una y otra vez en esos largos
años. El Santo Oficio se encontraba en un período crítico, de anquilosamiento,
del que ya no saldría, pese a ciertos fogonazos de actividad en la centuria
siguiente. Sin embargo, en este largo período el mal ya estaba hecho, poco
importaba la intensidad o no de la actividad inquisitorial.
[…]
Tipología de la censura
Los tribunales inquisitoriales recibían
delaciones de personas y libros considerados heréticos de forma sistemática.
Sobre las personas, la Inquisición actuaba siempre por delación, que era
estimulada por un pregonero público en presencia de los inquisidores cuando se
proclamaban los llamados edictos de fe, que conminaban en conciencia a
delatarse y delatar, lo cual favoreció el clima de terror y de suspicacia
asociado a la actividad inquisitorial. En el caso concreto de los libros, los
expedientes inquisitoriales podían ser iniciados por cualquiera, si bien solían
ser lectores escrupulosos, censores espontáneos, vigilantes de fronteras y navíos
o visitadores oficiales de librerías quienes hacían llegar sus delaciones hacia
la red de comisarios de distrito y familiares del Santo Oficio, funcionarios
locales inquisitoriales que eran los encargados, a su vez, de llevarlo a los
trece tribunales regionales que se fueron formando, a lo largo de los siglos XV
y XVI, en diversas ciudades españolas: Barcelona, Córdoba, Cuenca, Granada,
Logroño, Llerena, Murcia, Santiago, Sevilla, Toledo, Valencia, Valladolid y
Zaragoza. En última instancia, la información pasaba al tribunal general, más
conocido como la Suprema, instalado en la villa y corte madrileña.
En líneas generales, los procedimientos de
censura fueron tres. El más común consistió en extractar del contexto una u
otra frase sin tener en cuenta el diverso género de la obra en que aparecía o
en su intención y aplicarle indistintamente notas de ofensiva a píos oídos,
errónea, escandalosa, herética… Otro de los procedimientos fue el llamado
expurgo: a fin de permitir libros declarados buenos en conjunto pero en los
cuales se habían detectado algunas frases o párrafos suprimibles, se dio con la
idea de expurgarlos tachando con gruesa tinta palabras o frases o arrancando
páginas estimadas inaceptables. Fácilmente se entiende que la mera posesión o
lectura de un libro expurgado incidía en la mala reputación de autor, lector y
vendedor. Por último, si el libro en cuestión era de erudición clásica o de
contenido científico, esto es, no tocaba de manera alguna el tema religioso, la
mera clasificación de su autor como auctor
damnatus (autor condenado), que había que estampar en la portada de los
escritos por protestantes y sospechosos de otras heterodoxias, bastaba para
alejar posibles lectores.
De esta forma, una obra podía aparecer en los
índices de libros prohibidos, como totalmente prohibida, si se consideraba que
no podía leerse en su totalidad; expurgada, cuando se ordenaba que fuera
sometida a expurgación, con el fin de autorizarla posteriormente; autorizada
con nota, para permitir su circulación y lectura expresamente cuando su autor
era considerado hereje, si bien la obra no contenía nada reprobable desde el
punto de vista doctrina; prohibida hasta su expurgo, para señalar que debía
considerarse prohibida hasta que se le señalara la correspondiente expurgación.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Edaf, 2005, pp. 29-35. ISBN: 84-414-1626-5.]
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