viernes, 21 de diciembre de 2018

Chicos y asesinos.- Hermann Ungar (1893-1929)


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Historia de un asesinato

«Llego ahora al punto de mi relato en que me resulta difícil mantener la decisión de continuar. Me parece que lo que ahora tengo que decir, y no el acto por el que fui condenado, es lo más vergonzoso que ha habido en mi alma. Pero no puedo sino exponer los hechos sin adornos y agregar lo grande que es la vergüenza que han dejado en mi corazón.
 Desde muy niño y muy especialmente desde que volví de la academia militar, yo encontraba placer en martirizar a los animales. Habitualmente, mis víctimas eran gatos. Los perros, sólo si eran cachorros, todavía sin dientes. Los que ladraban me daban miedo y los demás me eran indiferentes. Desde luego, el cachorro que era todavía una bola, como un topo pequeño, en particular si todavía estaba ciego, me gustaba tanto como los gatos.
 Entre los gatos no tenía preferencias.
 Creo que en aquellos años, en nuestra ciudad, pocos gatos murieron de muerte natural. La mayoría fueron martirizados por mí. Utilizaba diversos métodos. El más sencillo era ahogarlos en una charca de las afueras de la ciudad. De la charca sacaba una tabla a la que estaba atado el cadáver de uno de los gatos muertos por mí y encima ataba el que aún vivía. Entonces sumergía la tabla de manera que el gato entrara en el agua por la parte inferior del cuerpo. Lo hacía muy despacio -a veces tardaba una hora en ahogarlo-. Otro sistema consistía en clavar por la cola a dos gatos en una tabla y colgar ésta de un gancho de la pared de manera que los gatos quedaran suspendidos en el vacío. Como no tenían dónde agarrarse, se balanceaban dándose zarpazos hasta destrozarse mutuamente. Otro método era atar a la víctima a una especie de potro fabricado por mí y estirarlo hasta que muriese.
 Podría llenar páginas con descripciones de éstas, pero pienso que ya es bastante. Me gustaría que se entendiera que lo hacía movido no por la crueldad sino por la amargura y la soledad. Hasta que llegué a la cárcel, mi corazón no consiguió librarse de la tristeza y la soledad y encontrar el camino de la serenidad, la dulzura y la paz; siempre estuve preparado para estos sentimientos, pero influencias externas lo hicieron extraviarse por las sendas de la amargura.
 Esta conducta con los animales fue causa del encuentro con el forastero, del que después tanto se hablaría. La cosa sucedió así: cuando yo perseguía a un gato, solía observarlo durante mucho tiempo, como el cazador a la presa. Por aquel entonces perseguía a un gato atigrado de gris y negro, cuya cara, por el incidente a que dio lugar y también porque fue mi última víctima, se me grabó en la memoria con especial nitidez. Las caras de los gatos no se parecen entre sí. Menos todavía que las caras de las personas. La de aquel gato daba impresión de bondad, como la de algunas personas gruesas. No se rían si hablo de los animales como si fueran personas, porque, al igual que las personas, sus caras expresan dolor, alegría, furor y angustia, sólo que son muy pocas las personas que saben leer en la cara de los animales. En los rasgos de mis víctimas he visto odio contra mí, resignación y, a veces, una chispa de esperanza en sus ojos. En la cara de aquel gato había bondad y cuando estaba tendido en el suelo a mis pies, herido, en su cara no había ira ni odio sino una mueca dolorida de llanto.
 Había observado que aquel gato todas las noches cruzaba el tejado de la casa contigua a la fonda. Yo conocía exactamente su trayectoria, que pasaba por el centro del tejado, a un metro de la claraboya. Subí al tejado y tendí un lazo en el camino del gato. Até un extremo de la cuerda a una piedra y dejé colgar el otro extremo hasta la plaza. Bajé del tejado y me puse a esperar, sosteniendo el extremo de la cuerda. Esperé en vano durante varios días. En el silencio de la noche, oía los pasos del gato en el tejado, pero el animal no pisaba el lazo. Por fin, al cuarto día, sentí que la cuerda vibraba, le di un fuerte tirón y al momento volaba por los aires un bulto oscuro que cayó en los adoquines de la plaza. Me acerqué. El gato gemía suavemente. El nudo se le había cerrado en torno a los hombros. Observé a mi víctima un momento inclinándome sobre ella. Levanté al animal por la cuerda, lo hice girar en el aire varias veces y lo arrojé al suelo. Yo no sabía que alguien me observaba. Cuando estaba pisando la cola del gato al tiempo que tiraba de la cuerda para apretar el nudo, el forastero se acercó.
 Me miró fijamente. Quizá esperara que yo, avergonzado, echara a correr. Pero ni rehuí su mirada ni interrumpí lo que estaba haciendo. Entonces levantó la mano y me dio dos bofetadas, giró sobre sus talones y, sin decir palabra, se fue por donde había venido. A mi espalda sonó entonces una fuerte carcajada. Me volví y vi entrar en la taberna al jorobado, que había presenciado la escena.
 En aquel momento sólo atiné a aplastar la cabeza del gato con el tacón de la bota.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1991, en traducción de Ana María de la Fuente. ISBN: 84-322-0645-8.]

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