Quinta parte: La levedad y el peso
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«A los que creen que los regímenes comunistas
de Europa Central son exclusivamente producto de seres criminales, se les
escapa una cuestión esencial: los que crearon estos regímenes criminales no
fueron los criminales, sino los entusiastas convencidos de que habían
descubierto el único camino que conduce al paraíso. Lo defendieron
valerosamente y para ello ejecutaron a mucha gente. Más tarde se llegó a la
conclusión generalizada de que no existía paraíso alguno, de modo que los
entusiastas resultaron ser asesinos.
En aquel momento todos empezaron a gritarles a
los comunistas: ¡Sois los responsables de la desgracia del país (empobrecido y
despoblado), de la pérdida de su independencia (cayó en poder de Rusia), de los
asesinatos judiciales!
Los acusados respondían: ¡No sabíamos! ¡Hemos
sido engañados! ¡Creíamos de buena fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma,
somos inocentes!
La polémica se redujo por lo tanto a la
siguiente cuestión: ¿En verdad no sabían? ¿O sólo aparentaban no saber?
Tomás seguía atentamente esta polémica (la
seguían los diez millones de habitantes de la nación checa) y opinaba que había
comunistas que no eran del todo inocentes (inevitablemente tenían que haber
sabido algo de los horrores que habían ocurrido y no cesaban de ocurrir en la
Rusia post-revolucionaria). Sin embargo, es probable que, la mayoría de ellos,
en efecto, no supiera nada.
Y llegó a la conclusión de que la cuestión
fundamental no es: ¿sabían o no sabían?, sino: ¿es inocente el hombre cuando no
sabe? ¿Un idiota que ocupa el trono está libre de toda culpa sólo por ser
idiota?
Supongamos que un fiscal checo que a comienzos
de los años cincuenta pidió la pena de muerte para un inocente fue engañado por
la policía secreta rusa y por el gobierno de su país. Pero, ¿cómo es posible
que hoy, cuando sabemos ya que las acusaciones eran absurdas y los ejecutados
inocentes, ese mismo fiscal defienda la limpieza de su alma y se dé golpes de
pecho? ¡Mi conciencia está limpia, no sabía, creía de buena fe! ¿No reside
precisamente su irremediable culpa en ese “¡no sabía!, ¡creía de buena fe!”?
Y fue entonces cuando Tomás recordó la
historia de Edipo: Edipo no sabía que dormía con su propia madre y, sin
embargo, cuando comprendió de qué se trataba, no se sintió inocente. Fue
incapaz de soportar la visión de lo que había causado con su desconocimiento,
se perforó los ojos y se marchó de Tebas ciego.
Tomás oía los gritos de todos los comunistas
que defendían su limpieza interior y se decía: por culpa de vuestro
desconocimiento este país ha perdido quizá por siglos su libertad, ¿y vosotros
gritáis que os sentís inocentes? ¿Cómo sois capaces de seguir presenciándolo?
¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que conserváis la vista? ¡Si tuvieseis
ojos, deberíais atravesároslos y marcharos de Tebas!
Aquella comparación le gustaba tanto que la
utilizaba con frecuencia en las conversaciones con sus amigos y, con el paso
del tiempo, iba expresándola con formulaciones cada vez más precisas y
elegantes.
Leía entonces, como todos los intelectuales,
el semanario editado por la Unión de Escritores Checos, con una tirada de
alrededor de 300 000 ejemplares, que había logrado una considerable autonomía
dentro del régimen y hablaba de cosas de las que otros no podían hablar
públicamente. Por eso en el periódico de los escritores se hablaba también de
quién y cómo era culpable de los asesinatos judiciales durante los procesos
políticos al comienzo del régimen comunista.
En todas estas polémicas se repetía siempre la
misma pregunta: ¿sabían o no sabían? Tomás creía que esta cuestión era
secundaria y por eso escribió un día sus ideas sobre Edipo y las envió al
semanario. Al cabo de un mes recibió respuesta. Le invitaron a que pasara por
la redacción. Cuando llegó, lo recibió un redactor de escasa estatura, erguido
como una regla, y le propuso que modificase la sintaxis en una frase. El texto
se publicó en la penúltima página, en la sección de cartas de los lectores.
Tomás no quedó satisfecho. Se habían tomado la
molestia de invitarle a visitar la redacción para que les autorizase a
modificar la sintaxis, pero después, sin preguntarle nada, recortaron
notablemente su texto, de modo que sus ideas se vieron reducidas exclusivamente
a la tesis básica (considerable esquemática y agresiva) y dejaron de gustarle.
Eso sucedió en 1968. En el poder estaba
Alexander Dubcek y con él los comunistas que se sentían culpables y estaban
dispuestos a reparar de algún modo las culpas contraídas. Pero los otros
comunistas, los que gritaban que eran inocentes, tenían miedo de que la nación
indignada los juzgara. Por eso iban diariamente a quejarse a la embajada rusa y
a pedir ayuda. Cuando se publicó la carta de Tomás gritaron: ¡Hasta aquí
podíamos llegar! ¡Ya se escribe públicamente que nos tienen que arrancar los
ojos!
Y dos o tres meses más tarde los rusos
decidieron que en su virreinato las discusiones libres eran intolerables, y una
noche su ejército ocupó la patria de Tomás.
3
Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, volvió
a trabajar en su hospital como antes. Pero un buen día lo llamó el director.
-Al fin y al cabo, colega –le dijo-, usted no
es un escritor ni un periodista, ni un salvador de la nación, sino un médico y
un científico. No me gustaría perderlo y haré todo lo posible por mantenerlo
aquí. Pero es necesario que retire lo que ha dicho en el artículo sobre Edipo.
¿Tiene usted mucho interés en ese artículo?
-Señor director –dijo Tomás recordando cómo le
habían amputado una tercera parte del texto-, jamás ha habido nada que me
importase menos.
-Ya sabe de qué se trata –dijo el director.
Lo sabía: en la balanza había dos cosas: por
una parte su honor (que consistía en no retirar las afirmaciones que había
hecho), por la otra aquello que se había acostumbrado a considerar como el
sentido de su vida (su trabajo científico y médico). El director continuó:
-Esto de exigir que la gente reniegue
públicamente de lo que ha dicho tiene algo de medieval. ¿Qué significa
“renegar”? En nuestra época una idea sólo puede ser refutada y no tiene sentido
renegar de ella. Y dado que, estimado colega, renegar de una idea es algo
imposible, sencillamente verbal, formal, mágico, no encuentro ningún motivo
para que no haga usted lo que desean. En una sociedad gobernada por el terror,
no hay ninguna declaración que sea vinculante, son declaraciones forzadas y las
personas honradas están obligadas a no tomarlas en cuenta, a no oírlas. Tal
como le digo, colega, es importante para mí, y lo es para sus pacientes, que
continúe usted trabajando.
-Creo que tiene razón –dijo Tomás con cara de
infelicidad.
-¿Pero? –preguntó el director tratando de
adivinar su pensamiento.
-Temo que me daría vergüenza.
-¿Tiene usted una opinión tan elevada de la
gente que le rodea como para que le importe lo que vayan a pensar?
-No, la opinión que tengo de ellos no es
demasiado elevada.
-Además –añadió el director-, me han asegurado
que no se trata de una declaración pública. Son unos burócratas. Lo que
necesitan es tener en sus expedientes constancia de que usted no está en contra
del régimen para poder defenderse en caso de que alguien los atacase por
haberle dejado trabajar en su puesto. Me han dado garantías de que la
declaración será una cuestión privada entre usted y ellos y de que no está
previsto hacerla pública.
-Déjeme una semana para pensarlo –dijo Tomás
para terminar la conversación.
4
Tomás estaba considerado como el mejor
cirujano del hospital. Se decía que el director, al que ya le faltaba poco para
jubilarse, le dejaría pronto su puesto. Cuando se supo la noticia de que los
organismos directivos le habían pedido una declaración autocrítica, nadie puso
en duda que Tomás fuera a obedecer.
Eso fue lo primero que le sorprendió: pese a
que nunca había dado motivo para ello, la gente se sentía más inclinada a
apostar por su inmoralidad que por su moralidad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2004, en traducción de Fernando de Valenzuela, pp. 180-184. ISBN: 84-7223-225-5.]
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