sábado, 8 de diciembre de 2018

Estimado Señor M..- Herman Koch (1953)


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¿Por qué escribe?
13

«Empieza la conferencia. Cuenta unos treinta oyentes, la mayoría mujeres, ninguna de las cuales tiene menos de cincuenta y siete años, calcula. Cuatro o cinco hombres como máximo. [...] Se oye hablar, como si quien responde fuese otra persona. Un portavoz o un agente de prensa. Empieza a leer. Desde la primera frase tiene la sensación de que el texto no es suyo, sino de otro escritor. [...] Tarda un poco en darse cuenta de que ha parado de leer. Se mira las manos, los dedos en la página de su libro. Estos dedos tal vez no vayan a congelarse en los años que le quedan, piensa, pero sí que desaparecerán. Mira las caras del público. A algunos tal vez les ronda ya alguna enfermedad, pero no lo sabrán hasta dentro de unas semanas. "Un par de meses de vida, señora... Medio año como mucho." Niega con la cabeza.
 -¿Puedo saber cuántos de ustedes ya han leído mi libro? -pregunta para ganar tiempo.
 Se levantan algunos dedos. "Estoy delante de una clase", piensa mientras mira los dedos levantados y las caras inexpresivas. Es un interrogatorio. Podría cambiar los papeles. En lugar de permitirles preguntarle por qué escribe, de qué hora a qué hora y si usa bolígrafo u ordenador, podría interrogar a los seis lectores de su última novela. "¿Por qué decidió el escritor que en el último capítulo los niños desenterraran en un campo una bomba que no había estallado?" "¿Qué papel desempeña exactamente el alemán 'bueno'?" "¿Qué es lo que hace que el judío que se esconde sea 'malo'?" "¡Justifica la respuesta!"
 -Yo habría querido leer su libro antes de la charla -dice una mujer de la segunda fila-, pero aquí en la biblioteca siempre está prestado. Estoy en lista de espera.
 Él la mira, aunque no del todo; mira su cara, excepto los ojos. Nunca ha entendido por qué iba alguien a querer coger libros prestados. Seguramente por razones económicas, claro, pero hay tantas cosas de las que tienes que abstenerte por falta de dinero... A él le parecen sucios, los libros prestados. Tanto como dormir en un hotel sin que hayan cambiado las sábanas, con los pelos y descamaciones del anterior huésped. Un libro con manchas de vino y un insecto aplastado de cuyas páginas caen granos de arena de las vacaciones en la playa del último lector.
 -¿Por qué no compra mi libro? -pregunta.
 Intenta sonreír, pero sólo lo consigue a medias. No puede ver su propia cara; si ha conseguido sonreír, sospecha que habrá sido un gesto tirando a desdeñoso.
 -¿Cómo dice?
 La mujer lo mira con ojos desconcertados. Oye que alguien ríe con disimulo; por lo demás, la salita queda en silencio.
 -¿Es usted pobre? ¿No puede permitirse un libro que no llega a veinte euros?
 Sigue mirándole la cara y después el pelo: ondulado y sin duda teñido, ese color es biológicamente imposible a su edad.
 -Eh... -empieza la mujer, pero él la interrumpe.
 -¿Cuánto le ha costado la peluquería esta mañana? Cuatro veces más que el precio de mi libro, diría yo. Y aun así, nunca escatimará en peluquería. Nunca irá por ahí con la cabeza llena de mechones grises desgreñados para ahorrar dinero para poder comprar mi libro.
 Ahora sí que se ha hecho un silencio absoluto, ya no se oye ninguna risita discreta.
 -Y otra cosa -continúa-. ¿Por qué siempre se habla de las copias ilegales de música y películas y nunca del préstamo de libros? Me parece fantástico que niños o jóvenes o personas sin ingresos puedan tomar libros prestados en una biblioteca por un importe simbólico. Si por mí fuera, hasta podrán cancelar ese importe simbólico y hacer que las bibliotecas fueran gratuitas del todo. Y soy muy consciente de lo que digo: quien de joven pueda leer todo lo que quiera sin pagar, tal vez seguirá leyendo libros más adelante. Es probable que cuando tengan ingresos propios quieran comprarse libros nuevos. Un flamante libro nuevo, a estrenar, que todavía huela a papel y tinta. Un libro con el que pueda hacer lo que quiera y guardarlo en la estantería cuando lo termine, en lugar de un ejemplar sucio de la biblioteca que huele a cualquier cosa menos a papel y tinta, y tiene una tapa dura y fea. Un libro que es como un inodoro público, en el que no sabes quién se ha sentado antes que tú.
 Sonríe; pasa la mirada de la mujer del cabello ondulado hacia el público; se siente bien, más ligero que esta mañana cuando se ha levantado y ha salido de casa.
 -Les contaré una anécdota. Siempre me han gustado los libros. Hace mucho tiempo, cuando no tenía dinero, me paseaba por la librería de mi ciudad. Los hojeaba, leía los textos de la contraportada, a veces miraba la fotografía del autor, aunque la verdad es que en mi época era raro encontrar libros con un retrato del escritor. Así que hojeaba libros que no podía comprarme y, sí, olía las páginas. A veces charlaba con el librero. Poco a poco me había convertido en un personaje habitual de su tienda, un joven a quien le gustaban los libros pero que nunca compraba nada. Un día hojeé un libro más rato de la cuenta, leí las primeras páginas y me lo metí debajo de la chaqueta. Aquella misma tarde, en casa, me lo leí entero. Y a la mañana siguiente regresé a la librería a por más libros gratis. Era demasiado fácil, no tenía emoción. [...] Bueno, no voy a enrollarme; el caso es que robé un libro después de otro, no sé cuántos en total, pero más de cien, diría yo. Un día acababa de meterme un libro debajo del jersey cuando apareció el librero. "Es el fin -pensé-. Me ha visto. Me ha pillado." Pero en realidad lo único que podía pasarme era que la policía me arrestase por ese libro robado. [...]  Pero el librero no me había pillado. Traía un libro. Me dijo: "Veo que te gusta la literatura, joven. Tu manera de coger y hojear los libros, la forma en que hablas de ellos, es algo que sólo hacen los que aman de verdad los libros. Pero supongo que todavía no tienes suficiente dinero para comprar todo lo que querrías y por eso quería darte esto." Alzó el libro que llevaba. Le miré la cara, los ojos amables y sentí el otro libro bajo el jersey. "No puedo aceptarlo", dije, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Vi la expresión consternada del librero. Murmuré algo entre dientes y salí disparado a la calle. Después de aquel día no volví a robar libros. Nunca más.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2016, en traducción de Maria Rosich. ISBN: 978-84-9838-725-4.]
 

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