lunes, 3 de diciembre de 2018

El criterio.- Jaime Balmes (1810-1848)


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Capítulo XVII: La enseñanza
I.-Dos objetos de la enseñanza. Diferentes clases de profesores 
 
«Distinguen comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el de invención. Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.
 La enseñanza tiene dos objetos: 1º.-Instruir a los alumnos en los elementos de la ciencia, 2º.-Desenvolver su talento para que, al salir de la escuela, puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.
 Podría parecer que estos dos objetos no son más que uno solo, sin embargo, no es así. Al primero alcanzan todos los profesores que poseen medianamente la ciencia; al segundo no llegan sino los de un mérito sobresaliente. Para lo primero, basta conocer el encadenamiento de algunos hechos y proposiciones, cuyo conjunto forma el cuerpo de la ciencia; para lo segundo, es preciso saber cómo se ha construido esa cadena que enlaza un extremo con otro. Para lo primero, bastan hombres que conozcan los libros; para lo segundo, son necesarios hombres que conozcan las cosas.
 Más diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a propósito para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo; pues que éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la sencillez de las primeras nociones y así dañará a la percepción de los alumnos poco capaces.
 La clara explicación de los términos, la exposición llana de los principios en que se funda la ciencia, la metódica coordinación de los teoremas y de sus corolarios: he aquí el objeto de quien no se propone más que instruir en los elementos.
 Pero al que extienda más allá sus miradas y considere que los entendimientos de los jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de tirar algunas líneas que permanezcan allí inalterables para siempre, sino campos que se han de fecundar con preciosa semilla, a éste le incumben tareas más elevadas y más difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad, hermanar la sencillez con la combinación, conducir por camino llano y amaestrar al propio tiempo en andar por senderos escabrosos, mostrando las angostas y enmarañadas veredas por donde pasaron los primeros inventores, inspirar vivo entusiasmo, despertar en el talento la conciencia de las propias fuerzas, sin dañarlo con temeraria presunción: he aquí las atribuciones del profesor que considera la enseñanza elemental no como fruto, sino como semilla.
 
 II.-Genios ignorados de los demás y de sí mismos
 
 ¡Cuán pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y, ¿cómo es posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este ramo? ¿Quién cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres con capacidad elevada? ¿Quién procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a emprenderla? Las cátedras son miradas, a lo más, como un hincapié para subir más arriba; con las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un orden diferente y se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que debería absorber al hombre entero.
 Así, cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea la llama del genio, nadie le advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir y encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera si que le haya hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que estas fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean con respecto a lo mismo que lo ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego del genio permanezca toda la vida entre cenizas, por no haber habido una mano que lo sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza extraordinaria, una singular flexibilidad de ciertos miembros, una gran fuerza muscular y otras calidades corporales  están ocultas hasta que un ensayo casual viene a revelárselas al que las posee? Si Hércules no manejara más que un bastoncito, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava.
[...]
 
IV.-Necesidad de los estudios elementales
 
No se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud de la enseñanza de los elementos; muy al contrario, opino que quien ha de aprender una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta dotado, es preciso se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado de las letras. De esto procuran muchos eximirse apelando a artículos de diccionario que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de nada; pero la razón y la experiencia manifiestan que semejante método no puede servir sino a formar lo que llamamos eruditos a la violeta.
 En efecto, hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones primordiales, voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden bien sino estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran otras consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de tomar otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones deben ser miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera, pues ha de suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se dedicaron. Si el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si espera poder reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente, al menos ha de reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los otros, que es temerario el empeño de crearlo todo por sí solo y es exponerse a perder mucho tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas. El maquinista más extraordinario empieza quizás a dedicarse a su profesión en la tienda de un modesto artesano; y por grandes esperanzas que puedan fundarse en sus brillantes disposiciones, no deja por esto de aprender los nombres y el manejo de los instrumentos y enseres del trabajo.»
 
   [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Ciro Ediciones, 2011. Depósito legal: M-7412-2011.]
 

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