«Conciencia: Siempre he recelado de Sócrates. (En una breve historia de la filosofía, compilada para su uso personal, Schopenhauer hace esta aguda observación: "Desconfío de los que no han dejado constancia escrita de su pensamiento"). Siempre he recelado de Sócrates pero sobre todo desde que descubrí y comprobé los incalculables daños que la conciencia ha acarreado a la humanidad. Y es a él a quien debemos ese bello regalo, a aquel hombre chato y respingado, a aquel defensor de los instintos plebeyos y de la sordidez mental y a su pérfida, tendenciosa interpretación del apolíneo "conócete a ti mismo". La conciencia existía ya, pero era un vicio que el hombre escondía en sí mismo, sin tener tampoco manera de exteriorizarlo. Y entonces llegó el descontento, el vengativo, el plebeyo envidioso, el antiartista (¡me gustaría a mí ver las estatuas del hijo de Sofronisio!) y se puso a exaltar ese vicio, lo legalizó, le dio autoridad para aparecer en público desvergonzadamente, para pavonearse. Toda la vulgaridad, toda la estupidez, toda la falta de nobleza, toda la superchería y pusilanimidad, toda la fea vida, todo el falso arte que arrecia desde entonces hasta nuestros días, y que hoy trata de imponerse a nosotros, los presocráticos, todo eso se lo debemos a él, a la "partera" de la conciencia.
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Cultura: La cultura tiene por objeto principal dar a conocer muchas cosas. Y cuantas más cosas se conocen, tanta menos importancia se da a cada cosa: a más fe, menos fe absoluta. Conocer muchas cosas significa juzgarlas más libremente y, en consecuencia, mejor. Cuantas menos cosas se conocen, tanto más se cree que sólo ésas existen, sólo ésas cuentan, sólo ésas tienen importancia. Y así se llega al fanatismo, o sea a conocer una sola cosa y, en consecuencia, a creer, a tener fe solamente en ella. Véase, si no, el caso de los alemanes, que han llegado a la especialización. También el fanatismo es una especialización. Conclusión: ya que el fin de la cultura es dar a conocer el mayor número posible de cosas, y ya que conocer una cosa equivale a destruirla, el fin supremo de la cultura es la ignorancia. Permítaseme esta declaración de orgullo: yo vislumbro ya este estado supremo de cultura, este estado supremo de ignorancia. Ya vislumbro esta serenidad suprema, esta mirada sumamente sapiente que abarca un mundo de cosas conocidas y, en consecuencia, destruidas. Este cementerio de cosas. Esta paz final. En el fondo esta "meta" mía se confunde con el principio mismo de la vida cristiana, que es ignorar; y llega hasta superarla, porque mi meta ignora incluso a Dios. No sé decir, en verdad, si ignoro a Dios porque mi conciencia lo ha "atravesado" ya o si es porque no ha llegado nunca a conocerlo. Lo que hay que averiguar es si Dios es algo "por conocer".
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Deliberaciones: "Los persas tienen la costumbre de discutir sus asuntos más importantes en estado de embriaguez y al día siguiente se hacen repetir en ayunas lo que les había parecido bien de la discusión: si lo siguen encontrando bien también en ayunas, lo aceptan; si no, renuncian a ello. Y, a modo de compensación, discuten de nuevo cuando están embriagados las cosas que ya han discutido en ayunas". Esto dice Heródoto en el primer capítulo de sus Historias y Tácito atribuye la misma manera de deliberar a los germanos antiguos. Cuando Heródoto leyó sus Historias en la Olimpíada, el entusiasmo fue tal que a los nueve libros les fueron impuestos, por aclamación, los nombres de las nueve musas. No cabe imaginarse un historiador de nuestro tiempo, Johan Huizinga, por ejemplo, leyendo su Otoño de la Edad Media en las Olimpíadas de Amberes o de Berlín o de Los Ángeles y consiguiendo el mismo éxito. ¿Por qué aquello que era posible "entonces" no lo es ahora? El primer libro de las Historias de Heródoto está dedicado, como es natural, a Clío, que en griego se escribe kleio y significa "ciervo". El nombre de la más severa de las nueve musas revela la verdadera función de la historia, que consiste en ir "cerrando" nuestras acciones pasadas a fin de quitarnos de encima su peso y hacernos encontrar cada mañana un ánimo nuevo, a falta de un mundo nuevo.
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Etimología: Mi hija (de cinco años) ha descubierto que los fósforos se llaman así porque "se encienden". En sus ojos de oro ha lucido una luz nueva, primer reflejo de una inteligencia más firme de las cosas, de una felicidad más apuntalada por la razón. El mismo júbilo debió de sentir Leopardi al descubrir que náusea viene de naus, nave, y yo también, años más tarde, me sentí muy contento de descubrir que corbata viene de croata y que las dos primeras letras de snobismo son sigla de sine nobilitate, o que tiranno significó en su origen guardián del queso. El descubrimiento etimológico es una "iluminación". El descubrimiento etimológico nos da la impresión (o la ilusión) de tocar con la mano la verdad. De aquí esa gratísima sensación de ambición saciada. Pero es una sensación juvenil y cerrada en los límites de la adolescencia (o, mejor dicho: "del adolescentismo", porque muchas veces el sentimiento "adolescentístico" continúa más allá de la adolescencia). Una vez rotos estos límites, el significado primitivo de las palabras deja de sorprendernos, de arrebatarnos, y prudentemente nos atenemos a su significado habitual, a su significado adquirido, que, a veces, está lejanísimo del originario. Que en el Piamonte a la suegra la llamen madonna es cosa que nos importa poco. Una vez apagada la curiosidad de descubrir las "raíces", nos queda mayor libertad para hacer descubrimientos más importantes. El fin del siglo pasado fue edad de oro de la etimología. Adoradores de la diosa Razón, los hombres se hicieron la ilusión de que habían tocado con la mano la Verdad. Fue un momento de alegría plena, orgullosa, triunfante. Después, poco a poco, y mientras los discursos de los "iluminados" y los soniquetes de las filarmónicas seguían resonando en el cielo sin Dios, la decepción comenzó a minar un terreno aparentemente tan sólido. Y lo que en un principio había parecido aurora de una vida nueva y luminosísima, resultó no ser en realidad otra cosa que indicio de que, a trancas y a barrancas, la civilización septentrional había llegado a una situación de vía muerta.»
[El texto pertenece a la edición en español de Acantilado, 2010, en traducción de Jesús Pardo. ISBN: 978-84-92649-35-8.]
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