«El ambiente festivo de nuestra capital imperial se ha visto turbado de forma cruenta. Apenas habían empezado las almas piadosas a entonar el viejo y bello villancico "Navidad, Navidad, dulce Navidad...", cuando se extendió la noticia de la intoxicación masiva en el asilo municipal de indigentes. Las víctimas eran tanto jóvenes como personas mayores: [...] Antes de que tañeran las campanas de año nuevo había más de ciento cincuenta indigentes agonizando, setenta ya habían pasado a mejor vida.
El sobrio edificio de la Fröbelstrasse, esquivado por los peatones en circunstancias menores, acaparó durante días el interés general. ¿Cuál fue la causa de la intoxicación masiva? ¿Una epidemia? ¿Un envenenamiento por ingestión de alimentos en mal estado? Las autoridades policiales se apresuraron a tranquilizar a la gente de bien: no era una enfermedad contagiosa y, por tanto, no existía peligro para los ciudadanos decentes, para las clases acomodadas de la ciudad. La mortandad masiva se restringía al "círculo del asilo", a aquellas personas que habían consumido durante la Navidad arenques podridos, "muy baratos", o aguardiente adulterado. Pero, ¿de dónde habían sacado los arenques podridos? ¿Se los habían comprado a un "pescadero ambulante" o habían estado rebuscando entre los desperdicios de algún mercado? Esta última hipótesis fue descartada por una razón de peso: la basura de los mercados municipales no es, como tal vez piensen personas frívolas y con escasos conocimientos de economía política, un bien común del que pueda servirse el primer vagabundo que pasa por ahí. Esta basura se recoge y se vende a granjas de cría masificada de cerdos, donde, después de haber sido debidamente desinfectada y molida, se convierte en pienso para el consumo animal. Los atentos agentes de la policía del mercado cuidan de que la chusma humana no hurte la comida a los puercos para engullirla sin previa desinfección ni molienda. Es, por tanto, imposible, como quizá deduzca alguien con ligereza, que los vagabundos hayan preparado su ágape navideño hurgando entre los residuos del mercado. De ahí que la policía ande detrás del "pescadero ambulante" o del tabernero presunto vendedor del matarratas.
De humilde existencia, Joseph Geihe, Karl Melchior y Lucian Szcyptierowski nunca habían sido objeto de excesiva atención. Y ahora, ¡qué honor! Genuinas autoridades forenses escarban personalmente en sus intestinos. El contenido de sus estómagos, tan indiferente al mundo, es ahora analizado escrupulosamente y comentado en detalle por toda la prensa. No menos de diez personas -así figura en los periódicos- se encargan de aislar en cultivos en estado puro los bacilos responsables de la muerte de los indigentes. Todos quieren ahora saber el lugar exacto en el que murió cada uno de los vagabundos: si en la chabola, donde fue encontrado por la policía, o bien en el asilo, donde había pernoctado antes. Lucian Szcyptierowski se ha convertido en un auténtico personaje y estaría henchido de orgullo si no yaciera cual hediondo cadáver en la mesa de disección.
Sí, incluso el káiser -quien, gracias a Dios y al reciente aumento de tres millones de marcos de la asignación a la Casa Real a cargo de los presupuestos del Estado, ha podido por lo menos evitar males mayores- solicita encarecidamente que se le informe sobre el estado de salud de los intoxicados en el asilo municipal. Y su excelsa esposa, en un acto auténticamente femenil, ha hecho llegar sus condolencias al alcalde mayor Kirschner a través de su ayuda de cámara Von Winterfeld. [...] Así que el alcalde mayor Kirschner ha aceptado en su nombre las condolencias de la emperatriz y cobrado con ello fuerzas y ánimo para soportar el dolor de la familia Szcyptierowski. También los empleados del Ayuntamiento reaccionaron con gallarda compostura ante la catástrofe. Identificaron, controlaron, levantaron acta, rellenaron pliegos y pliegos de papel, siempre con la cabeza bien alta y soportaron los estertores de los demás con ese temple y valor con que los héroes antiguos solían aceptar su propia muerte.
Pero hay que conceder que el incidente ha provocado también una agria polémica entre la opinión pública. Por lo general, la sociedad en la que vivimos parece, en conjunto, bastante civilizada; se apoya en la honradez, en el orden y en las buenas costumbres. Por supuesto que hay carencias e imperfecciones en la estructura estatal y en el ejercicio del poder. Pero ¿acaso no tiene también el sol sus manchas? Y, por otro lado, ¿hay algo absolutamente perfecto en esta tierra? A los mismos trabajadores, en especial a los que disfrutan de una mejor posición y están bien organizados, les gusta creer que la existencia y la lucha del proletariado se desarrollan dentro de los límites de la honestidad y el decoro. ¿No fue ya rebatida hace tiempo la "teoría de la pauperización creciente"? Todo el mundo sabe que hay mendigos, prostitutas, policías secretos, criminales y "elementos de dudosa ralea". Pero todo esto se percibe por lo común como algo lejano y extraño, algo que existe en algún lugar fuera de la verdadera sociedad. Entre la clase trabajadora íntegra y los marginados se levanta un muro y muy rara vez se presta atención a los lamentos de los que se arrastran entre los excrementos al otro lado de ese muro. Pero, de repente, sucede algo que produce el mismo efecto que si, en medio de una reunión de personas educadas y finas, una de ellas descubriera de pronto entre los lujosos muebles rastros de un crimen horrendo o de una depravación innombrable. De repente, el horrible fantasma de la infamia arranca a la sociedad su máscara decorosa, desvelando que su honorabilidad no es más que el maquillaje de una ramera. De repente, se constata que bajo el frenesí y el fulgor de la civilización se abre un abismo de barbarie y bestialidad; surgen imágenes infernales en las que criaturas humanas hozan en las inmundicias, se retuercen entre estertores y expelen en su agonía un vaho pestilente. Y el muro que nos separa de ese tenebroso reino de las sombras se revela como un mero bastidor de cartón piedra.
¿Quiénes son los habitantes del asilo víctimas de los arenques fétidos o del aguardiente envenenado? Un dependiente, un técnico de la construcción, un tornero, un cerrajero: trabajadores, trabajadores, todos trabajadores. ¿Y quiénes son los muertos sin nombre que no han podido ser identificados por la policía? Trabajadores, todos simples trabajadores o que lo fueron hasta ayer mismo.
Y ningún trabajador tiene la garantía de no acabar en un asilo, de no acabar consumiendo aguardiente o arenques tóxicos. Hoy todavía robusto, honorable, laborioso, ¿qué será de él si mañana lo despiden porque ha superado la fatal frontera de los cuarenta años que permite al empresario declararlo "inútil"? ¿Qué será de él si mañana sufre un accidente que lo convierte en un lisiado, en un jubilado indigente?»
[El texto pertenece a la edición en español de la obra "La eternidad de un día. Clásicos del periodismo literario alemán (1823-1934)", de Editorial Acantilado, 2016, en traducción de Francisco Uzcanga Meinecke. ISBN: 978-84-16748-01-3.]
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