miércoles, 26 de diciembre de 2018

Los puentes de Madison County.- Robert James Waller (1939-2017)


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Robert Kincaid

«Hasta su madre notaba que en él había algo diferente. Robert no habló hasta los tres años y luego empezó a hacerlo con oraciones completas; a los cinco años sabía leer. En la escuela era un estudiante indiferente que frustraba a sus profesores. Miraban sus coeficientes de inteligencia y le hablaban de lograr cosas, de hacer lo que era capaz de hacer; le decían que podía llegar a ser lo que quisiese. Uno de sus profesores de la secundaria escribió lo siguiente en una evaluación: "Robert piensa que las pruebas de inteligencia son una forma muy deficiente de juzgar la capacidad de la gente porque no pueden explicar lo mágico, que tiene su propia importancia, no sólo en sí mismo sino como complemento de la lógica. Sugiero conversar con sus padres."
 La madre conversó con varios profesores. Cuando los profesores le hablaban de la conducta algo recalcitrante de Robert dadas sus posibilidades, decía: "Robert vive en un mundo propio, inventado por él. Sé que es mi hijo, pero a veces tengo la sensación de que no ha venido de mi marido y de mí, sino de otro lugar al que está intentando volver. Aprecio el interés que ustedes se toman y trataré una vez más de estimularlo a que trabaje más en la escuela."
 Pero él se contentaba con leer todos los libros de aventuras y viajes que encontraba en la biblioteca de la escuela, y el resto del tiempo andaba solo. Pasaba los días junto al río que corría por las afueras de la ciudad y pasaba por alto fiestas, partidos de fútbol y las cosas así, que lo aburrían. Pescaba, nadaba, caminaba y se acostaba sobre la hierba, escuchando voces lejanas y se imaginaba que era el único en oírlas. Hay brujos por aquí, se decía. Si uno calla y no se cierra, los oye, están ahí. Y le hubiera gustado tener un perro para compartir esos momentos.
 No había dinero para la universidad. Tampoco deseaba ir. Su padre trabajaba mucho y era bueno con su madre y con él, pero el trabajo en una fábrica de válvulas no dejaba mucho para otras cosas, ni para alimentar a un perro. Robert tenía dieciocho años cuando murió su padre, de manera que se alistó en el ejército para poder mantenerse a sí mismo y a su madre en la época más dura de la Gran Depresión. Estuvo en el ejército cuatro años, pero esos cuatro años cambiaron su vida.
 Debido al misterioso funcionamiento de la mente militar, le asignaron la tarea de ayudante de fotógrafo, aunque ni siquiera sabía poner un rollo en una cámara. Pero ese trabajo le reveló su vocación. Los detalles técnicos no le plantearon dificultades. En un mes, no sólo hacía el revelado para dos fotógrafos del equipo, sino que también le permitían realizar solo los proyectos sencillos.
 Uno de los fotógrafos, Jim Peterson, le tenía simpatía y dedicó horas extra a enseñarle las sutilezas fotográficas. Robert Kincaid tomó prestados libros de fotografías y de arte de la biblioteca de Fort Monmouth y los estudió. Desde el principio le gustaron particularmente los impresionistas franceses y el uso de la luz en Rembrandt.
 Con el tiempo, comenzó a darse cuenta de que era esa luz lo que fotografiaba, no los objetos. Los objetos eran meros vehículos para reflejar la luz. Si la luz era buena, siempre se podía encontrar algo que fotografiar. Entonces empezaban a venderse las cámaras de treinta y cinco milímetros; Robert compró una Leica usada en una tienda local. La llevó a Cape May, en New Jersey, y se pasó una semana de su permiso fotografiando la vida en la playa.
 Otra vez fue en autobús a Maine e hizo autostop por la costa. Desde Stonington, la lancha correo le llevó de madrugada hasta la isla de Au Haut, donde acampó. Luego, cruzó en ferry la bahía de Fundy hasta Nueva Escocia. Empezó a tomar notas sobre sus composiciones fotográficas y sobre los lugares que quería volver a visitar. Cuando salió del ejército, a los veintidós años, era bastante buen fotógrafo y encontró trabajo en Nueva York como ayudante de un conocido fotógrafo de modas.
 Las modelos eran hermosas; salió con unas cuantas y se enamoró un poco de una, hasta que ella se mudó a París y se separaron. Ella le dijo: "Robert, no estoy segura de quién eres o qué eres, pero, por favor, ven a verme a París." Él le dijo que iría, y lo dijo en serio, pero nunca fue. Años más tarde, cuando hacía un reportaje sobre las playas de Normandía, encontró el nombre de esa muchacha en la guía de teléfonos de París, la llamó y tomaron un café en un bar al aire libre. Ella estaba casada con un director de cine y tenía tres hijos.
 A Robert no le atraía demasiado la idea de la moda. La gente tiraba ropa perfectamente buena o la reformaba apresuradamente siguiendo las indicaciones de los dictadores de la moda europea. Le parecía muy estúpido y se sentía minusvalorado por tener que hacer fotografías de modas. "Uno es lo que produce", dijo al dejar ese trabajo.
 Su madre murió durante el segundo año que él estuvo en Nueva York. Volvió a Ohio, la enterró y luego un abogado le leyó el testamento. No había quedado mucho. Él no esperaba nada. Pero le sorprendió enterarse de que sus padres habían ahorrado algo después de pagar la hipoteca de la casita de Franklin Street donde habían pasado toda su vida de casados. Robert vendió la casa y compró equipo fotográfico de primera clase con el dinero. Mientras le pagaba la cámara al vendedor, pensó en los años que su padre había trabajado para ganar esos dólares y en la vida sencilla que habían llevado.
 Algunos de sus trabajos comenzaron a salir en revistas. Después, lo llamaron del National Geographic. Habían visto en un calendario una foto tomada por él en Cape May. Habló con ellos, le dieron un trabajo de poca importancia, que realizó de forma muy profesional y con eso se abrió camino.
 El ejército volvió a llamarlo en 1943. Fue con los marines a arrastrarse por las playas del Pacífico sur, con las cámaras colgadas de los hombros, tendido de espaldas, fotografiando a los hombres que salían de los vehículos anfibios. Vio el terror en sus rostros, lo sintió él mismo. Los vio partidos en dos por el fuego de las ametralladoras, los vio pedir ayuda a Dios y a sus madres. Lo captó todo, sobrevivió y nunca se sintió fascinado por la supuesta gloria y aventura del reportaje de guerra.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones B.S.A., 1995, en traducción de Alicia Steimberg. ISBN: 84-96142-10-8.]

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