La sonrisa permanente
La trampa del sacrificio
«Leitmotiv (y motivo de sufrimiento): "Mi destino es sacrificarme por la felicidad del otro".
Hace algunos años, varios psicólogos estudiaron por qué algunas personas son víctimas de delitos con más frecuencia que otras. Resulta difícil examinar objetivamente la contribución de una víctima al delito que se ha cometido contra ella. Se argumentaba que hay quien convierte a los dañados en cómplices de su propio daño. Y una complicidad de la víctima era difícilmente aceptable. La culpa sólo podía recaer en los autores. La discusión pasaba de largo ante el verdadero objeto de la investigación: las mujeres creían que ya no podían llevar minifalda o que se tenían que pintar menos. El estudio se limitaba a una parte insignificante de la auténtica investigación sobre la víctima (victimología). En esencia, estas investigaciones demostraron que tales factores externos eran atípicos entre las víctimas "múltiples". Más bien ocurría todo lo contrario. Eran personas poco vistosas, tímidas y apocadas las que eran víctimas -aparentemente por casualidad- una y otra vez del robo del bolso o la cartera; y las mujeres que habían sido dos o incluso tres veces víctimas de una violación tenían las mismas características.
Como víctima de la violencia o de la criminalidad, no es fácil aceptar que uno mismo esté, en cierto modo, envuelto en el suceso. Y por desgracia, también ocurre con frecuencia que las personas con tendencia a ofrecerse involuntariamente como víctimas, reaccionen sintiéndose culpables, intimidadas y desvalidas cuando se les hace ver esa particularidad. En una frase se podría decir: las personas suelen ser más a menudo víctimas de la violencia cuando su aspecto o su mímica desprenden algo asustadizo o indefenso y cuando además esperan que les pase algo parecido.
Helen, una empleada de comercio del personal de oficina, de 34 años, decía lo siguiente: "Yo sé que a mí estas cosas me pasan: soy sospechosa de haber estropeado una máquina muy cara para imprimir direcciones por un error de manejo; o bien me hacen responsable de los rumores de la vecindad, pese a que procuro mantenerme lo más alejada posible. Y mi marido asegura que yo tengo la culpa de nuestras crisis matrimoniales. Lo que más me preocupa es que en parte tengo la sensación de que puede haber algo de cierto en lo que dicen los demás".
Otras mujeres se achacan la culpa por los fracasos de los hijos, o por el escaso interés sexual de su pareja o por la pérdida del puesto de trabajo. De un modo u otro, siempre se sienten culpables. Helen me contaba entre sollozos lo que sufría y cómo se las arreglaba para acabar siempre autoinculpándose. Rara vez hallaba el modo de invalidar las falsas acusaciones. En la empresa creía que verdaderamente había cometido algún error en el manejo de la máquina rotuladora, cuando en realidad no había ninguna razón objetiva que lo confirmara. Tras una discusión familiar, le venían a la cabeza las ideas críticas que ella albergaba con respecto a un tío suyo. Buscaba expresamente argumentos que pudieran hablar en contra de ella. Siempre estaba proporcionando munición a sus adversarios. No puede sorprendernos, por tanto, que con motivo de un accidente de tráfico del que ella no era culpable, tuviera que ser un abogado el que expusiera su inocencia: ella, por su parte, se había enmarañado en una red de autoacusaciones. La escasa autoestima y los sentimientos constantes de culpabilidad atraen la desgracia de forma aparentemente mágica.
¿Sacrificarse por los demás?
Muchas veces las mujeres añaden a la facultad de convertirse en víctimas otro método de autodestrucción. Estas mujeres creen poder compensar su papel de víctima mediante una conducta absolutamente intachable. Hacen todo lo que pueden por sus familiares, por su marido, por su jefe y por sus compañeras de trabajo y, a cambio, no obtienen ninguna clase de agradecimiento. Por mucho que se sacrifiquen, los demás lo encuentran de lo más natural y tienen motivo para no echarse la culpa a sí mismos puesto que nadie le ha exigido a la sacrificada que se tome tantas molestias sin protestar lo más mínimo. Sólo ellas atienden a su tía enferma, y son las únicas que todas las tardes hacen horas extras. Son el miembro de la familia que lleva el coche a reparar, aunque los maridos o los hijos mayores estén en casa aburriéndose delante del televisor o matando el tiempo de cualquier modo.
A las sacrificadas no les resulta fácil afanarse tanto: a menudo caen enfermas. Padecen la carga que se han impuesto a sí mismas y, sin embargo, acarrean con ella sin quejarse. Sólo su mímica delata en ocasiones el esfuerzo que les cuesta desempeñar la tarea en cuestión. Si son atrapadas en uno de esos gestos, rápidamente esbozarán una sonrisa, por mucho que les cueste.
¿El propio sufrimiento como objetivo?
Da la impresión de que así lo ven estas mujeres. El dolor se convierte en garante de la felicidad y el bienestar del otro. Y para eso vive la sacrificada: para que al otro le vaya bien.
Nuestra imagen del papel de madre está llena de elementos similares: lo principal es que a la familia le vaya bien; lo principal es que los niños sean felices; lo principal es que no se nos pueda reprochar nada. Este ideario tiene muchos componentes masoquistas. Estas mujeres hacen un pacto con el diablo, pues esperan comprar la felicidad de su familia a cambio del propio sufrimiento. El objetivo, no obstante, sigue siendo poco preciso; el único patrón de conducta ostensible reza así: "Tengo que esforzarme, sacrificarme y renunciar". A veces creo que estas mujeres ya no saben por qué se sacrifican realmente: el sacrificio se convierte en fin absoluto. Se pone en marcha un ciclo vital cerrado en sí mismo. El sentido de la vida es sufrir. Muchas veces esta actitud ante la vida está vinculada a una resignación fatalista con el destino y con la voluntad de Dios.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1997, en traducción de María Dolores Ábalos. ISBN: 84-226-6462-3.]
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