La libertad
«Imagínese que se encuentra en un cruce de caminos y le piden que elija entre girar a la derecha y girar a la izquierda sin poder volver sobre sus pasos y sin saber nada sobre el destino final. Está usted en el país de ninguna parte. No conoce los lugares y no hay ningún cartel de señalización que le permita orientarse. Tiene exactamente las mismas razones, buenas o malas, para girar a la derecha que para girar a la izquierda. Su elección sólo depende de usted y de ese algo considerado generalmente como adquirido: su libertad, es decir, esa sensación irreprimible de poder actuar a su antojo, al menos en determinadas circunstancias.
Aparentemente, las tres formas de describir la
situación son las siguientes:
i) una razón insospechada lo lleva a elegir,
ii) aparte de usted mismo, no hay ninguna
razón conocida o desconocida que guíe su elección
iii) una razón de la que va poco a poco
tomando conciencia le permite hacer su elección
La opción (i) describe la ilusión de la que
usted es víctima cuando hace una elección aparentemente libre. En este caso, la
libertad no es otra cosa que el nombre dado a su desconocimiento de las cosas
que lo llevan a actuar de una determinada manera. Usted podría tener un
discurso justificado sobre sus actos sin que ese discurso correspondiera en la
práctica con una explicación de tales actos. Por ejemplo, usted va a girar a la
derecha (o a la izquierda) porque tiene el presentimiento o la intuición de que
la carretera que hay que seguir es la de la derecha (o la de la izquierda), sin
darse cuenta de que la “buena” explicación se sitúa en un nivel inaccesible. Su
cerebro podría haber sido sometido a una operación sin usted saberlo y estar
ahora programado para incitarle a girar a la derecha (o a la izquierda). Esta
primera opción no es muy alentadora. Parece hacer del hombre una marioneta, ni
más ni menos.
La opción (ii) describe lo que podemos
denominar como el vértigo de la libertad, es decir, la creencia de que algunas
de sus elecciones no vienen determinadas por nada salvo por usted mismo, el
árbitro libre, el último y por tanto único responsable auténtico de la
decisión. En última instancia, siempre es usted el que mueve los hilos y la
hipótesis de la marioneta cae aparentemente por su propio peso. Es posible que
elija girar a la derecha, pero es igualmente posible que, en las mismas
condiciones, elija girar a la izquierda.
Así es como solemos ver las cosas. Me he ido a
pasear por los Jardines de Luxemburgo silbando la melodía de El puente sobre el río Kwai, pero podría
haber elegido ir al Jardín de las Tullerías silbando el Réquiem de Mozart. Ésta es una creencia muy extendida. No obstante,
resulta muy difícil de entender o de aceptar. No se trata de negar esa
impresión psicológica aparentemente irresistible. Es verdad que tenemos la
sensación de que podríamos haber actuado de otra manera. Se trata más bien de
subrayar que no parece que esa sensación se corresponda fácilmente con una
posibilidad real. Y es que, a fin de cuentas, cuando considero que también
habría podido hacer x a pesar de
haber hecho y, estoy considerando
exactamente el mismo estado del mundo, yo incluido, el mismo día a la misma
hora, con el mismo decorado urbano, los mismos transeúntes, las mismas posturas
corporales, las mismas tramas neurofisiológicas de mi cerebro.
Si es usted dualista y considera que la
libertad no tiene nada que ver con las tramas neurofisiológicas de los
cerebros, seguro que cree tener el problema resuelto. Desde esta óptica, el
auténtico usted es algo así como un minipiloto instalado en el corazón de su
cerebro (un “homúnculo”, como dicen los filósofos) que dirige su cuerpo como un
capitán en su nave, el único que manda a bordo. Así, usted sería libre en sus
pensamientos y en sus elecciones. Pero en realidad ésta no es sino una ilusión
suplementaria que viene a agravar todavía más el problema. No solamente todo lo
que hemos visto hasta ahora se aplicará exactamente igual a ese minipiloto,
sino que se encontrará usted con dos nuevos enigmas por resolver: 1) Ese
minipiloto también tiene, instalado en su seno, un minipiloto que lo dirige, y
así sucesivamente en una regresión infinita (si no fuera así, la hipótesis del
minipiloto se refutaría a sí misma). 2) Ese minipiloto, para ser admitido,
deberá interactuar con el cerebro y con el resto del cuerpo y por tanto tendrá
usted que dar cuenta de manera creíble, es decir, no fantasiosa, de dicha
interacción. Con el primer problema nos encontramos de nuevo ante la hipótesis
del hombre-marioneta de la opción (i). Con el segundo, añadimos un nuevo
misterio a algo que constituye ya de por sí un enigma. Lejos de resolver el
problema de la libertad, el dualismo no hace sino oscurecerlo y complicarlo aún
más.
La opción (iii) tiene en cuenta las razones
que permiten elegir. En este caso, la libertad es el nombre dado a su actitud
frente a un criterio de elección, criterio que usted puede tanto aceptar como
rechazar. En la situación planteada, no hay ningún criterio aparente, pero nada
nos impide reconsiderar la historia. Por ejemplo, un genio hasta entonces
inadvertido podría aconsejarle que girara a la derecha (o a la izquierda). Un
cartel de señalización podría indicar “Paraíso”, “Placeres” o “Felicidad
asegurada” en la carretera de la derecha e “Infierno”, “Suplicios” y “Desgracia
garantizada” en la carretera de la izquierda. En tales condiciones, usted no
hará nunca otra cosa sino posicionarse en relación con un consejo o una
indicación, sea cual sea el poder de persuasión de ese consejo o esa indicación
(el genio puede ser más o menos convincente, los carteles han podido ser
colocados al revés para desorientarlo). Tanto si está usted dispuesto a seguir
ese consejo o esas indicaciones como si no, está claro que se enfrenta a una
libertad de elección.
Tal vez considere que esa elección no está
suficientemente apuntalada como para poder tomar su decisión. Para usted, la
libertad es la posibilidad de elegir girar a la derecha (o a la izquierda) y la
libertad es también la posibilidad de girar a la derecha (o a la izquierda)
aunque tenga buenas razones para girar a la izquierda (o a la derecha).
Imaginemos que se dan esas buenas razones. Usted ya no está en el país de
ninguna parte, sino en su propio territorio. Sale de su domicilio para comprar
un paquete de café: sabe que la única tienda abierta a esa hora se encuentra a
la derecha según sale. En ese caso, está claro que usted tiene buenas razones
para ir a la derecha y también la libertad de ir tanto a la derecha como a la
izquierda. Ahora bien, la pregunta es: ¿qué le hará en definitiva elegir entre
girar a la derecha o girar a la izquierda? Si usted sostiene que existe una
razón (aparte de la libertad), ¿dónde está la diferencia entre un
comportamiento humano y la trayectoria de una bola de billar? Si sostiene que
la única razón auténtica es el ejercicio en cada momento de su libertad, ¿dónde
está la diferencia con un sistema aleatorio? Dicho de otro modo, ¿de qué modo
conduce esta nueva situación a conclusiones distintas de las que habíamos
contemplado hasta ahora?
La opción (i) rechaza la libertad. Las
opciones (ii) y (iii) reivindican la libertad, pero no resisten el análisis.
Pero pese a todo, no somos una piedra que rueda por la pendiente de una colina
o una hoja de árbol que va dando vueltas llevada por el viento. Somos criaturas
conscientes y actuantes, aparentemente dotadas de libre albedrío. La libertad
es algo que creemos experimentar cada día. Elegir entre darse una ducha o un
baño, ponerse una camisa azul o una camisa blanca, tomarse un té o un café,
etc. hay multitud de cosas que a cada instante de nuestra vida consciente
parecen derivar de decisiones libres de toda restricción.
Para ilustrar cómo suceden las cosas, vamos a
imaginar que disponemos de tres cursores, cada uno de los cuales es regulable
en intensidad e independiente de los otros dos, de modo que podemos modificar
constantemente la regulación a nuestro antojo: el cursor del deseo y el placer
(P), el cursor del cálculo y la razón (R), el cursor del deber y las
obligaciones (O). La hipótesis de los cursores está justificada en la medida en
que éstos parecen traducir adecuadamente las tres inclinaciones específicas de
nuestro comportamiento. Están las cosas que deseamos hacer, las cosas que
podemos hacer y las cosas que debemos hacer. Si, por ejemplo, lo invitan a
usted a comer, no habrá tensión interior siempre que los cursores están
orientados en el mismo sentido, ya sea la orientación hacia el verde (le
apetece, tiene tiempo, considera que es un gesto de amabilidad aceptar esa
invitación) o hacia el rojo (no le apetece, no tiene tiempo, no tiene ninguna
obligación para con la persona que lo ha invitado). En cambio, las cosas se
complican si los cursores están orientados en sentidos diferentes (le apetece
mucho, pero no tiene tiempo, o no le apetece nada pero se siente obligado,
etc.)
Obsérvese que este esquema resulta muy
ilustrativo para explicar nuestros comportamientos y poner en claro nuestras
dudas frente a las elecciones. Además resulta fácil entrever en él que se
pueden esbozar determinados perfiles psicológicos en función de las
regulaciones preferentes de los cursores. Teniendo en cuenta la jerarquía de
las tres instancias, nos encontramos con seis perfiles típicos: PRO, POR, RPO,
ROP, OPR, ORP. Las personas PRO o POR anteponen sus deseos y sus placeres y
suelen decir “Quiero” o “Me apetece”. Las personas RPO o ROP anteponen las
condiciones de factibilidad y suelen decir “Puedo”, “Es posible”. Las personas
OPR u ORP anteponen sus deberes y obligaciones y suelen decir “Hay que” o
“Tengo que”.
Así las cosas, ¿de qué manera resuelve este
sistema de tres cursores el problema de la libertad? La respuesta es muy
sencilla: de ninguna manera.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Gredos, 2008, en traducción de Ana Escartín Arilla, pp. 85-89. ISBN:
978-84-249-3586 -3.]
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