martes, 6 de noviembre de 2018

El goce del paraíso.- John Ralston Saul (1947)


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Capítulo diez

«El taxi cruzó el barrio comercial para dirigirse hacia el río, circulando junto a suburbios construidos sobre palafitos, en zonas permanentemente inundadas. Curiosamente, aquel laberinto de palafitos era una de las pocas áreas de Bangkok que parecía tener sentido en la época de los monzones. Sus caminos estaban siempre por encima del nivel del agua.
 Pasaron junto a la Fundación de Cadáveres Desconocidos. Allí conservaban unos días los cadáveres no identificados, en su mayoría asesinados, a la espera de que apareciera algún familiar. En la fachada, una luz fluorescente iluminaba un escaparate decorado con fotografías en color de los cadáveres, todos ellos deformados por heridas o cardenales. Pong Hsi-Kun, hombre de negocios al servicio del general Krit, había ofrecido aquel servicio caritativo a la ciudad hacía pocos años, como prueba de sus buenas intenciones, y comenzaron a circular inmediatamente rumores indicando lo apropiado de su regalo.
 El matadero de cerdos estaba muy cerca, detrás de la escuela católica. El área estaba seca porque -a raíz de una inundación en 1983- los mayoristas chinos habían perdido una fortuna. Una ciudad asiática sin cerdo es como una italiana sin pasta. Los propios comerciantes habían financiado personalmente la construcción de unos diques para asegurarse de que el suministro de carne no se volvería a ver jamás interrumpido. Aparte de la modernización, el lugar parecía haber quedado atrapado en otra época remota. El matadero propiamente dicho estaba instalado en dos edificios bajos, de una sola planta, parecidos a hangares, que ocupaban una extensión equivalente a la de un campo de fútbol.
 Cuando el taxi se acercaba por el camino sin asfaltar que rodeaba el edificio principal, por las ventanillas penetró un olor húmedo de podredumbre procedente de los montones de huesos y restos de animales apiñados en el exterior.
 -Págueme ahora, señor -insistió el taxista, en el momento de detenerse.
 -Quiero que me espere.
 -No pienso esperarle aquí. Págueme ahora.
 Field se encogió de hombros y accedió. Al abrir la puerta oyó un prolongado grito humano. Un grito que, en realidad, iba más allá de lo humano producido en efecto por la muerte eliminando la razón. Inmediatamente se oyó otro de distinta procedencia, seguido de un coro de gritos. Field tuvo que tirar de Ao para que saliera del coche y empujarla para que caminara. En el interior, iluminadas por tubos fluorescentes, había docenas de pequeñas pocilgas. Algunas estaban llenas de enormes cerdos que deambulaban intranquilos. Otras tenían un fuego a vapor en el centro, rodeado de una mesa de hormigón. En cada una había una veintena de cerdos, que habían sido separados de los demás y cinco hombres, cuyo único atuendo era un pantalón corto. Los cerdos se acurrucaban inevitablemente en el rincón más alejado de la mesa de ejecuciones.
 Tanto le impresionó lo que veía que Field ni se dio cuenta de los despojos que pisaba. Los cerdos se acobardaban como seres humanos. Se apiñaban para sentirse más seguros, jadeando como si no pudieran respirar, babeando de miedo y con los ojos desenfocados. Uno de los individuos de la pocilga más cercana, con el cuerpo cubierto de sangre y mucosidades animales, se acercó a un cerdo con un garfio de un par de palmos en la mano y le asestó un golpe en la cabeza. El animal abrió involuntariamente la boca y el individuo aprovechó para clavarle el garfio, de modo que la punta saliera por la parte inferior de la mandíbula. El individuo tiró entonces del gancho y el animal soltó un prolongado grito casi humano. El cerdo tenía la mitad de la altura del hombre y un peso muy superior, pero no intentó defenderse; se limitó a gritar y resistirse. Al acercarse al fuego de vapor, lo cogieron entre cuatro hombres, uno por cada pata, y lo pusieron sobre la mesa. Otro individuo, con un cuchillo, le abrió una cruz en la garganta. Le dieron la vuelta para que vertiera la sangre en un barril y el grito menguó hasta hacerse inaudible conforme el líquido salía del cuerpo. A continuación lo empujaron sobre el vapor, le rascaron la piel para limpiarla y lo abrieron por la mitad, arrancándole las vísceras para otro mercado.
 Field bajó la mirada para observar a Ao, que esperaba con indiferencia, adaptada ya a las circunstancias. Quizá había visto muchas matanzas en el pueblo, aunque a pequeña escala.
 Los hombres vieron que Field los observaba y le preguntaron qué deseaba, en un tono que no era particularmente amable.
 -Busco al doctor Wuthiwat.
 Señalaron hacia el otro lado del edificio. Pasaron junto a una serie de pocilgas llenas de animales que chillaban, y de otras con hombres y más cerdos. El aire estaba impregnado de un dulzón olor a muerte. No era sorprendente que el matadero fuera uno de los lugares de Bangkok donde, por poco dinero, se contrataban asesinos a sueldo. Woodward había mencionado en una ocasión que, después de pasar la noche matando cerdos, no era muy distinto matar a un hombre.
 A lo largo de las paredes interiores del edificio había cuartos suspendidos, unos dos metros por encima de las pocilgas, donde vivían las familias de los matarifes. En el exterior había tiendas de comestibles. [...]
 Puesto que a los budistas sus principios les impiden matar, los empleados del matadero eran cristianos, en su mayoría descendientes de inmigrados vietnamitas, convertidos originalmente por curas franceses.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1988, en traducción de Enric Tremps. ISBN: 84-226-2768-X.]
 

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