domingo, 18 de noviembre de 2018

Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos.- Élisabeth Roudinesco (1944)


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5.-La sociedad perversa

«En un texto sorprendente, Henri F. Ellenberger comparaba en 1964 las diversas modalidades de reclusión de los animales. Distinguía tres: los antiguos paradeisos persas, donde los animales vivían en libertad; los jardines zoológicos de los aztecas, donde se clasificaba metódicamente a los animales que convivían con los enanos, los jorobados, los anormales de nacimiento y los albinos; y, por último, las casas de fieras del mundo occidental, en las que, cual bufones, los animales servían para divertir a los reyes. A continuación subrayaba que la Revolución había puesto fin a este dominio del soberano sobre el animal.
 La Revolución, decía Ellenberger, había dado nacimiento simultáneamente al manicomio y al parque zoológico moderno. Y acto seguido observaba que cuanto más se había sustraído a los locos, por las virtudes de la reclusión, de la mirada de las multitudes deseosas de humillarlos, más se encontraban expuestos a ella, por el contrario, los animales. En conclusión, Ellenberger se interrogaba sobre la eficacia terapéutica que podía tener en los perturbados la visita a los zoológicos. Al contacto con la mirada del animal, subrayaba, el alienado reconquista una especie de dignidad. En contra de los integristas de la liberación animal, a los que reprochaba una visión antropomórfica de éste, y en contra de los destructores de la naturaleza y del reino animal, alababa la utopía futura de un posible retorno de los antiguos paradeisos.
 Más que explorar las diferentes facetas de esta historia cruzada de los locos, los animales y los anormales, o incluso de describir la manera en que los hombres califican la animalidad, como harán Jacques Derrida y Élisabeth de Fontenay, los etólogos, cognitivistas y comportamentalistas centraron sus trabajos ya no sólo en una clasificación de las especies y en el modo de vida de los animales, sino en su sexualidad, con el objetivo principal -al menos los especialistas en los grandes simios- de descubrir todas las similitudes posibles entre los primates humanos y no humanos. Desde esta perspectiva posdarwiniana ya no se trataba de hacer descender al hombre del mono sino de hacer que el mono accediera al estatus del hombre.
 En una primera época se había aventurado la idea de que la ausencia en los mamíferos de toda forma de cópula frontal era el signo de cierta organización de la sexualidad basada en el bestialismo, la violencia, la agresividad, la dominación y, por qué no, el goce del otro. En consecuencia, la cópula frontal se contemplaba como lo propio del hombre o como el signo de la normalidad de la sexualidad humana, centrada en el necesario reconocimiento de que la diferencia de sexos resulta prioritaria. De esta constatación se deducía que el orgasmo femenino no existía en el reino animal.
 Por consiguiente, primatólogos y especialistas en mamíferos dieron a este acoplamiento de frente el nombre de "postura del misionero" con el fin de certificar que estaba relacionado con la civilización o, más bien, con la misión civilizadora del Occidente cristiano: "Vemos en el acoplamiento frontal una marca de dignidad y de sensibilidad", escribe Frans de Waal, "que separa a los humanos civilizados de los supuestos infrahumanos. Esta postura copulatoria fue elevada al rango de innovación cultural que modificaba fundamentalmente la relación entre hombres y mujeres. Se creía que los pueblos sin escritura obtendrían con ello gran provecho. De ahí la expresión de postura del misionero."
 Si la ausencia de esta postura en el reino animal podía entenderse como uno de los signos principales que permiten diferenciar al hombre del animal, en contrapartida eso significaba que la presencia entre los humanos del coito a tergo debía interpretarse como la supervivencia de un comportamiento animal. Como recordaremos, para los moralistas este tipo de cópula tenía que ver con un instinto bestial y por lo tanto demoníaco o perverso, pues al diablo siempre se lo representaba con los rasgos de un animal lúbrico. Asimismo, desde esta perspectiva el orgasmo femenino se designaba como la expresión de una animalidad de naturaleza perversa.
 En una segunda época los naturalistas darwinianos y evolucionistas afirmaron que la presencia en los humanos del coito a tergo no hacía sino probar la realidad de una continuidad absoluta entre los dos reinos. Desde este punto de vista existiría en los animales una especie de conciencia del bien y del mal; unos serían perversos y otros no, o lo serían en grados diversos. Semejante hipótesis equivalía a demostrar que la perversión era un fenómeno natural y que si los monos machos se acoplaban entre ellos es porque eran invertidos. ¿Y por qué no las vacas? Desde el momento en que llegaban a mamar sus propias ubres, nada impedía deducir que eran asimilables a los fetichistas o a los masturbadores.
 Por lo que respecta a los psicoanalistas, tendían a ver en la cópula frontal, exclusivamente humana, una especie de prueba de la existencia de un complejo preedípico que convertía a todo hombre en un hijo que quería fusionarse con su madre y a toda mujer en una madre que transformaba al hombre inseminador en un anexo de su propio cuerpo. Al acoplarse de ese modo, decían en sustancia, el hombre ocupa, con respecto a la mujer, el lugar de un bebé que ésta tendría en sus brazos, y a su vez, en esta posición ella es un sustituto del bebé para el hombre.
 Entonces, la observación de los bonobos hizo saltar por los aires todas estas opiniones. Primos de los chimpacés, estos monos excepcionales forman una extraña sociedad en la que machos y hembras parecen más atraídos por los placeres del sexo y del alimento que por la conquista y la dominación. Copulan de frente, conocen la práctica de la felación y de la masturbación y, lo que es más, su sexualidad no está directamente ligada a la reproducción. En ocasiones los machos tienen relaciones con otros machos y las hembras con otras hembras. El orgasmo, compartido por ambos sexos, da lugar a manifestaciones de placer intenso.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2009, en traducción de Rosa Alapont. ISBN: 978-84-339-6285-0.]
 

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