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«Una vez, Queneau señaló que cualquiera era capaz de mover los personajes por aquí y por allá, que fueran de un lugar a otro y se pasearan por diferentes escenas y situaciones, empujándolos a través de las páginas como quien lleva un rebaño, hasta que finalmente llegaran a algún sitio que la gente leería como una novela. Pero Queneau quería que los personajes y sus relaciones -las que tenían mutuamente, las que tenían con la despatarrada historia de la humanidad y, por lo tanto, con el libro mismo- fueran estructuradas. Y quería que esas relaciones fueran, en un sentido laxo de la palabra, construidas. Esto es, quería algo más.
Habrá aquellos que argumenten -engagés como Sartre o quizás, en nuestro país, el fallecido John Gardner- que, al abstenerse de los principios de la ficción mimética o "realista", lo que quería era menos.
Este linaje de lo que podría llamarse irrealismo, este artificio intencionado, se remonta, en la narrativa francesa, al menos hasta Raymond Roussel, de cuyo Locus Solus habrán oído hablar en los seminarios de Jack Palangian sobre el realismo mágico y persiste hasta hoy en las obras de Georges Perec, el grupo OuLiPo -del que Queneau fue cofundador, sólo por casualidad- y en nuestro expatriado Harry Mathews.
De hecho, Le Chiendent, la primera novela publicada de Queneau, parodia, consciente y deliberadamente, la mayoría de las convenciones de la ficción realista.
Es una novela con una estructura rigurosa. Dividida en noventa y una partes de siete capítulos cada una que, a su vez, contienen trece secciones, cada una de las cuales respeta las tres unidades de tiempo, espacio y acción, cada una confinada a un estilo específico de representación o de relato: sólo narración, narración con diálogo, sólo diálogo, monólogo interior, epístola, periodismo, sueños.
La novela, una meditación sobre el cogito cartesiano, se originó cuando Queneau intentaba traducir a Descartes al francés popular de su tiempo. Empieza con Étienne Marcel, un empleado de banco que de pronto toma conciencia de sí mismo, que sale de la ciénaga de una vida sin analizar, mientras mira el escaparate de una tienda. Cobrando sustancia a partir de su recientemente adquirida conciencia y, también, de su existencia objetiva, acrecentada por Pierre Le Grand, que ha sido testigo de la transformación frente al escaparate y se siente azuzado por la curiosidad, Étienne es catapultado de cabeza a una serie de aventuras, a la vida misma.
En un momento dado, Le Grand, a través de cuyos ojos somos testigos de las primeras peripecias del libro, dice: Estoy observando a un hombre. Y su confidente le responde: ¡No es posible! ¿Es usted novelista? A lo que él responde: No. Un personaje.
A medida que se avanza y se introducen nuevos personajes y situaciones, algunas de ellas verdaderamente estrafalarias -un poco como esos malabaristas que empiezan la función con un bastoncillo o una maza y terminan apilando una silla sobre otra hasta que todo acaba tambaleándose encima de sus cabezas-, la novela se va haciendo más y más fantástica, alejándose a la deriva de las orillas de la ficción realista hasta que, por fin, el lector se ve obligado a abandonar cualquier pretensión de estar leyendo un relato sobre personas "reales" y admite que sólo está participando de las construcciones arbitrarias -reflexivas, complejas, pero siempre arbitrarias- de un escritor. Un divertimento audaz y sofisticado.
Cito uno de los muchos fragmentos discursivos de la novela:
Las personas creen que hacen una cosa y, luego, resulta que hacen otra. Piensan que están fabricando un par de tijeras, pero han creado algo completamente diferente. Por supuesto, son un par de tijeras, se han hecho para cortar y cortan, pero también son algo muy diferente.
Un personaje medita: ¿No sería maravilloso que fuésemos capaces de discernir que es ese "algo muy diferente"?
Y eso es exactamente lo que se propone Queneau en este texto y en toda su obra: tocar esa "otra cosa" que hay en nuestras vidas, que sentimos pero no logramos localizar.
Aun así, como le horroriza la seriedad, es casi siempre en los pasajes más profundos que sus libros se vuelven exorbitantes y cómicos, se disuelven en juegos de palabras, unidades alusivas y elusivas, equívocos de vodevil y bufonadas. Muchas veces uno sucumbe a la tentación de pensar que han sido escritas por un niño prodigio.
Lo que nos devuelve a Zazie, un best-seller para Queneau y tal vez su libro más ameno y accesible.
Al comienzo, un enano asesino, Bebé Overall, ha secuestrado a la pequeña Zazie en unos grandes almacenes donde su joven madre estaba eligiendo sábanas de fino lino irlandés. La ha llevado a su guarida subterránea, en lo más profundo del metro de París, un lugar frecuentado por viejos artistas de circo, guitarristas artríticos y bailarines apaches a quienes les faltan las piernas, viejos socialistas con barbas a lo Marx y espejuelos a lo Trotsky. Allí, Bebé...
¿Sí, señorita Mara?
Entiendo. Quizá tenga razón y, en mi entusiasmo, no esté describiendo la novela de Queneau sino una versión alternativa, una mera posibilidad de mi propia cosecha; he comenzado, como dirían algunos colegas, a deconstruirla. ¿Por qué no nos cuenta usted que pasó realmente en Zazie dans le métro?»
[El texto pertenece a la edición en español de RBA Libros, 2012, en traducción de Eduardo Hojman. ISBN: 978-84-9006-260-9.]
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