Capítulo 3.- ¿Qué es el vicio del alma? ¿Y a qué llamamos propiamente pecado?
«Vicio es todo aquello que nos hace propensos a pecar. Dicho de otra manera, aquello que nos inclina a consentir en lo que no es lícito, sea haciendo algo o dejándolo de hacer.
Por pecado entendemos propiamente este mismo consentimiento, es decir, la culpa del alma por la que ésta es merecedora de la condenación o es rea de culpa ante Dios. ¿No es acaso este consentimiento desprecio de Dios y ofensa del mismo? No podemos, en efecto, ofender a Dios causándole un daño, sino despreciándolo. Ningún daño puede causarle menoscabo, pues es el supremo poder, pero hace justicia del desprecio que se le infiere.
En consecuencia, nuestro pecado es desprecio del Creador. Y pecar es despreciar al Creador, es decir, no hacer por Él lo que creemos que debemos hacer. O bien no dejar de hacer lo que estamos convencidos de que debemos dejar de hacer por Él. Al definir de forma negativa el pecado, por ejemplo, "no hacer" o "no dejar de hacer lo que hay que hacer", estamos dando a entender claramente que el pecado carece de sustancia, que consiste más en el "no ser" que en el "ser". Es como si al definir la oscuridad o tinieblas decimos que son ausencia de luz allí donde no debió haberla. [...]
Hay quienes sostienen que todo pecado es voluntario, si bien la voluntad no se identifica con el pecado y, a veces, como hemos dicho, pecamos sin quererlo. A este respecto hallan alguna diferencia entre pecado y voluntad. Distinguen entre "voluntad" y "voluntario", esto es, una cosa es la voluntad y otra aquello por lo que la voluntad se entrega o consiente.
Nosotros entendemos por pecado aquello que anteriormente definimos estrictamente como pecado, es decir, el desprecio de Dios o del consentimiento a lo que se debe rechazar según Dios. Ahora bien, ¿cómo podemos decir que el pecado es voluntario, esto es, que queremos despreciar a Dios -y en esto consiste el pecado- o que queremos buscarnos nuestra propia ruina o hacernos merecedores de nuestra propia condenación? Pues nunca queremos ser castigados por más que queramos hacer lo que sabemos que debe ser castigado o que nos hace dignos de castigo. Somos injustos, por tanto, al hacer lo que lo que no es lícito, sin querer al mismo tiempo sufrir la equidad de una pena justa. Aborrecemos la pena justa y nos agrada una acción que es a todas luces injusta.
Hay muchos casos también en que, seducidos por la belleza de una mujer, que sabemos casada, queremos acostarnos con ella. No queremos, sin embargo, cometer un adulterio, pues querríamos que no estuviera casada. Muchos otros, por el contrario, apetecen por vanagloria las mujeres de los poderosos, precisamente por ser las mujeres de tales hombres. Y por eso mismo las desean más que si no estuviesen casadas. Evidentemente, quieren adulterar con ellas más que fornicar y faltan por ello en lo más grave antes que en lo menos grave. Y hay también quienes son arrastrados sin complacencia de su parte al consentimiento de la concupiscencia y mala voluntad. Y, por otra parte, la debilidad de la carne les obliga a querer lo que de ningún modo querrían. ¿Cómo, entonces, llamar voluntario a este consentimiento que no queremos tener? ¿Hemos de llamar "voluntario" a todo pecado, tal como -según se dijo- pretenden algunos? Es algo que no acabo de ver, a no ser que entendamos por voluntario todo aquello que excluye la necesidad. Pues, en efecto, ningún pecado es inevitable. Es decir, a no ser que se dé el nombre de voluntario a todo lo que procede de alguna voluntad. Tal sería el caso del que, viéndose obligado, dio muerte a su amo. Cierto que no lo hizo con voluntad de causarle la muerte; sin embargo, lo hizo con alguna voluntad, pues con tal acto quiso escapar a la muerte o retrasarla.
Otros se agitan no poco al oírnos decir que la comisión o ejecución del pecado no añade nada ante Dios a la culpa o a la condenación. Lo razonan diciendo que la comisión del pecado arrastra una cierta delectación que agrava el pecado. Tal sucede en el caso del coito o de la comida, al que ya hicimos alusión.
Este razonamiento sería válido si pudieran demostrar que el pecado consiste en la delectación carnal y que lo dicho en los casos anteriores no se puede hacer sino pecando. De aceptar esto sin más, nadie podría experimentar que el pecado consiste en la delectación carnal. En consecuencia, ni los mismos cónyuges se verían libres de pecado en la unión del placer carnal que les está permitida. Ni tampoco el que se alimenta con una apetitosa comida de su propia cosecha. Asimismo se harían responsables todos los enfermos que se recuperan con alimentos más apetecibles para llegar a restablecerse y a convalecer de su debilidad. Sabido es que los enfermos no toman estos alimentos sin delectación; de lo contrario, no les aprovecharían.
Tampoco el Señor -hacedor de los alimentos y del cuerpo- estaría libre de culpa si hubiera puesto en ellos unos sabores que por su deleite obligaran a pecar a quienes no se dan cuenta de ello. ¿Podría haber creado tales cosas para alimentarnos si hubiera sido imposible comerlas sin pecado? ¿O podría habérnoslas dado como alimento? ¿Cómo se puede decir, entonces, que hay pecado en lo que está permitido?
Las mismas cosas que en un tiempo fueron ilícitas y prohibidas pueden hacerse ya sin pecado alguno si posteriormente se permiten y se convierten de este modo en lícitas. Tal sucede con la carne de cerdo y con otras cosas prohibidas en otro tiempo para los judíos y ahora permitidas a nosotros. Cuando vemos a los judíos convertidos a Cristo comer libremente aquellos alimentos que la Ley les prohibía, ¿cómo excusarlos de culpa sino porque afirmamos que Dios se lo permite ahora? Si, pues, tal comida -antes prohibida y ahora permitida- carece de pecado y no supone el desprecio a Dios, ¿quién podrá decir que hay pecado en aquello que ha hecho lícito el permiso divino?»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Pedro R. Santidrián. ISBN: 84-487-0159-3.]
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