II.- De piedra y sueño
«El verano de 1937 tenía que ser su último verano en libertad. El tiempo lo acercaba implacablemente a la hora de su boda. Ya no podía acabar con esta dependencia; nuestro conocido teatro de las interrelaciones humanas no le perdonaría tal deserción y no le dejaría ir a ninguna parte; y si fuese el caso, no le dejaría ni respirar. La situación se complicó notablemente con un nuevo enamoramiento tempestuoso que incluso prometía ser algo más que un simple enamoramiento. Antónich lo encontró en las entrañas del centro de la ciudad, entre los edificios fantasmas y los patios lánguidos, con escaleras estrechas y húmedas, en algún lugar en la calle Virmenska o Serbska.
Su enamoramiento se llamaba Fanni, tenía poco más de treinta años y dos hijos a los que de día echaba al patio de su tabuco lleno de flores artificiales en cuanto uno de sus clientes asiduos la iba a visitar (entre ellos estaban un policía del barrio, un cargador del mercado Galitski siempre beodo, unos cuantos estudiantes de medicina y el regente culón del coro de la iglesia Uspenska). Con la aparición de Antónich en la vida de Fanni, ésta dejó de recibirles, lo que provocó la ira frenética, sobre todo, del policía, que era el único que, gracias a los poderes especiales de su servicio, se aprovechaba de su cuerpo gratuitamente. Fanni tenía las piernas largas como arroyos de leche, el vientre cálido y de tacto sedoso y el coño limpio y aterciopelado; su piel era tan blanca que, como escribían en una novela medieval, cuando bebía vino tinto se podía ver cómo pasaba por su esófago. De joven la quisieron convencer para que fuera bailarina nocturna en "El chivo Dorado", pero Fanni rechazó la propuesta por demasiado obscena.
Con el paso de las semanas y los meses, Antónich iba descubriendo en ella nuevos manantiales ocultos. Es poco probable que mientras tanto hablasen de poesía; ellos mismos eran poesía, y punto. Haciendo el amor sobre los montones de flores artificiales alcanzaban aquella totalidad perdida de las dos mitades de la que tanto y con tan poca elocuencia se ha escrito en los tratados religiosos y médicos. Para ambos aquello era algo que les pasaba por primera vez, es decir, antes sólo habían podido oír hablar sobre una cosa así. Pero lo más importante es que un día, casi de repente, los dos se dieron cuenta de que se trataba de una gran coincidencia y que en ninguna otra ocasión, nunca y con nadie más podrían volver a vivirlo. "¿Cuándo es tu boda?" -preguntó Fanni a principios de junio, en una de aquellas noches que se convierten en madrugada sin haber apenas empezado. No, era de día, porque Fanni nunca echaba a sus hijos al fondo del patio de noche, por lo que sólo se encontraban con Antónich de día.
"Dentro de tres meses y medio", -contestó Antónich, y en aquel mismo instante sintió cómo se le entrecortaba la respiración. Según parece, precisamente entonces anidó en él su intención.
A finales de junio vino a verla a la hora acordada y cerraron con aplicación todas las ventanas y puertas. Se quitaron la ropa sin decirse ni una sola palabra. Entonces Antónich escribió con carbón en la pared sus últimas seis palabras, que por su significado, quizás, superan a las seis estrofas de su mística: "¡Nadie es culpable, no hay criminal!" Después de esto, abrió los grifos del gas y se metieron en el lecho. No, claro, también había un disco de vinilo. Fanni puso "El ángel azul" en el gramófono, su pieza de jazz preferida, con el solo de clarinete de Alfons "Muryn" Kaifman. Sabían hacer el amor tan desesperadamente y, al mismo tiempo, tan ordenadamente, que la muerte -o el eterno vacío- se vio obligada a cubrirles exactamente después del último sollozo del clarinete y de la también última explosión de desvanecimiento. Todo eso ya lo había escrito él mismo en "La balada de la muerte azul celeste", cosa que ella, quizás, ni se imaginaba.
Lo había descrito todo, excepto un final que incluso en sus anteriores visiones de voyeur no pudo prever. Así pues, perdiendo el conocimiento, fuese de amor o de envenenamiento, pudieron oír desde fuera, desde un mundo casi inexistente, el ruido de la puerta que cedía. Y al cabo de un minuto, cuando ya todo les daba igual, en el tabuco de Fanni irrumpió un tropel de salvadores encorvados y atontados, encabezados por el policía chillón. Aunque sus gritos temerosos de jefe no pudieron devolver a Fanni a la vida; entonces, ya no podía oír a nadie.
Por el contrario, a Antónich le llevaron urgentemente a la clínica de Kulpark (la ambulancia aullaba locamente en medio de una ciudad llena de peatones, carros de campesinos y tranvías), donde una banda de los médicos mejor titulados y, en consecuencia, los más cínicos, durante una breve deliberación, llegaron a la conclusión de que debía empezar la lucha por la vida de la víctima. Esta acción tenía que consistir sobre todo en el desenvenenamiento, o sea, en una transfusión total de la sangre. De esta manera, el siguiente día y medio Antónich estuvo en un pasillo apenas iluminado entre los dos mundos, bajo una observación médica impotente y atenta y una voluminosa, y no por ello menos frágil, construcción de vasijas de cristal.
La noticia de su estancia en el hospital se apoderó enseguida de Lviv. Sin embargo, la dirección del teatro no podía contentarse con la verdadera versión del accidente: el intento de suicidio no pertenecía a los argumentos establecidos en la palestra literaria nacional. Por otro lado, no había ninguna posibilidad de borrar ni de ocultar el hecho mismo de la enfermedad grave. Modelando conscientemente a su propio Antónich, las personalidades teatrales lanzaron lo primero que se le ocurrió a uno de ellos, y que tenía un aspecto bastante inocente, o sea, neutral: apendicitis aguda con operación posterior del íleon.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2007, en traducción de Oksana Gollyak y Frederic Guerrero Solé. ISBN: 978-84-96834-18-7.]
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