Asuntos pendientes, V
«Mantenían una continua discusión acerca de
cine con la que ambos disfrutaban. Él insistía en que todo arte que no
dependiera de la capacidad, el gusto y la integridad de una sola persona estaba
condenado a la mediocridad. Y ella dijo:
-Eso es absurdo. Tu juicio se basa en las
películas que se hacen en Hollywood, que son casi todas mediocres. Pero son
mediocres por motivos comerciales, no por lo que tú dices. Construir pirámides
era un arte colectivo. Seguramente había un productor, que era el faraón que tenía
el dinero y la idea general, y luego un arquitecto, un escultor y varios
albañiles expertos para realizar el diseño, y a sus órdenes varios obreros
cualificados, que a su vez tenían por debajo a otros obreros, y así
sucesivamente. O los tótems, por ejemplo. Naturalmente que puede existir un
arte colectivo legítimo. Prueba de ello son las películas de Griffith,
Eisenstein y Chaplin. Sólo es necesario un genio que haga de guía, o cuando
menos una mano experta como la de Vidor o Ford. Pero si el punto de partida es
lo bastante bueno y todo el mundo hace bien su trabajo, el director, el
guionista, el cámara, el montador, el compositor y el mezclador de sonido, no
sé por qué siempre olvido a los actores, es un arte tan noble como cualquier
otro.
Hablaron de Thalberg –curioso cómo después de
todos aquellos años en blanco su memoria aún conservaba todo lo que habían
dicho-, y él puso en duda que realmente fuera un gran genio, tal como lo
consideraban en Hollywood.
-Bueno… esa palabra está ya algo gastada –dijo
ella-. Puede que Irving fuera un genio en el verdadero sentido de la palabra.
Una especie de dios inspirador. Un genio también tiene su lado práctico. El
hombre que llega primero cuando más se le necesita. Un hombre que logra cavar
un pozo en la parte seca del Sáhara es un genio, aunque haya otros cien como él
capaces de cavar pozos más hondos en la ciudad. Irving es esa clase de genio.
Llegó al desierto y encontró agua. Quizá no sea un pozo profundo, pero para
empezar ya sirve.
-En otras palabras, Dios fue el primer genio
–dijo él-. Y tú tienes que ser al menos un pequeño dios en una pequeña piscina
para clasificarte.
-¿Ahora mismo estás escribiendo algo? –le
preguntó ella de pronto.
[…]
Al
sábado siguiente ella volvió a preguntarle si estaba escribiendo algo y él le
contestó que el mero hecho de seguir vivo ya requería toda su energía y su
poder creativo, y ella le dijo:
-Eso es absurdo. ¿Por qué no intentas escribir
tu vida? Una especie de compendio de lo que has hecho, de tus ideas y de lo que
eres ahora. Escríbelo para ti mismo, así no te sentirás obligado a competir con
nada. Sale más barato que ir al psicoanalista. Haz el favor de empezar ahora
mismo.
Con gran sorpresa por su parte le hizo caso y
el simple ruido del tecleo de la máquina de escribir le sentó como un bálsamo.
Fue incluso agradable emprender aquel vano ejercicio de escritura y empezó a
pensar que si lo volcaba todo, los triunfos prematuros, la celebración
desmedida, el éxito imparable, la caída y el entierro de sus sueños y de los años
veinte, los restos y el intento de rescatar algo, por fin tendría un programa,
una base sobre la que sustentar su madurez. Se sentía como un crustáceo,
escribió, que se deshace de su primer caparazón brillante y no logra encontrar
otro más grande, más mate y más sólido para protegerse en su madurez.
Leyó algunos fragmentos a Ann, sin descartar
la confesión de que al principio buscaba los aplausos de sus amigos, luego el
reconocimiento de la sociedad, y ahora, no bastándole el éxito del momento,
aspiraba a seguir vivo después de muerto, a ser leído por las generaciones
futuras.
-Como Stendhal, con cien años me conformaría
–dijo-. Sin eso se es como un andarríos a la caza de cangrejos por la playa,
viviendo al día.
-Puedes lograrlo si piensas que estás
empezando. Si te tomas lo que has escrito y vivido hasta ahora como una simple
preparación.
Sabía lo que ella intentaba hacer,
desenterrarlo del pasado, pero le dijo:
-El récord de home runs de Ruth no lo preparó
para anotar más home runs. Sólo llevaba dentro un buen puñado de home runs y se
los quitó de encima antes de cumplir los treinta.
-Eso es lo más absurdo que he oído en toda mi
vida –dijo ella-. Con tu talento y tu inteligencia sueltas unas bobadas muy
infantiles. Olvídate de esos estúpidos héroes deportivos. Precisamente la
carrera de un atleta no tiene nada que ver con la de un artista. El atleta
madura más deprisa, de los veinte a los treinta pierde reflejos y a los treinta
y tantos ya está acabado. Pero un artista debería forjarse poco a poco de los
veinte a los treinta, empezar a madurar al rebasar los treinta y alcanzar la
cúspide a los cincuenta o los sesenta. Tal vez sea ése el problema que tenéis
los escritores americanos, que os creéis que sois estrellas del deporte.
-Yo siempre soñé con ser un defensa fam
oso,
nunca sabré por qué –le confesó él-. Salir al campo y deslumbrar a la afición,
como Red Grange o Chris Cagle.
-No eres el primer escritor que de pequeño
quería ser jugador de fútbol americano. Conozco a otros dos que son unos
lanzadores frustrados, y a un aspirante a Jimmy McLarnin. En Europa, en cambio,
a los escritores les habría gustado ser compositores, pintores o matemáticos.
-Nosotros somos de una raza más musculosa. Y
además, dado que los escritores actúan como registros sensibles de la
conciencia nacional, no hacen sino reflejar el culto a los héroes de su época.
Al fin y al cabo, ¿qué figuras importantes hay en América, aparte de Ruth,
Dempsey o Bobby Jones?
[…]
Una noche, mientras hablaban de la escritura,
que empezaba a brotar de nuevo con fluidez (había terminado un relato breve que
le parecía tan bueno como los de antes), se preguntó cómo debía de afectar a su
trabajo el hecho de permanecer retirado, no sólo del mundo, sino de sí mismo.
-Mi única experiencia verdadera es cuando
escribo. Esta mañana me he despertado pensando que no soy un hombre, sólo una
máquina de aspecto humano que escribe historias.
-Eso es absurdo. Claro que eres un hombre.
[…]
Al final del verano había vendido dos relatos
de considerable calidad. Había estado pensando en la nueva novela desde la
primavera anterior y en otoño ya estaba preparado para empezarla. Pero tras
unas cuantas páginas se cansó, exasperado. En ocasiones, la náusea le impedía
trabajar durante días y a media tarde se notaba el cerebro embotado por el
sueño.
Se despreció por su inercia y dijo a Ann que
había decidido no dejarse vencer por aquellos síntomas que, no le cabía duda,
eran de orden psíquico y no obedecían sino a una falta de voluntad por su parte
para afrontar el reto que suponía un nuevo libro. Ann le dijo, con su habitual
pragmatismo:
-Puede que no todo sean manías tuyas. Es muy
fácil pasar de un extremo a otro. Antes de darte por enfermo imaginario, quiero
que vayas a ver a mi médico. El doctor Rubin posee suficientes conocimientos
psicoanalíticos para diagnosticar si, efectivamente, tu problema es ése.
Y el doctor Rubin dijo: “Diabetes”. Fue un
duro golpe a su vanidad darse cuenta de que padecía una enfermedad física
incurable. Por otro lado, se quedó más tranquilo al saber que podía estabilizar
su rutina mediante una dieta estricta, descanso y medicamentos, en lugar de
recurrir a los consabidos métodos correctivos cuyos resultados eran más
inciertos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Acantilado, 2004, en traducción de J. Martín Lloret, pp. 383-389. ISBN:
84-96136-67-1.]
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