IV
«A las once y media, terminados los oficios
divinos, cuando ya no salía de la Basílica más que alguna devota retrasada,
comenzó a funcionar el tribunal.
Sentáronse los siete jueces en el viejo sofá;
corrió de todos los lados de la plaza la gente huertana para aglomerarse en
torno de la verja, estrujando sus cuerpos sudorosos que olían a paja y lana
burda, y el alguacil se colocó, rígido y majestuoso, junto al mástil rematado
por un gancho de bronce, símbolo de la acuática justicia.
Descubriéronse las siete acequias, quedando
con las manos entre las rodillas y la vista en el suelo, y el más viejo
pronunció la frase de costumbre:
-S’obri el tribunal. [Se abre el tribunal]
Silencio absoluto. Toda la muchedumbre,
guardando un recogimiento silencioso, estaba allí, en plena plaza, como en un
templo. El ruido de los carruajes, el arrastre de los tranvías, todo el
estrépito de la vida moderna pasaba sin rozar ni conmover aquella institución
antiquísima que permanecía allí tranquila, como quien se halla en su casa,
insensible al tiempo, sin fijarse en el cambio radical de cuanto le rodeaba e
incapaz de reforma alguna.
Los huertanos estaban orgullosos de su
tribunal. Aquello era hacer justicia; la pena al canto y nada de papeles, que
es con lo que se enreda a los hombres honrados.
La ausencia del papel sellado y del escribano
que aterra era lo que más gustaba a unas gentes acostumbradas a mirar con
cierto terror supersticioso el arte de escribir, que desconocen. Allí no había
secretarios, ni plumas, ni días de angustia esperando la sentencia, ni guardias
terroríficos, ni nada más que palabras.
Los jueces guardaban las declaraciones en la
memoria y sentenciaban enseguida con la tranquilidad del que sabe que sus
decisiones han de ser cumplidas. Al que se insolentaba con el tribunal, multa;
al que se negaba a cumplir la sentencia, le quitaban el agua para siempre y se
moría de hambre.
Con aquel tribunal no jugaba nadie. Era la
justicia patriarcal y sencilla del buen rey de las leyendas saliendo por las
mañanas a la puerta del palacio para resolver las quejas de sus súbditos; el
sistema judicial del jefe de cabila sentenciando a la e
ntrada de la tienda.
Así, así es como se castiga a los pillos y triunfa el honrado y hay paz.
Y el público, no queriendo perder palabra, hombres,
mujeres y chicos, estrujábanse contra la verja, agitándose algunas veces con
violentos movimientos de espaldas para librarse de la asfixia.
Iban compareciendo los querellantes al otro
lado de la verja, ante aquel sofá tan venerable como el tribunal.
El alguacil les recogía las varas y cayados,
considerándolos como armas ofensivas incompatibles con el respeto al tribunal;
les empujaba hasta dejarlos plantados a pocos pasos de los jueces, con la manta
doblada sobre las manos; y si andaban remisos en descubrirse, de dos repelones
les arrancaba el pañuelo de la cabeza. ¡Duro! A aquella gente socarrona había
que tratarla así.
Era el desfile una continua exposición de
cuestiones intrincadas, que los jueces legos resolvían con pasmosa facilidad.
Los guardias de acequias y los
“atandadores”(*) encargados de establecer el turno en el riego formulaban sus
denuncias y comparecían los querellados a defenderse con razones. El viejo
dejaba hablar a los hijos que sabían expresarse con más energía; la viuda
comparecía acompañada de algún amigo del difunto, decidido protector que
llevaba la voz por ella.
El ardor meridional asomaba la oreja en todos
los juicios.
En mitad de la denuncia, el querellado no
podía contenerse. “¡Mentira! Lo que decían era falso y malo. ¡Querían
perderle!”
Pero las siete acequias acogían estas
interrupciones con furibundas miradas. Allí nadie podía hablar mientras no le
llegase el turno. A la otra interrupción pagaría tantos sueldos de multa. Y
había testarudo que pagaba sòus y más
sòus, [sueldos] impulsado por la rabiosa vehemencia, que no le permitía
callar ante el acusador.
Los jueces, sin abandonar su asiento, juntaban
las cabezas como cabras juguetonas, cuchicheaban sordamente algunos segundos, y
el más viejo, con voz reposada y solemne, pronunciaba la sentencia, marcando
las multas en libras y sueldos, como si la moneda no hubiese sufrido ninguna
transformación y aún fuese a pasar por el centro de la plaza el majestuoso
Justicia con su gramalla roja y su escolta de ballesteros de la Pluma.
Eran más de las doce y las siete acequias
comenzaban a mostrarse cansadas de tanto derramar pródigamente el caudal de su
justicia, cuando el alguacil llamó a gritos a Bautista Borrull, denunciado por
infracción y desobediencia en el riego.
Atravesaron la verja Pimentó y Batiste, y la gente se apretó más contra los hierros.
Veíanse allí muchos de los que vivían en las
inmediaciones de las antiguas tierras de Barret.
Aquel juicio era interesante. El odiado novato
había sido denunciado por Pimentó,
que era el “atandador” de la partida.
El valentón, mezclándose en elecciones y
galleando en toda la contornada, había conquistado este cargo, que le daba
cierto aire de autoridad y consolidaba su prestigio entre los convecinos, los
cuales le mimaban y convidaban en los días de riego.
Batiste estaba asombrado por la injusta
denuncia. Su palidez era de indignación. Miraba con ojos de rabia todas las
caras conocidas y burlonas que se agolpaban en la verja, y a su enemigo Pimentó, que se contoneaba con altivez,
como hombre acostumbrado a comparecer ante el tribunal y a quien correspondía
una pequeña parte de su indiscutible autoridad.
-Parle
vosté [Hable usted]–dijo
avanzando un pie la acequia más vieja, pues por secular vicio, el tribunal, en
vez de usar las manos, señalaba con la blanca alpargata al que debía hablar.
Pimentó soltó su acusación. Aquel hombre que
estaba junto a él, tal vez por ser nuevo en la huerta creía que el reparto del
agua era cosa de broma y que podía hacer su santísima voluntad.
Él, Pimentó,
el “atandador”, el que representaba la autoridad de la acequia en su partida,
le había dado a Batiste la hora para regar su trigo: las dos de la mañana. Pero
sin duda, el señor, no queriendo levantarse a tal hora, había dejado perder su turno,
y a las cinco, cuando el agua era ya de otros, había alzado la compuerta sin
permiso de nadie (primer delito), había robado el riego a los demás vecinos
(segundo delito) e intentado regar sus campos, queriendo oponerse a viva fuerza
a las órdenes del “atandador”, lo que constituía el tercer y último delito.
El triple delincuente, volviéndose de mil
colores e indignado por las palabras de Pimentó,
no pudo contenerse.
-¡Mentira
y recontramentira!
El tribunal se indignó ante la energía y la
falta de respeto con que protestaba aquel hombre.
Si no guardaba silencio se le impondría una
multa. Pero ¡gran cosa eran las multas para su reconcentrada cólera de hombre
pacífico! Siguió protestando contra la injusticia de los hombres, contra el
tribunal, que tenía por servidores a pillos y embusteros como Pimentó.
Alteróse el tribunal; las siete acequias se
encresparon.
-¡Cuatre
sòus de multa! [¡Cuatro sueldos de
multa!]
Batiste, dándose cuenta de su situación, calló
de repente, asustado por haber incurrido en multa, mientras en el público
sonaban las risas y los aullidos de alegría de sus enemigos.
Quedó inmóvil, con la cabeza baja y los ojos
empañados por lágrimas de rabia, mientras su brutal enemigo acababa de formular
la denuncia.
-Parle
vosté –le dijo el tribunal.
Pero en las miradas de los jueces se notaba
poca simpatía por aquel alborotador que venía a turbar con sus protestas la
solemnidad de las deliberaciones.
Batiste, trémulo por la ira, balbuceó, no
sabiendo cómo empezar su defensa, por lo mismo que la creía justísima.
Había sido engañado; Pimentó era un embustero y además su enemigo declarado. Le había
dicho que su hora de riego era a las cinco, se acordaba muy bien, y ahora
afirmaba que a las dos; todo para hacerle incurrir en multa, para matar unos
trigos en los que estaba la vida de su familia… ¿Valía para el tribunal la
palabra de un hombre honrado? Pues esta era la verdad, aunque no podía
presentar testigos. ¡Parecía imposible que los señores síndicos, todos buenas
personas, se fiasen de un pillo como Pimentó!
La blanca alpargata del presidente hirió la
baldosa de la acera, conjurando el chaparrón de protestas y faltas de respeto
que veía en lontananza.
-Calle
vosté. [Calle usted]
Y Batiste calló, mientras el monstruo de las
siete cabezas, replegándose en el sofá de damasco, cuchicheaba preparando la
sentencia.
-El
tribunal sentènsia… [El tribunal
sentencia…]-dijo la acequia más vieja, y se hizo un silencio absoluto.
Toda la gente de la verja mostraba en sus ojos
cierta ansiedad, como si ellos fuesen los sentenciados. Estaban pendientes de
los labios del viejo síndico.
-Pagará
el Batiste Borrull dos lliures de pena y cuatre sòus de multa. [Pagará el Batiste Borrull dos libras de pena
y cuatro sueldos de multa]
Esparcióse un murmullo de satisfacción y hasta
una vieja comenzó a palmotear gritando “¡vítor! ¡vítor!”, entre las risotadas
de la gente.»
(*) Atandador: según la RAE, encargado de
fijar la tanda o turno en el riego. [N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Cátedra, 2006, en edición de José Mas y María Teresa Mateu, pp. 110-115. ISBN:
84-376-1606-9.]
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