sábado, 17 de noviembre de 2018

El tema del tema.- Quim Monzó (1952)

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2001.
De la cultura a la filosofía

«"La cultura" del diseño, por ejemplo. Hará unos diez años se empezó a utilizar de forma masiva ese uso de "la cultura", entendida no en sus acepciones habituales -la de cultivo de las facultades humanas, o la de conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos, grado de desarrollo artístico, científico o industrial, en una época o grupo social-, sino como algo más, como un plus inconcreto y pretencioso. Se hablaba, así, de "la cultura del diseño" sin que se supiese muy bien qué querían decir -cuando hablaban de "cultura del diseño"- que no dijesen cuando hablaban, simplemente, de "el diseño". Sin ningún problema, hubiesen podido hablar de "el diseño" -de su complejidad, de su historia, de sus implicaciones, de sus facturas- sin ponerle antes lo de "la cultura de". Pero, precedido por "la cultura de", les parecía que sonaba mejor, que quedaba más interesante.
 De la misma forma, se hablaba de "la cultura del ocio, de "la cultura del bienestar" o de "la cultura del carpaccio". Lo del comer se prestaba y se presta mucho a este tipo de revestimientos de fachada. Igual que había "la cultura del carpaccio", había "la cultura del cuscús", "la cultura de la creatividad" (gastronómica, se entiende) o "la cultura del riesgo" (también gastronómico, por desgracia). En proporción inversa a la mengua de cultura que reciben los estudiantes en los nuevos planes educativos, crecía en los medios de comunicación una sobredosis de "la cultura" como muletilla interesada. Como era de prever, al cabo de poco se convirtió en un cliché.
 Aún hay quien lo utiliza pero, como a menudo pasa con los clichés, le han llegado las horas bajas. Se utilizó tanto que ahora canta, como el pescado en mal estado. Y como quien se va a Sevilla pierde su silla, en lugar de lo de "la cultura" ha aparecido últimamente lo de "la filosofía". Uno de sus grandes propulsores entre las masas fue el ínclito Louis van Gaal, de infausta memoria. Entre sus "¡tú no egges positifo!" y sus "¡tú no tienes ggritmo!" hablaba de "mi filosoffía" y de "la filosoffía del equipo". De Van Gaal lo aprendió Josep-Lluís Núñez, a la sazón presidente del FC Barcelona, que debió de considerarlo un recurso elegante e iba por ahí repitiendo a todas horas: "Nuestra filosofía como club..."
 Ahora se oye ya por todas partes. En la radio, en una sola mañana, lo he escuchado tres veces. La primera, en una entrevista a un fabricante de juguetes educativos que hablaba de "nuestra filosofía como empresa...". En la misma emisora, al cabo de un rato, en un publirreportaje de un centro de adelgazamiento, liposucciones y cosas así. Con voz labrada por los arados de la mercadotecnia, la directora explicaba cómo te sacan los kilos y de pronto dijo: "Porque, claro, nuestra filosofía de los tratamientos de belleza...". Una hora más tarde, un cocinero en boga, desnudaba su alma profesional: "Puedo confesar que mi filosofía como cocinero está basada en el rigor en la improvisación..."
 Que los entrenadores entrenen lo mejor que sepan, que los cocineros cocinen platos sabrosos y que los que se dedican a las curas de adelgazamiento triunfen en su empeño. Pero que dejen a la filosofía en paz y en manos de los filósofos. Tanto utilizar la palabra en vano me recuerda uno de los chistes recurrentes de los payasos de cuando yo era chico, el de la filosofía. Salen a escena el payaso que se las da de listo y el payaso tonto, con sus zapatones, su sombrero y su sonrisa bobalicona. Entre guiños de complicidad al público infantil, le dice el listo al tonto:
 -Oye, ¿tú sabes lo que es la filosofía?
 -Claro que lo sé -dice el tonto. Y, levantando primero el pulgar y después el índice, añade-: La Filo y la Sofía.
 Pues eso.         

El aburrimiento como distracción
 Yo diría que lo lógico, en cuanto acaba el curso escolar, sería que niños y adolescentes se encontrasen con las manos en los bolsillos, sin nada que hacer. Aunque fuese sólo unas semanas, para reponerse de nueve meses de clases. Pero desde hace mucho eso no es así. Acaban las clases y, en general, les hemos preparado el verano al dedillo, desde el primer día. Cómo empezó tanta programación, no lo sé, pero lo cierto es que, a la que el curso se acaba, la sociedad despliega ante los muchachos un abanico de actividades. Para que estén ocupados: campamentos de verano en algún pueblo más o menos lejano; actividades deportivas de lunes a viernes y de la mañana a la tarde; cursos de idiomas en el extranjero o en un pueblo cercano, o en la misma ciudad... O talleres para que practiquen sus aficiones: musicales, teatrales, deportivas... ¡Cuántos niños pasan el mes de julio en stages futbolísticos avalados por glorias presentes o pasadas de ese deporte, soñando ser algún día los Djalminha o los Baraja del futuro!
 Sea la que sea, deben escoger alguna actividad. En el abanico de posibilidades que les ofrecemos no entra la de quedarse en casa y aburrirse, ni que sea un poquito para que, a partir del aburrimiento, se les ocurra algo que hacer. Algo que pensar. Algo que meditar, aunque sea llegar a la conclusión de que se aburren. Algo que no se les ocurrirá jamás si todo lo que hacen en ese mes -en el que ellos tienen vacaciones y sus padres no- está pautado al milímetro.
 Yo recuerdo una infancia en la que, cuando se acababan las clases, me pasaba las tardes en casa, completamente solo. Mi padre trabajaba en una fábrica y mi madre cosía por las casas. Eran tardes aburridas, en las que el gran placer era dejarse ir, revolcarse en el aburrimiento y cavilar. Muchas veces leía. Lo que pillaba: novelas, manuales de reparaciones eléctricas, diccionarios, desde la a a la zeta. Leer hacía que el aburrimiento desapareciese. A veces salía al balcón y me pasaba horas observando la calle, la gente que paseaba, los edificios de enfrente, los coches que circulaban. Los observaba, establecía relaciones y dejaba de aburrirme. A veces dibujaba sobre la mesa del comedor. Y así ya no me aburría. A veces, la fortuna me obsequiaba con el regalo de un hombre que se dedicaba a esponjar la lana de los colchones de algún piso en uno de los patios de la manzana de edificios. Sobre una manta depositaba la lana y con dos varas la iba trabajando, la levantaba en el aire, la ahuecaba, la volvía blanda. Manejaba las varas con arte, maestría, una rapidez sorprendente y cortando el aire con un ruido mágico. Cuando acababa, volvía a llenar el colchón, lo cosía y se largaba.
 Siempre, a partir del aburrimiento, descubría cosas que acababan por distraerme. Sin el aburrimiento, nunca hubiese descubierto la posibilidad de, mejor o peor, ingeniármelas por mí mismo. Si, al acabarse el curso, lo hubiese tenido todo programado, desde primera hora de la mañana a última de la tarde, ¿hubiese descubierto que me apasionaba leer, dibujar, escribir, mirar? Esos niños y jóvenes de ahora, a los que no damos la oportunidad de aburrirse nunca, ¿cómo van a descubrir de qué son capaces por sí solos? Es como si quisiésemos que no perdieran  ni un minuto en integrarse en la vida estresada que los mayores llevamos.»
   
    [El texto pertenece a la edición en español de El Acantilado, 2003. ISBN: 84-95359-68-5.]

 

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