domingo, 25 de noviembre de 2018

Vida sentimental de un camionero.- Alicia Giménez Bartlett (1951)

 
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«Al anochecer volvió a su casa. Mercedes estaba seria y activa, sin síntomas de tragedia. Preparaba la cena mientras las niñas tomaban un baño. De vez en cuando iba a imponer paz en sus juegos. Rafael fue al dormitorio para hacer la maleta. Encontró las camisas planchadas y la ropa lista como de costumbre. Se acercó hasta la cocina.
 -Me voy.
 Ella lo miró con expresión neutra, le habló sin ninguna acritud, como si tuviera que arreglar con él asuntos de importancia que excluían cualquier demostración emocional.
 -Dime cuanto antes si estás de acuerdo en las condiciones de la separación. Y ponte en contacto con la abogada, te he dejado las señas encima de la mesa. Ya me dirás dónde piensas vivir, por si hay que pasarte algún recado.
 Él no dijo nada. No había ningún sentimiento abrumador que lo embargara. De pronto notó aquella casa como lejana, como si en realidad nunca hubiera sido suya. Tampoco sentía nada especial con respecto a sus hijas. Cuando fue a despedirse de ellas apenas sí pararon sus juegos, ocupadas en salpicarse agua y esconder el jabón. Al cerrar la puerta se dio cuenta de que quizás era la última vez que había entrado allí.
 Cuando Mercedes le dijo que quería separarse había reaccionado con violencia. Después, al saber el dato de la abogada, se quedó parado, sin respuesta alguna. No protestó. Pensó que más adelante le diría hasta qué punto era ridícula aquella historia de la separación. Sin embargo, no tenía deseos de poner impedimentos, estaba impulsado por una inercia de aceptación, seguro en el fondo de que, hiciera lo que hiciera, la situación resultaría irreversible. Caminando por la calle imaginó su vida pasada sin estar casado. Hubiera dispuesto siempre de mucho dinero. Se vio a sí mismo en un apartamento de lujo rodeado de mujeres. En todos aquellos años no había hecho más que trabajar para mantener a su familia, pagar los plazos de un piso demasiado grande, las mensualidades de un colegio demasiado caro. Ésa había sido su vida y rellenar los huecos con algunas juergas. Ahora su mujer iba a quedarse con todo, y él no tendría derecho a protestar. Una vida desperdiciada, haciendo lo que no quería hacer.
 Se puso al volante del camión con ánimo sombrío. Condujo hasta salir de la ciudad. Enfiló la autopista como un sonámbulo. La conducción logró relajarlo, aliviarlo. Sin embargo, la idea se le representaba una y otra vez, ya no tenía nada de aquello por lo que se había visto esclavizado durante toda su vida: una familia, una casa. Ni siquiera estaba seguro de si debía alegrarse o enfurecerse.  Sólo había algo que le indignaba: no existía nadie frente a quien reclamar. Él se había casado con Mercedes y sólo había supeditado su vida a ese matrimonio. En el aire quedaban las posibilidades de haber sido un individuo más libre y rico. Ahora se veía a sí mismo como una hormiga que había construido la vivienda para otros. Hubiera deseado que al final todo su trabajo tuviera un sentido. La suerte no le había deparado una mujer que supiera tener paciencia. Ahora no tenía casa, ni hijos, ni esposa y tampoco era un joven lleno de fuerza como había sido tiempo atrás. Cualquier estúpido tiene más suerte, pensó. Una cólera controlada pero poderosa fue dominando su pensamiento. Aceptaría la separación. Jamás le pediría a Mercedes clemencia, no se humillaría ni siquiera rogándole hablar con ella más despacio.
 Tras varias horas al volante sintió deseos de parar, tomar café. Recordó la cita con Rápalo. Llegaría hasta el bar donde debían verse, podía aguantar un poco más. Se le representó la figura de Rápalo con toda su repugnante apariencia. Por lo visto incluso un tipo como aquél se creía con derecho a pedirle que se rebajara. Todo el mundo parecía exigir de él un comportamiento determinado. Sonrió desdeñosamente, apretó los dientes.
 Rápalo no había llegado aún cuando traspasó la puerta del bar. Se sentó en la barra. No tenía hambre, pero sabía que sin haber cenado el día anterior no resistiría mucho más al volante. Pidió un par de huevos fritos. Miró sin demasiada atención a la gente que desayunaba. Algunos tipos con aspecto cansado engullían sin levantar la vista del plato. Cuatro camioneros charlaban ruidosamente en una mesa. Devoraban un plato de carne con tomate y bebían vino. Muchos necesitaban una reunión cada mañana para poder seguir adelante durante todo el día. Se sentían abandonados si por la mañana no había bromas, vino y cigarrillos. "Me deprime comer solo", había oído esa frase mil veces en boca de camioneros. Le parecía despreciable; si un hombre no puede comer solo, tampoco sabrá hacer solo todo lo demás. Vivir sin Mercedes no tenía por qué ser una tragedia. Alquilaría su propio apartamento, allí recibiría sus novias y tomaría copas en la terraza, vería los partidos de fútbol en la televisión. Sin embargo, no podía alquilar cualquier cosa, no estaba acostumbrado a vivir en lugares sin categoría. Para todo eso haría falta dinero, ni siquiera se imaginaba cuánto, tampoco sabía de qué cantidad podría disponer después de pasarle la pensión a Mercedes. La historia seguiría repitiéndose, él trabajaría como un negro y Mercedes viviría como una señora, quizás mejor que antes. Saldría con otros tipos y podría hacer gastos sin preocupación. Había sido una jugada perfecta por su parte.
 Al tiempo que le servían los huevos pudo oír el saludo de Rápalo a su espalda. Voceaba como de costumbre, fanfarrón y escandaloso. Se sentó a su lado, pidió café. Lo notó tenso bajo su apariencia jovial. Se acercó a hablar con los camioneros que desayunaban. Lo escucharon con condescendencia burlona. Todos conocían a Andrés Rápalo, sus alardes, los relatos de cuando era chulo en Barcelona.»
 
     [El fragmento pertenece a la edición en español de RBA Coleccionables, 2001. ISBN: 84-473-1790-0.]

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