Libro tercero: donde se
refiere todo el resto de su mala vida, desde que a España volvió hasta que fue
condenado a las galeras y estuvo en ellas
I.-Despedido Guzmán de
Alfarache del capitán Favelo, diciéndole ir a Sevilla, se fue a Zaragoza, donde
vio el arancel de los necios
«Con ésta se pudiera bien comparar la riqueza,
pues hallarán en ella cuantas virtudes tienen las cosas todas. Todas las atrae
a sí, preservando de todo veneno a quien la poseyere. Todo lo hace y obra. Es
ferocísima bestia. Todo lo vence, tropella y manda, la tierra y lo contenido en
ella. Con la riqueza se doman los ferocísimos animales. No se le resiste pece
grande ni pequeño en los cóncavos de las peñas debajo del agua, ni le huyen las
aves de más ligerísimo vuelo. Desentraña lo más profundo, sobre que hacen
estribo los montes altísimos y saca secas las imperceptibles arenas que cubre
la mar en su más profundo piélago. ¿Qué alturas no allanó? ¿Cuáles dificultades
no venció? ¿Qué imposibles no facilitó? ¿En qué peligros le faltó seguridad? ¿A
cuáles adversidades no halló remedio? ¿Qué deseo que no alcanzase o qué ley
hizo que no se obedeciese? Y siendo como es un tan ponzoñoso veneno, que no
sólo, como el basilisco, siendo mirado, mata los cuerpos, empero con sólo el
deseo, siendo cudiciada, infierna las almas; es juntamente con esto atriaca de
sus mismos daños: en ella está su contraveneno, si como de condito eficaz
quisieren aprovecharse de ella.
La riqueza de suyo y en sí no tiene honra,
ciencia, poder, valor ni otro bien, pena ni gloria, más de aquella para la que
cada uno la encamina. Es como el camaleón, que toma la color de aquella cosa
sobre la que se asienta. O como la naturaleza del agua del lago Feneo, de quien
dicen los de Arcadia que quien la bebe de noche enferma y sana si la bebe
después del sol salido. Quien hubiere adolecido atesorando de noche
secretamente con cargo de su conciencia, en saliendo la luz del sol,
conocimiento verdadero de su pecado, será sano.
Ni se condena el rico ni se salva el pobre por
ser el uno pobre y el otro rico, sino por el uso dello. Que si el rico atesora
y el pobre codicia, ni el rico es rico ni el pobre, pobre, y se condenan ambos.
Aquella se podrá llamar suma y verdadera riqueza que poseída se desprecia, que
sólo sirve al remedio de necesidades, que se comunica con los buenos y se
reparte por los amigos. Lo mejor y más que tienen es lo que menos dellas
tienen, por ser tan ocasionadas en los hombres. Ellas de suyo son dulces y
golosos ellos: la manzana corre peligro en las puyas del erizo.
La Providencia divina, para bien mayor
nuestro, habiendo de repartir sus dones, no cargándolos todos a una banda, los
fue distribuyendo en diferentes modos y personas, para que se salvasen todos.
Hizo poderosos y necesitados. A ricos dio los bienes temporales y los
espirituales a los pobres. Porque, distribuyendo el rico su riqueza con el
pobre, de allí comprase la gracia y, quedando ambos iguales, igualmente ganasen
el cielo. Con llave dorada se abre, también hay ganzúas para él. Pero no por
sólo más tener se podrá más merecer; sino por más despreciar. Que sin
comparación es mucho mayor la riqueza del pobre contento, que la del rico o
sediento. El que no la quiere, aquese la tiene, a ese le sobra y sólo él podrá
llamarse rico, sabio y honrado. Y si el cuerdo echase la cuerda y quisiese
medir lo que ha menester con lo que tiene, nuestra naturaleza con poco se
contenta y mucho le sobraría; empero, si como loco alarga la soga y quiere
abrazar lo que tiene con lo que desea, hincha Dios esa medida, que con cuanto el
mundo tiene será pobre. Para el de mal contento es todo poco; mucho le faltará,
por mucho que tenga. Nunca el ojo del codicioso dirá, como no lo dicen la mar
ni el infierno: “Ya me basta”. Rico y prudente serías cuando tan concertado
fueses que quien te conociese se admirase de lo poco que tienes y mucho que
gastas, y no causase admiración en ti lo poco que puedes y lo mucho que otros
tienen.
Vesme aquí ya rico, muy rico y en España; pero
peor que primero. Que si la pobreza me hizo atrevido, la riqueza me puso
confiado. Si me quisiera contentar y supiera gobernar, no me pudiera faltar;
empero, como no hice uno ni supe otro, por el dinero puse a peligro el cuerpo y
en riesgo el alma. Nunca me contenté, nada me quietó; como no lo trabajaba,
fácilmente lo perdía: era como la rueda de la zacaya, siempre henchía y luego
vaciaba. Estimábalo en poco y guardábalo menos, empleándolo siempre mal. Era
dinero de sangre: gastábalo en sepulturas para cuerpos muertos, en obras
muertas y mundanos vicios. En tal vino a parar, pues ello se fue con la
facilidad que se vino. Perdílo y perdíme, como lo verás adelante. Huyendo del
mal que me pudiera suceder, salí de Barcelona por sendas y veredas, de lugar en
lugar y de trocha en trocha. Dije que caminaba para Sevilla. Di escusas,
inventé votos y mentiras, no más de para desmentir espías y que de mí no se
supiese ni por el rastro me hallasen. Las mulas eran mías, el criado nuevo y
bozal en mis mañas. Íbame por donde quería, según me lo pidía el gusto y
primero se me antojaba; “hoy aquí, mañana en Francia”, sin parar en alguna
parte y siempre trocando de vestidos, pues a parte no llegué donde lo pudiese
diferenciar, que no lo hiciese: que todo era cien escudos más o menos.
Desta manera caminé por aquella tierra toda
hasta venir a dar en Zaragoza con mi persona. Que no me dio pequeño contento
aportar en aquella ciudad tan principal y generosa. Como la mocedad instimulaba
y el dinero sobraba y las damas della incitaban, me fui deteniendo allí algunos
días. Que todos y muchos más fueran muy pocos para considerar y gozar de su
grandeza.
Tan hermosos y fuertes edificios, tan buen
gobierno, tanta provisión, tan de buen precio todo, que casi daba de sí un olor
de Italia. En solo una cosa la hallé muy estraña y a mi parecer por entonces a la
primera vista muy terrible. Hízoseme dura de digerir y más de poderse sufrir,
porque no sabía la causa. Y fue ver cómo, conociendo los hombres la condición
de las mujeres, que muy pequeña ocasión les basta para hacer de sus antojos
leyes, formando de sombras cuerpos, las quisiesen obligar a que, perdiendo el
decoro y respeto que a sus defuntos maridos deben, las dejen ellos puestas de
pies en la ocasión o en el despeñadero, de donde a muchas les hacen saltar a la
fuerza.
Íbame paseando por una espaciosa calle, que
llaman el Coso, no mal puesto ni poco picado de una hermosa viuda, moza y al
parecer de calidad y rica. Estúvela mirando y estúvose queda. Bien conoció mi
cuidado; mas no se dio por entendida ni hizo algún semblante, como si yo no
fuera ni allí ella estuviera. Dile más vueltas que da un rocín de anoria, que
no somos menos los que solicitamos locuras tales; empero ni ella se mostraba
esquiva o desgraciada ni yo le hablé palabra, hasta que a mi parecer, enfadada
de verme necio de tan callado, creo diría entre sí: “¿Quién será este tan
pintado pandero, que me ha tenido a terreno de puntería dos horas y no ha
disparado ni aun abierto la boca?”
Quitóse de allí. Aguardé que volviese a salir,
con determinación de perder un virote, para emendar el avieso; empero ¡a esotra
puerta! Fuime a la posada y preguntéle al huésped, a el descuido y dándole
señas, quién sería o si la conocía, y respondióme:
-Aquesa señora es una viuda, no una, sino
muchas veces muy hermosa.
Quise saber en qué modo, y díjome:
-Tiene muchas hermosuras, que cualquiera
bastaba en otra. Es hermosa de su rostro, como por él se deja ver. Eslo también
de linaje, por ser de lo mejor de aquesta ciudad. También lo es en riqueza, por
haberle quedado mucha suya y de su marido. Y sobre toda hermosura es la de su
discreción.
Vi tan llena la medida, que luego temí que
había de verter y dije a el huésped:
-¿Cómo sus deudos consienten, si tan principal
es, que una señora, y tal, esté con tanto riesgo? Porque juventud, hermosura,
riqueza y libertad nunca la podrán llevar por buenas estaciones. ¡Cuánto mejor
sería hacerla volver a casar que consentirle viudez en estado tan peligroso!
Y díjome:
-No lo puede hacer sin grande pérdida, pues el
día que segundare de matrimonio, perderá la hacienda que de su marido goza, que
no es poca, y siendo viuda, será siempre usufrutuaria de toda.
Entonces dije:
-¡Oh dura gravamen! ¡Oh rigurosa cláusula!
¡Cuánto mejor le fuera hacer con esa señora y otras tales lo que algunos y
muchos acostumbran en Italia, que, cuando mueren, les dejan una manda generosa,
disponiendo que aquello se dé a su mujer el día que se casare, que para eso se
lo deja, sólo a fin que codiciosas della tomen estado y saquen su honor de
peligro.
Fuelo apretando más en esto y díjome:
-Señor caballero, ¿no ha oído decir Vuestra
Merced: “en cada tierra su uso”? Aquesto corre aquí, como esotro en Italia. Cada
cuerdo en su casa sabe más que el loco en el ajena.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones
Cátedra (Grupo Anaya), 2005, en edición de José María Micó, pp. 333-339. ISBN:
84-376-0709-4 (tomo II.)]
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