2.-Por qué la conversación amorosa se está moviendo en una nueva dirección
«Esta mañana en las noticias se olvidaron de
explicarnos cuántas relaciones, noviazgos y compromisos se rompieron ayer. Y
cuántos de ellos llegaron a su fin porque la mujer se quejó de que el hombre no
hablaba con ella lo suficiente. La Universidad de Stanford ha informado de que
en la actualidad el 50 por ciento de los hombres americanos se sienten
nerviosos en compañía de una mujer y que flirtear es un arte en vías de
extinción porque los hombres temen que los acusen de acoso. En Inglaterra,
diversas investigaciones ofrecen los mismos resultados. ¿Qué sentido tiene
ansiar conversaciones más largas cuando cada vez más estudios demuestran que
“en los primeros cuatro minutos puede decidirse si una persona va a ser amiga,
amante o simplemente conocida”?
A lo largo de la historia, los humanos hemos
inventado numerosos tipos de conversación amorosa, cada una de las cuales ha
moldeado de manera diferente nuestras relaciones. Pero son como lenguajes con
un vocabulario inadecuado. Debemos inventar un nuevo tipo de charla amorosa
para que cumpla con las aspiraciones actuales.
La manera original para entablar conversación
con una mujer era pretenderla. El acercamiento original consistía en mostrar tu
fuerza y riqueza para impresionar y conquistar. Se necesitaba hablar muy poco.
Como lo expresa un proverbio chino: “Comunicamos comiendo juntos”. Las mujeres,
por su parte, solían confiar en la magia, no en la conversación, para atraer a
los hombres y después para evitar que se fueran con otras mujeres.
En el siglo XV se puso de moda una palabra
nueva: “cortejar”. Los cortesanos, de ambos sexos, obligados a pasar largas
horas en compañía, desarrollaron una especie de juego. El intento de enamorar
era lo que los hombres pretendían de las mujeres. El cortejo era una actividad
compartida. El tema central de la conversación cortesana era la lealtad y, si
no, se rompería la promesa de fidelidad. Pero los cortesanos decían: “La profesión
del cortesano es cortejar a todas las damas, pero no ser constante con
ninguna”. Cuando este juego se desarrollaba con brillantez daba lugar a
conversaciones excitantes sobre el significado del amor y la lealtad, sobre lo
que debían ser los ideales de la vida, y se jugaba con una cortesía exquisita.
Cuando en el juego participaban lobos que pretendían medrar en la sociedad, se
convertía en mentira y engaño.
Un tercer lenguaje, la conversación
civilizada, fue popularizado por un italiano llamado Guazzo, cuyo libro,
publicado por primera vez en 1574, fue traducido casi de manera inmediata al
inglés y a otras lenguas. Guazzo se centró en la urbanidad, el arte de vivir
juntos con decencia, sin peleas ni violencia. Proponía la honestidad y la
amabilidad, atender los sentimientos de una mujer, ganar su amor mediante el
descubrimiento de sus buenas cualidades, utilizando las palabras y no la
fuerza. Guazzo insistía: “Un hombre no puede ser un hombre correcto sin
conversación”. Pero sólo fue leído por una pequeña élite (que incluía a George
Washington). El mundo siguió admirando la violencia, de manera que no pudo
convertirse en el Dr. Spock del matrimonio con compañerismo.
Un cuarto lenguaje es el romántico, propagado
por poetas y novelistas. Al principio fue el lenguaje de la revolución, de los
amantes contra sus padres, de las mujeres contra el control de sus afectos.
Exaltaba el sexo como la encarnación del amor. Su tema principal era la pasión.
Pero se basaba en dos premisas que, en última instancia, eran inaceptables: en
hombres que idealizaban a sus compañeras de manera que no era necesario que las
conocieran de verdad. Y en la consideración del amor como un rayo caído del
cielo, incontrolable, del que uno debía convertirse en víctima voluntaria.
Asumía que el sufrimiento era un ingrediente esencial del amor, y la neurosis,
una consecuencia frecuente. En palabras de Boswell, hacía incluso que los
hombres “pretendieran sentir todos los matices de la angustia experimentada por
prototipos ilustres”. La vida imitaba a las novelas y a la poesía, que ya te
habían escrito el guión.
Pero, por supuesto, no todo el mundo tenía
éxito al hablar como un cortesano o un poeta. Aunque muchas personas
memorizaban las bromas y los cumplidos recogidos en los libros de buenas
maneras, muchas conversaciones, como observaba Swift, seguían tendiendo a morir
con rapidez, “como fuego sin combustible”. Parecía que muchos hombres no tenían
ningún deseo de escuchar lo que las mujeres tenían que decir y consideraban que
no había nada malo en el triste comentario de Jane Austen: “En las mujeres la
idiotez resalta en gran medida sus encantos personales”. La señora Trollope, al
visitar América en la década de 1830, se quejaba de que “los dos sexos casi no
se mezclan excepto con grandes limitaciones y hastío”. Un siglo más tarde,
Olive Heseltine escribía: “Para casi todas las mujeres […] hablar con los
varones jóvenes de Inglaterra no resulta interesante ni inteligible”.
La tragedia del siglo XX ha sido que no ha
desarrollado modelos para otro tipo de conversación amorosa. El cine redujo el
diálogo al mínimo: “Hacer películas –dijo Truffaut-, consiste en apuntar la
cámara hacia mujeres bellas”. El vaquero de John Wayne era esencialmente
callado. En una de sus películas la heroína le dice: “No necesitas a nadie más
que a ti mismo”. Y él contesta: “Quiero una mujer que me necesite”. Eso es todo
lo que le interesa que diga una mujer. Pero cuando ella adopta la táctica de
lucir un vestido sexy, él le dice:
“Si te pones eso, te arrestaré”. Ella replica: “Creía que no ibas a decirlo
nunca”. “¿Decir qué?” “Que me amas”. “He dicho que te voy a arrestar”. “Es lo
mismo, aunque no te des cuenta*”.
Durante un tiempo, el método de Rhett Butler
en Lo que el viento se llevó, que
consistía en provocar el afecto mediante la agresión y demostrar su
superioridad humillando a las mujeres, fue un sustituto de la conversación.
Después se desarrolló el hombre tímido, ingenuo y sencillo que necesita la
ayuda de las mujeres para llegar al amor. La tarea de curar al hombre con
problemas y complejos se convirtió en el papel de la mujer. Resultaba poco
frecuente que gente como Bogart añadieran un poco de ingenio y socarronería.
Woody Allen es la excepción, porque no sólo le gusta hablar, sino incluso decir
lo que está pensando mientras habla, como hace en los subtítulos de Annie Hall. Pero sus películas tratan de
la incompetencia. Como muchas personas se sienten incompetentes, resulta fácil
identificarse con él, pero no las ayuda en nada. El cine sólo ha proporcionado
modelos de unas pocas formas de éxito y nunca ha sabido muy bien cómo
enfrentarse con la satisfacción silenciosa, con la felicidad de la
satisfacción. ¿Cuántas películas recuerda que analicen un matrimonio feliz? En
el cine, al amor queda atrapado en el encuentro de los ojos más que en la
conversación y básicamente es una caza. El cine no ha sido capaz de superar la
afirmación de Dostoyevski de que la gente feliz no tiene historia. Por eso,
¿cómo se supone que las personas van a saber cómo hablar en una buena relación?
En el teatro, el diálogo suele ser refinado y
se eleva hasta su expresión más poderosa. Shakespeare demostró que podía crear
pasión y acción. Ibsen reveló cómo se puede transformar a las personas a través
de sus diálogos. Uno de sus personajes dice: “He sufrido un cambio y ese cambio
se ha producido a través de ti, sólo a través de ti”. Esta es una justificación
muy poderosa de la conversación. Pero desde entonces la dramaturgia ha estado
más obsesionada con las dificultades de comunicación. Beckett mostraba a
personajes que querían hablar, pero que eran incapaces de decir nada.
Hemos llegado al final de una etapa de la
cultura. Ya no disponemos de una literatura o un arte que pueda ayudarnos a
inventar el tipo de conversación que necesitamos si queremos superar la
reiteración de nuestra impotencia y confusión. Las descripciones de la
desesperación, la incoherencia y la violencia nos vuelven aún más impotentes.
Durante casi un siglo, se nos ha educado para creer en las virtudes de la
introspección. Pero seguir planteando la vieja pregunta de “¿quién soy?” no
puede ayudarnos a avanzar. Por muy fascinante que se considere uno mismo,
existe un límite para lo que uno puede saber de sí mismo. Las otras personas
son infinitamente más interesantes y tienen infinitas más cosas que decir.
Especialmente ahora en que la gran aspiración
de la generación actual es otorgar a los dos sexos los mismos derechos y el
mismo respeto. La conversación es el mejor medio para crear las condiciones
para esto: mejor que las leyes, porque las leyes no pueden cambiar las
mentalidades y la conversación sí puede. No puede existir una conversación
satisfactoria sin respeto mutuo. El respeto revela la dignidad de los demás.
Empecemos por la vida privada y otras formas de igualdad se acabarán
extendiendo por la vida pública.
Por eso necesitamos modelos de cómo la
conversación desarrolla la igualdad, modelos creados por un esfuerzo conjunto
de hombres y mujeres. Sabemos muchísimo sobre cómo pueden ir mal las
relaciones. Resulta mucho más duro demostrar cómo pueden ir bien, sin
arrogancia o ingenuidad ni el temor a que una vez analizado el amor, éste
pierda su magia. Necesitamos un tipo nuevo de novelas y películas que creen la
visión de cómo las personas pueden vivir juntas como iguales, con humor. Todas
las civilizaciones anteriores han tenido modelos de vida virtuosa. Pero para
nosotros no tienen sentido porque parecen sorprendentemente aburridas. No
obstante, existe un número creciente de personas que, en privado, están
haciendo algo verdaderamente interesante y excitante al intentar darse valor
entre ellas. Están haciendo algo nuevo, porque esta es la primera vez en la
historia en que hombres y mujeres han recibido una educación similar y realizan
los mismos trabajos. No hay nada más difícil que conseguir la confianza sin
arrogancia. Esta es la base de todos los logros que valen la pena. Necesitamos
un arte que muestre cómo crece el coraje.»
*La película es Río Bravo, de Howard Hughes (1959). [N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español de Plataforma
Editorial, 2014, en traducción de Francisco García Lorenzana, pp. 35-48. ISBN:
978-84-15880-83-7.]
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