III.-La modernidad
“reflexiva”
Capítulo 6: Teoría de la
sociedad del riesgo
Más allá de la
seguridad: diferencia de época. Entre la sociedad industrial y la sociedad del
riesgo
«En esta sección se mantiene que la sociedad
del riesgo se origina allí donde los
sistemas de normas sociales fracasan en relación a la seguridad prometida ante
los peligros desatados por la toma de decisiones.
De esta forma se dice indirectamente que las
inseguridades y amenazas (hasta las catástrofes que incluyen las visiones sobre
el ocaso del mundo) no son un problema específicamente moderno, sino
constatable en todas las culturas y épocas. La “modernidad” posee diferentes
rasgos específicos: por un lado, por ejemplo, los peligros ecológicos, químicos
o genéticos son producidos por decisiones.
Dicho de otro modo, no pueden ser atribuidos a incontrolables fuerzas
naturales, dioses o demonios. El terremoto de Lisboa en el año 1755 estremeció
al mundo. En este caso, ante el tribunal de la humanidad no se convocó a los
racionalistas, industriales, ingenieros o políticos como tras la catástrofe del
reactor atómico de Chernobil, sino a Dios (en la modernidad del riesgo a los
hombres no se les concede la gracia divina). Por lo mismo, el hecho de que las
decisiones –precisamente decisiones que generan ante los ojos beneficios
técnicos y económicos y no, por ejemplo, guerras y conflagraciones-
desencadenen peligros duraderos (actuales o potenciales) en el mundo, tiene
(independientemente de las grandes dimensiones del peligro o del riesgo
diseñados por el estado) un destacable significado político: las garantías de
la protección, que deben renovarse y corroborarse por la Administración y el
sistema jurídico, son públicamente refutadas. Las legitimaciones se
resquebrajan. El banquillo de los acusados amenaza a quienes toman las
decisiones. Por lo cual esta cabeza de Jano atemoriza a una clase política
siempre en el filo de la crítica. La misma clase política vela por el
bienestar, por el derecho y por el orden pero, a su vez, incurre, bajo todo
tipo de acusación social, en la implantación de peligros en el mundo y en la
minimización de su importancia, peligros que amenazan en grado límite a la
vida.
En segundo lugar, la novedad radica en que los
sistemas normativos establecidos no cumplen sus exigencias. Esto queda al
margen de las discusiones (públicas) técnicas dominantes, aparentemente
“objetivas” que, a través de las estadísticas y de la escenificación de
accidentes, documentan sólo las amenazas de determinados sistemas tecnológicos
y de las prácticas diarias (por ejemplo, fumar o vivir cerca de una central
nuclear). Desde una perspectiva teórico-social y político-social, en cambio, es
esencial la siguiente pregunta: ¿cómo se relacionan los peligros dependientes
de la decisión y disfrazados de promesas de utilidad con las normas que deben
garantizar su control y controlabilidad?
Se puede hablar de “fallos”, en tercer lugar,
cuando la demanda de control no es cuestionada de manera aislada sino masivamente,
cuando no sólo el control sino también la controlabilidad debe ser puesta en
cuestión con buenas y poderosas razones. Supuesto, entonces, un conjunto de
hechos amenazadores para la sociedad procedentes del ámbito político, debe ser
rebatida de manera reincidente la demanda de control y racionalidad que desde
el citado ámbito se reclama. Este es el a
priori histórico de la sociedad del riesgo, a priori que le diferencia de
otras épocas precedentes en el tiempo. Estas, o no se encuentran en disposición
de dominar la posibilidad de autodestrucción y autoamenaza dependientes de la
decisión, o no tienen la pretensión de dominar la incertidumbre que disponen
sobre el mundo.
El carácter político de este argumento permite
poner en claro que allí donde las iniciativas civiles son paralizadas, allí
donde una sociedad en su conjunto o una época reprime y disimula los peligros
que la acechan, el provocador político se hace cargo de la probabilidad de
accidentes y catástrofes. Las empresas industriales y los institutos de
investigación, el mundo en sí mismo, debe abrir los ojos ante los peligros
producidos –a la par que beneficios-, dada la necesidad de reducir las amenazas
con las que tales empresas e institutos actúan. Pero de esta manera se
convierten para sí mismos en sus más persistentes y tenaces enemigos. Las
catástrofes, incluso la sospecha de su consumación, no dejan lugar alguno para
afirmaciones solemnes, legitimaciones elaboradas de manera concienzuda y
promesas de control, como recientemente ha puesto de relieve ante los ojos de
la opinión pública la empresa Hoechst y sus producciones portadoras de elevadas
cotas de peligro para las inmediaciones de la ciudad de Frankfurt.
Esta panorámica teórica de normas e
instituciones, en cuarto lugar, deja a un lado el tema de la diferente
percepción cultural (estimación y valoración) de consecuencias y peligros. Tal
vez los hombres no están en condiciones de mirar con atención aquellos peligros
amenazantes para la vida que directamente en nada pueden cambiar. Tal vez han
tenido lugar estados o épocas en las que los individuos que se manifestaban
contra una situación social amenazadora eran castigados con la cárcel. Tal vez
hay quienes se sienten amenazados por la existencia de sustancias tóxicas en
los alimentos y quienes, por el contrario, se sienten amenazados por aquellos
que denuncian públicamente semejante dislate. Tal vez se inicie una competición
por reprimir los riesgos de muy diversa magnitud, dirección y alcance, de modo
que el intento de organizarlos en una lista de prioridades pase por ser algo de
difícil realización.
Todo esto es real en parte. Pero nada cambia,
más bien, es la consecuencia de la estrella fija bajo la que se encuentra la
época del riesgo: en ésta el sistema normativo de la racionalidad con su
autoridad y su poder de imposición erosiona sus propios fundamentos. A esto
refiere la “modernización reflexiva” en el sentido de reflexividad empírico-analítica. Tiene
lugar cuando nadie quiere verlo y cuando (casi) todos lo desmienten. El amenazante
peligro –precisamente: la contradicción entre promesas de racionalidad y
control y sus actuales y principales efectos nocivos- revitaliza de nuevo el
reclamo de la ciudadanía (al menos en países y estados que garantizan la
libertad de prensa y opinión) contra las coaliciones y burocracias de represión
institucionalizadas.
Sin embargo, esta cuestión política surge
precisamente cuando se hace acaso omiso de la infinita variedad, contraste e
indeterminabilidad de la percepción
del riesgo y cuando (sociológicamente) el asunto de los sistemas normativos,
que deben garantizar la controlabilidad de los efectos colaterales, ocupa un
lugar central.
¿Existe un criterio que pueda dar cuenta de la
nota diferencial de nuestra época? La sociedad del riesgo emerge, en quinto
lugar, en el momento en que los peligros decididos y producidos socialmente
sobrepasan los límites de la seguridad: el indicador de la sociedad del riesgo
es la falta de un seguro privado de
protección; de protección ante
proyectos industriales y tecno-científicos. Es un criterio que no tiene que
incorporar el sociólogo o el artista a la sociedad desde fuera. La sociedad
misma lo produce y determina su propio desarrollo: más allá del límite de protección se da un desplazamiento no
pretendido de la sociedad industrial a la sociedad del riesgo en virtud de los
peligros producidos de forma sistemática. Subyace a este criterio la
racionalidad paradigmática de esta sociedad: la racionalidad económica. Las
compañías de seguros privados imponen la barrera a partir de la cual arranca la
sociedad del riesgo. Estas compañías, orientadas por la lógica de la acción
económica, contradicen las tesis sobre la seguridad que lanzan los ingenieros
técnicos y las empresas que trabajan en la industria del riesgo. Tales
compañías afirman: el riesgo técnico puede tender a nulo en caso de “low
probability but high consequences risks”, el riesgo económico simultáneamente
puede ser inmenso. Un simple ejercicio de reflexión explícita al alcance del
salvajismo generalizado: quien hoy reclama un seguro de protección –como lo
hacen los conductores de autos-, para que de alguna forma se ponga
legítimamente en marcha la gran maquinaria de producción altamente
industrializada y portadora de peligros, anuncia el fin para grandes ámbitos de
las llamadas industrias del futuro y grandes organizaciones de investigación,
que operan sin seguro de protección alguno.
A los peligros que no se pueden asegurar se
añaden en la época más reciente los peligros que se pueden asegurar pero que no
son calculables, los cuales conducen a la ruina a un número considerable de
compañías de seguros. Por ejemplo, el mundo internacional de seguros
experimenta las consecuencias desoladoras del efecto invernadero. Este favorece
los ciclones que, como en el estado de Florida en 1992, causaron desperfectos
por valor de 20 millones de dólares. Nueve compañías de seguros quebraron a
causa de estos ciclones en Florida y en Hawai, según Greenpeace. La
consecuencia es que estas compañías no aseguran riesgos. Tal es así que un
número considerable de propietarios de casas no encuentran en determinados
lugares de Estados Unidos ningún seguro de protección que se haga cargo de
ellos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Anthropos, 1996, en compilación
de Josetxo Beriain y traducción de Celso Sánchez Capdequí, pp. 206-211. ISBN:
84-7658-466-0.]
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