Segunda parte
7.-A través de bosques, ríos y pantanos
«Aquel día, tuvimos ocasión de ver la manera en que los cosacos atrapan las abejas. Estábamos tomando el té, cuando uno de ellos se apoderó de una copa que contenía restos de miel. Pronto aparecieron las abejas, una detrás de otra. Unas llegaban, otras se llevaban una gota y se apresuraban a volver. Un cosaco llamado Murzine tuvo la idea de localizar los insectos. Observó la dirección por la cual desaparecían las abejas y se colocó, con su copa de miel, de aquel lado. Al cabo de un minuto, llegó una abeja. Cuando volvió a partir, el cosaco la siguió con la mirada mientras pudo, avanzando en el sentido de su vuelo; después, esperó la llegada de la segunda y de la tercera; así, sin interrupción, continuando sus manejos. De esta forma se dirigió, lenta pero seguramente, hacia la colmena, cuyo camino le indicaban las mismas abejas. Para esta caza hay que armarse de paciencia.
Al cabo de una hora y media, aproximadamente, Murzine estuvo de regreso contando que había encontrado el domicilio de las abejas y contemplado una escena que le había impulsado a volver para buscar a sus camaradas. Las abejas -decía-, hacían la guerra a las hormigas. Sin tardanza nos pusimos en camino, provistos de una sierra, un hacha, calderos y cerillas. Murzine nos precedía para mostrarnos el camino. Bien pronto vimos un gran tilo, inclinado en un ángulo de 45 grados y rodeado de abejas. El enjambre casi completo estaba abajo, cerca de las raíces. Éstas, enroscadas, formaban una pendiente suave. Alrededor de la abertura, se habían amontonado las abejas, teniendo frente a ellas una legión igualmente compacta de hormigas negras. Era curioso observar a estas dos tropas enemigas, enfrentadas una contra otra sin decidirse a la ofensiva. Patrullas de hormigas corrían por todos lados y las abejas venían a atacarlas desde arriba. Los bichitos terrestres se defendían con rabia, posadas sobre el vientre y abriendo sus mandíbulas al máximo. Algunas veces, las hormigas ensayaban un movimiento giratorio, y trataban de atacar a las abejas por detrás pero las patrullas aéreas las descubrían y una parte de las abejas se desplazaba hacia el lado amenazado, cerrando de nuevo el camino a las hormigas.
Nosotros mirábamos esta lucha con interés. ¿Quién iba a ganar? ¿Llegarían las hormigas a entrar en la colmena? ¿Quiénes serían las primeras en ceder? Quizá las adversarias se separarían después de la puesta de sol, para volver a sus domicilios y reanudar el combate por la mañana; pudiera ser que el sitio de la colmena durase ya algunos días.
No se sabe el cariz que hubiera tomado esta batalla, si los cosacos no hubieran acudido en socorro de las abejas, poniéndose a verter sobre las hormigas el agua que habían tenido tiempo de hervir. Los bichitos se crisparon, se agitaron y perecieron por millares. Las abejas se excitaron terriblemente. Por precaución, alguien las roció a su vez con agua hirviente. El enjambre se elevó instantáneamente en el aire. ¡Había que ver la huida súbita de los cosacos! Pero las abejas los alcanzaban, los picaban en la nuca y en el cuello. Al cabo de un minuto, no quedó nadie cerca del árbol. Los hombres se agruparon a cierta distancia, lanzando juramentos y reuniéndose con sus camaradas. Después, de golpe, pusieron también cara de asustados, sacudieron las manos y huyeron aún más lejos.
Se decidió dejar a las abejas el tiempo necesario para que se calmaran. Al final de la tarde, dos cosacos volvieron a la colmena pero no encontraron ya ni miel ni abejas, ya que la colmena había sido saqueada por los osos. Tal fue el final de nuestra carrera hacia la miel salvaje.
Durante nuestro recorrido posterior, atravesando la montaña, tuvimos que atravesar cinco desfiladeros muy pantanosos, donde el légamo era casi infranqueable. Los cosacos trataron de conducir los caballos apartándose del camino, pero esto fue peor aún. Los soldados cortaron sauces para afirmar el terreno movedizo y los arrojaron a los pies de los caballos. Si bien esta fajina poco sólida facilitaba el paso a los hombres, ofrecía un apoyo insuficiente para los caballos; éstos no hacían más que tropezar y caer. Fue necesario quitarles de nuevo las sillas y transportar las cargas sobre nuestra propia espalda. No obstante, acabamos por franquear bien aquel pantano.
Al llegar a suelo firme, el destacamento hizo un alto. [...] De repente, algo así como una cinta larga y oscura apareció no lejos de nosotros. Los tiradores se alarmaron. Era un gran reptil que se deslizaba sobre la hierba hacia la maleza. Los soldados corrieron por los dos costados de la serpiente sin osar acercársele, espantados por sus dimensiones. Al cabo de un minuto, el reptil llegó hasta un árbol derribado y se escondió en él. Era un tronco hueco y podrido. Alguien tomó un palo y lo hundió en la abertura. Como respuesta, escuchamos un zumbido de insectos y vimos en seguida que salían abejorros por la abertura. O sea, que tenían allí su guarida. Pero, ¿por dónde había desaparecido la serpiente? ¿Había ido a hacer una visita a los abejorros? ¿Cómo podía ser que no se hubiesen agitado en esta ocasión, como acababan de hacerlo cuando se hundió el palo en el tronco?
Aquello interesaba a todo nuestro grupo. Los soldados se pusieron a partir el árbol. Como estaba podrido, cayó fácilmente en pedazos. Cuando estuvo abierto, descubrimos la serpiente, que se enroscaba lentamente y trataba de esconderse entre los despojos del árbol; pero esto no pudo salvarla. Se le cortó la cabeza de un golpe de hacha y se la sacó fuera. Era uno de esos ofidios llamados pythons schrenk, una especie de culebra muy grande.
El reptil medía un metro noventa.
El hueco del árbol, estrecho al principio, se ensanchaba un poco hacia el fondo. Plumones de pájaro, mechones de pelo, hierba fina y seca y, además la piel que había quedado después de la muda de la serpiente, probaban que su guarida estaba ciertamente allí, mientras que la de los abejorros se encontraba un poco separada, más cerca de la abertura. Cada vez que el reptil abandonaba el árbol o volvía a entrar, pasaba al lado de los insectos. Éstos y el ofidio hacían evidentemente buena sociedad y en modo alguno chocaban entre sí.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Folio, 2004, en traducción de Teresa Ramonet. ISBN: 84-413-1994-4.]
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