Libro XVI
«Pero Filipo les exigió una rendición incondicional o que combatieran con arrojo. Y los enviados regresaron.
Enterados de la respuesta, los abidenos se reunieron en asamblea y deliberaron sobre las circunstancias; ahora estaban desesperados. Resolvieron, pues, ante todo, conceder la libertad a los esclavos: así tendrían unos camaradas totalmente adictos en la lucha. Después juntaron a todas sus mujeres en el templo de Artemis y a sus pequeñuelos con sus nodrizas en el gimnasio. Decretaron, en tercer lugar, depositar en el ágora toda su plata y todo su oro; la vestimenta de valor que poseyeran la cargarían íntegramente en el cuatrirreme de los rodios y en el trirreme de los cicicenos. Esto fue lo que acordaron. Cumplieron los decretos de manera unánime y se congregaron por segunda vez en asamblea. Eligieron a los cincuenta ancianos de más confianza, pero dotados del vigor corporal necesario todavía para cumplir las decisiones. Delante de todos los ciudadanos les tomaron juramento de que, si veían que el enemigo había conquistado el muro interior, degollarían a las mujeres y a los niños, pegarían fuego a las naves citadas y, de acuerdo con las maldiciones, arrojarían al mar el oro y la plata. Después de esto y en presencia de los sacerdotes, todos se juramentaron a vencer al enemigo o a morir luchando por la patria. Finalmente, sacrificaron algunas víctimas y obligaron a los sacerdotes y a las sacerdotisas a pronunciar sobre aquellas entrañas abrasadas imprecaciones para afrontar la situación que he descrito. Se aseguraron, pues, de todo esto y se disolvieron para dedicarse a trabajos de contraminado, resistiendo al enemigo. Sin embargo, el acuerdo había sido unánime: si les derrumbaban el muro interior, por encima de sus ruinas combatirían al adversario hasta morir.
Se puede decir que el temerario coraje de los abidenos ha rebasado la conocida desesperación de los focenses y la valentía de los acarnanios. Parece que los focenses tomaron idénticas resoluciones en cuanto a sus familiares, pero les quedaba todavía una leve esperanza de vencer, porque estaban en condiciones de provocar a los tesalios a una batalla campal en toda regla; lo mismo cabe decir del pueblo de Acarnania: cuando se apercibió de la incursión de los etolios, tomó unas determinaciones como las reseñadas en cuanto a su situación. Ambos casos los hemos narrado nosotros, anteriormente, al menos en parte. Pero los de Abido, cercados y prácticamente sin esperanzas de salvación, prefirieron, la población entera, morir con sus mujeres e hijos, a vivir, y encima, verse con la infamia de que sus hijos y mujeres habían caído en poder del enemigo. Con razón se puede reprochar a la fortuna el desastre de los abidenos, pues como si le causaran piedad enderezó al punto aquellas ciudades de las desgracias sufridas, al dar la victoria y la salvación a los desesperados. Su intención para con Abido fue distinta: los hombres murieron, la ciudad fue conquistada y las madres con sus hijos cayeron en poder de sus rivales.
Cuando se derrumbó la muralla interior, los defensores, según su juramento, se encaramaron por los montones de escombros y seguían combatiendo con un denuedo tal que Filipo, aunque iba lanzando oleadas de macedonios una tras otra hasta llegar la noche, al final desistió de la lucha y perdía, incluso, la esperanza de salir adelante en la empresa. La primera línea de los abidenos peleaba con ferocidad pisando los cadáveres enemigos, y no sólo se batían audazmente con sus puñales y sus lanzas sino que, cuando un arma de éstas se les inutilizaba o las soltaban por fuerza de sus manos, llegaban al cuerpo a cuerpo con los macedonios y rechazaban con su restante armamento al adversario; a otros se les quebraban la picas y con las mismas astillas asestaban golpes contundentes; echaban mano de las puntas de las lanzas y herían a los enemigos en el rostro y en las partes desnudas del cuerpo, con lo que les llevaron a una confusión total. Cuando sobrevino la noche y se paró la lucha, la mayor parte de los defensores había sucumbido encima de los escombros y los supervivientes estaban exhaustos por la fatiga y las heridas. Entonces Gláucidas y Teogneto reunieron a algunos ancianos y arruinaron la decisión espléndida y admirable que habían tomado antes los ciudadanos, por salvarse ellos. Decidieron conservar la vida a las mujeres y a los niños y enviar, así que apuntara el alba, a Filipo los sacerdotes y las sacerdotisas provistos de ínfulas, para suplicarle y rendirle la ciudad.
[...] Filipo tomó posesión de la ciudad y se encontró con que los abidenos habían amontonado todo lo de valor que poseían, dispuesto para que él se lo quedara. Pero, al ver la multitud y el furor de los que habían degollado a sus mujeres e hijos y luego se habían suicidado, pues unos se habían quemado, otros se habían ahorcado o se habían tirado a un pozo, o se habían lanzado desde un tejado, quedó horrorizado y, al mismo tiempo, dolorido por lo que allí había pasado. Anunció que daba tres días de plazo a los que desearan ahorcarse o quitarse de otro modo la vida. Y los abidenos volvieron a su acuerdo inicial. Juzgaron que habían sido traidores a los que lucharon y murieron por la patria y ya no quisieron vivir más: sólo sobrevivieron los que tenían las manos encadenadas o impedidas de alguna otra manera; todos los demás se lanzaron inmediatamente a la muerte, familias enteras.
Tras la toma de Abido se presentaron en Rodas unos legados aqueos pidiendo a los rodios que hicieran las paces con Filipo. Pero, inmediatamente después de éstos, llegaron unos embajadores romanos y les expusieron que no debían pactar con Filipo sin la anuencia de Roma. Los rodios decretaron ponerse de lado del pueblo de Roma y tener en cuenta su amistad.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 1997, en traducción de Manuel Balasch Recort. ISBN: 84-249-2509-2. Tomo III.]
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