III.-El resto de la vida
El antiprofesor debuta de nuevo
«La orden del día era el wáter y yo miré a
todos pero nadie me miró a mí, por culpa del presupuesto de la universidad. El
wáter ha desaparecido, resumió el secretario, por obra y gracia de los
provocadores, como siempre, y si bien es absolutamente imprescindible adquirir
uno nuevo, porque ya somos más de seiscientos en el Departamento de Español, lo
cual prueba una vez más el éxito de nuestra experiencia pedagógica, también es
imprescindible que el asunto se discuta lo más democrática y extensamente
posible, a pesar del calor y la opinión que sobre el calor y la brevedad tiene
el presidente de sesión.
-¿Por qué? –me atreví a preguntar, en un
desesperado intento de debut.
Se me miró la corbata, se me explicó que había
que pedir la palabra antes de que se la dieran a uno, y se me pasaron películas
documentales sobre el problema del wáter. Resulta que el wáter robado era un
wáter de asiento y precisamente por eso era tan fácil robárselo. La solución al
problema sería, por consiguiente, adquirir un wáter de hueco en el suelo,
también llamado turco, en vista de que es imposible robarse un hueco…
-Yo conocí un tipo que se robó un hueco y se
cayó en él –interrumpió un profesor que andaba con una impresionante depresión
nerviosa y no pudo contenerse, por culpa de la penuria.
Se optó por una risa breve, debido al estado
tan importante del profesor, y porque todos pensamos nuevamente en el
presupuesto de la universidad, llamado también gestión de la penuria, como el
wáter turco. Bueno, el wáter turco, señor Romaña, se me continuó explicando,
tiene la gran ventaja de venir naturalmente equipado de un sistema antirrobo,
pero tiene la enorme desventaja, a su vez, de ser doblemente machista e
incómodo para las mujeres, pues éstas se sientan dos veces y nosotros los
hombres sólo una, señor Romaña. Cartesianamente, pensé, el argumento podía
desentornillarse con la misma facilidad que un wáter de asiento, pues todos
hacemos mucho más pipí que cacá, pero preferí no insistir por mi terror al
machismo y porque de todas maneras las mujeres terminan sentándose más, en
vista de que se sientan siempre.
Un profesor de lingüística levantó la mano y
explicó que lo hacía para pedir la palabra, pero otro profesor le dijo que ésa
era una hábil maniobra sindical para
ganar la palabra y que lo correcto en su sindicato, y en todos, desde que el
sindicalismo existe, era pedir la palabra sin explicación previa alguna. Un
tercer profesor, no sindicalizado, le dijo al segundo que ya estaba harto de
sus clases de sindicalismo, y el presidente de sesión no tuvo más remedio que
intervenir sin pedir la palabra, aunque
se excusó por ello y levantó brevemente la mano, dándonos un ejemplo de
brevedad, mientras continuaba explicándonos que no había que dejar que la
calefacción influyera tan rápido en nuestros ánimos caldeados, en vista de que
en todas las demás salas de la universidad hacía el mismo calor y las había
peores aún porque no tenían vidrios rotos y las ventanas se habían ido
bloqueando como la llave de la calefacción central, también por culpa del
presupuesto. Pero, en fin, agregó, hoy nos hemos reunido por lo del wáter y les
ruego permanecer sentados hasta que se solucione el problema y por más breve
que resulte la sesión, en vista de que el problema, señor Romaña, debo explicarle, lo venimos discutiendo desde que
desapareció el último wáter, cosa que usted sin duda ignora por falta de
antigüedad y costumbre a la penuria, pero que todos hemos venido afrontando
desde que se robaron el primer wáter y se puso el segundo y se lo robaron
también. Entonces, señor Romaña, el señor Arnal, su colega de la izquierda,
sugirió un wáter turco, y su colega de enfrente, la señora Gaillard, levantó la
mano inmediatamente.
Inmediatamente levantó la mano la señora
Gaillard, y me hizo saber que, si bien ella creía fervientemente que un wáter
turco es un acto de machismo, creía también, y me lo hacía saber, que un voto
del Departamento en pleno, porque el wáter concernía asimismo a los alumnos y a
las secretarias, resultaba totalmente antidemocrático porque por cada
estudiante del sexo masculino había veinte del sexo femenino, que también es un
sexo y…
Pensé que habría que sumar el total de pipís y
cacás, por sentarse las mujeres siempre y los hombres la mitad, juntarlo luego
con la suma del sexo femenino, que era más, y del masculino, que era menos,
todo cartesianamente, y entregarle ese gran total a una computadora IBM, para
que nos resolviera democráticamente el problema. Pensé, digo, pero de ahí a
hablar había una gran distancia, en vista de que lo que puede costar el
alquiler de una IBM y de que, para mi satisfacción, empezaba a acostumbrarme a
la penuria más democrática del mundo, hay que reconocer.
El calor batió todos los récords cuando
alguien resolvió el problema, agregándole al wáter de asiento, que daba
satisfacción a todos, salvo en períodos de robo, una gran puerta blindada. La
que se armó, Dios mío, ese tipo sí que era de derecha, tan de derecha que su
intervención quedaría registrada en las actas como responsabilidad suya y nada
más que suya, porque no bien se enteren los alumnos nos van a acusar de emplear
métodos represivos.
-¿Por qué? –preguntó el responsable de su
intervención-. ¿Acaso no todos cerramos la puerta cuando pasamos al wáter en
casa, en los cafés, en el cine?
-Pero no en los urinarios públicos de París
–levantó la mano otro-; en los urinarios públicos no hay puertas y por ahí
podrían agarrarnos los alumnos y acusarnos de represivos.
-Podríamos tratar de obtener el apoyo de las
secretarias –levantó la mano un colega.
-Sólo hay una –levantó la mano otra.
-Falso: hay dos secretarias –levantó la mano
el presidente de sesión.
-Pero una está siempre con surmenage –levantó
la mano el secretario de sesión.
-Tengo hambre –levantó la mano el colega de mi
derecha.
-Moción aprobada por unanimidad –levantó la
mano el colega enfermo.
-¿Qué hacemos, entonces? –nos miró a todos el
secretario.
-¿Con el wáter o con el hambre? –levantó la
mano el colega Arnal.
-No –le respondió la colega Gaillard-. ¿Qué
hacemos con las secretarias?
-Ese problema ya está resuelto –le levantó la
mano el colega Arnal.
-¿Podría levantar la mano? –intervine,
realmente desesperado por dejar un buen
recuerdo de mi debut.
-¿Para qué, señor Romaña?
-Bueno… para saber cuál es el problema de las
secretarias.
Resulta que las pobres secretarias tenían que
recibir como a un millón de estudiantes al día, en vista del éxito que venía
alcanzando nuestra experiencia pedagógica, en vista de que Vincennes se creó,
debido precisamente a una concesión que el Gobierno hizo a las demandas
estudiantiles del 68, como un centro experimental realmente revolucionario que
hoy ya nadie soporta, como el calor, salvo nosotros, porque los tiempos
cambian, señor Romaña, pero volverán a cambiar… Bueno, entonces las
secretarias, que también sufren la gestión de la penuria, porque necesitamos
unas veinte secretarias más, se han estado enfermando constantemente y para
ello pidieron un diván que debía instalarse entre los escritorios de ambas, con
el fin de tumbarse a descansar un rato siquiera mientras atienden a los
estudiantes. Tuvimos que rechazar esta experiencia, a pesar de ser Vincennes un
centro experimental, porque francamente temimos que los estudiantes terminaran
tumbándose en el diván, dado lo marginados que los tienen la sociedad y la
necesidad en que se ven, muy a menudo, de desahogarse con cualquiera.
-Éste es un Departamento de Español y no de
Psicoanálisis –concluyó el colega de la puerta blindada, aprovechando de paso
para insistir en lo de la puerta.
Pero su moción estuvo a punto de ser
rechazada, ya que alguien descubrió sin IBM que no teníamos presupuesto para
comprar más de seiscientas llaves y distribuirlas entre alumnos, profesores y
secretarias.
-Cómo que no –volvió a intervenir el de la
puerta-. Basta con hacer una colecta como hacemos siempre en estos casos.
-Para eso hemos discutido tanto –alzó la mano
el colega Arnal, como decepcionado al ver que la reunión estaba a punto de
terminar tan rápido. Pero lo ayudaron desde el otro lado de la sala,
proponiendo que se votara a favor o en contra de la colecta.
-Pero antes hay que votar para saber si el
voto será secreto o simplemente a mano alzada –levantó la mano el colega Arnal.
Se votó por la mano alzada en favor de una
votación en favor o en contra de la colecta, y ahora sólo faltaba saber si la
votación en sí, o sea la de la colecta para el wáter con asiento, puerta
blindada y más de seiscientas llaves, debía ser levantando la mano o con un
trocito de papel blindado. Hubo unanimidad por el trocito de papel, y ahora
sólo faltaba que la secretaria que no estaba enferma llamara a las fábricas de
puertas blindadas y nos consiguiera el presupuesto más barato. Sólo entonces
sabríamos cuánto tenía que chancar cada profesor, en vista de que a los alumnos
no se les podía exigir un sacrificio tan grande por temor a una huelga. Levanté
la mano como loco, al oír la palabra alumnos, y se me concedió la palabra y el
debut más feliz que he tenido en mi vida.
-Pienso –dije, mirando el techo para que se
notara-, pienso que distribuir unas seiscientas llaves entre los alumnos es
correr el riesgo de que no sólo se roben el wáter sino además la puerta.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Anagrama, 2001, pp. 224-229. ISBN: 84-339-6699-5.]
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