martes, 11 de diciembre de 2018

La cultura de la satisfacción.- John Kenneth Galbraith (1908-2006)


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2.-El carácter social de la satisfacción

«La primera característica, y la más generalizada, de la mayoría satisfecha es su afirmación de que los que la componen están recibiendo lo que se merecen en justicia. Lo que sus miembros individuales aspiran a tener y disfrutar es el producto de su esfuerzo, su inteligencia y su virtud personales. La buena fortuna se gana o es recompensa al mérito y, en consecuencia, la equidad no justifica ninguna actuación que la menoscabe o que reduzca lo que se disfruta o podría disfrutarse. La reacción habitual a semejante acción es la indignación o, como se ha indicado, la ira contra lo que usurpa aquello que tan claramente se merece. [...]
 La segunda característica de la mayoría satisfecha, menos consciente pero de suma importancia, y que ya hemos mencionado, es su actitud hacia el tiempo. Sintetizando al máximo, siempre prefiere la no actuación gubernamental, aun a riesgo de que las consecuencias pudieran ser alarmantes a largo plazo. La razón es bastante evidente. El largo plazo puede no llegar; ésa es la cómoda y frecuente creencia. Y una razón más decisiva e importante: el coste de la actuación de hoy recae o podría recaer sobre la comunidad privilegiada; podrían subir los impuestos. Los beneficios a largo plazo muy bien pueden ser para que los disfruten otros. En cualquier caso, la tranquila teología del laisser faire sostiene que, al final, todo saldrá bien. [...]
 Una tercera característica de quienes disfrutan de una situación desahogada es su visión sumamente selectiva del papel del Estado. Hablando vulgar y superficialmente, el Estado es visto como una carga; ninguna declaración política de los tiempos modernos ha sido tan frecuentemente reiterada ni tan ardorosamente aplaudida como la necesidad de "quitar el Estado de las espaldas de la gente". Ni el albatros que le colgaron al cuello al viejo marinero sus compañeros de navegación en el célebre poema de Coleridge era una carga tan agobiante. La necesidad de aligerar o eliminar esta carga y con ello, agradablemente, los impuestos correspondientes es artículo de fe absoluto para la mayoría satisfecha. [...]
 La última característica a mencionar y destacar aquí es la tolerancia que muestran los satisfechos respecto a las grandes diferencias de ingresos. Estas diferencias han sido ya indicadas, lo mismo que el hecho de que la disparidad no sea motivo de serios conflictos. Se respeta aquí una convención general bastante plausible: el coste de la prevención de cualquier ataque a la propia renta es la tolerancia de una mayor cuantía para otros. La indignación ante la redistribución del ingreso de los muy ricos, inevitablemente mediante impuestos, y su defensa, abre la puerta a la consideración de impuestos más altos para los de posición desahogada aunque menos acaudalados. Esto resulta especialmente amenazador dada la situación y las posibles exigencias del sector menos favorecido de la población. Cualquier protesta airada de la mitad afortunada sólo podría centrar la atención en la situación muchísimo peor de la mitad inferior. La opulencia esplendorosa de los muy ricos es el precio que paga la mayoría electoral satisfecha para poder retener lo que es menos pero que está muy bien de todos modos. Y esta tolerancia de los muy afortunados, se afirma, podría tener una sólida ventaja social: "Para ayudar a la clase media y a los pobres, se deben reducir los impuestos de los ricos." [...]
 En Estados Unidos, en el pasado, con gobiernos de uno u otro de los grandes partidos, eran muchos los que experimentaban una cierta sensación de desasosiego, de mala conciencia y de incomodidad al contemplar a aquellos que no compartían la buena suerte de los afortunados. De Ronald Reagan no emanaba ningún sentimiento de este género; los norteamericanos estaban siendo recompensados porque se lo tenían merecido. Si algunos no participaban, era por su propia torpeza o porque no querían. Así como alguna vez fue privilegio de los franceses, ricos o pobres, dormir bajo los puentes, ahora todo americano tenía el derecho inalienable de dormir en la acera sobre las rejillas de ventilación. Quizá no fuese la realidad, pero era el guión que había decidido el presidente. Y Ronald Reagan lo había ensayado muy bien basándose en su larga y notable formación teatral, no por su realidad, no por su verdad, sino, como si fuese una película o un anuncio de televisión, por su poder de atracción. Y éste era grande. Permitía a los norteamericanos eludir su conciencia y sus preocupaciones sociales y sentirse gratamente satisfechos de sí mismos.
 No todos podían sentirse así, desde luego, ni siquiera necesariamente, una mayoría de los ciudadanos en edad de votar. Y había una circunstancia más, socialmente un tanto amarga, que se ha pasado oportunamente por alto: que el desahogo y el bienestar económico de la mayoría satisfecha estaban siendo sostenidos y fomentados por la presencia en la economía moderna de una clase numerosa, sumamente útil, esencial incluso, que no participa de la agradable existencia de la comunidad favorecida. Paso a examinar ahora el carácter y los servicios de esta clase, que aquí se denomina Subclase Funcional.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Ariel, 2010, en traducción de José Manuel Álvarez Flórez. ISBN: 84-344-1406-6.]
 

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