XV.- Donde Mustafá vuelve a convertirse en François Cocardon
«Había decidido acercarme lo más posible a la verdad, temiendo que los inquisidores se informaran, tal como hicieron, preguntando a antiguos cautivos, pues es sabido que no faltan los mallorquines en Argel, pues la isla sufre frecuentes ataques de los corsarios. Así, al contar yo el discurso de mi vida en francés, pues el tribunal había nombrado a un intérprete, les dije que había sido preso por los moros a los dieciséis años en una nave española que iba de Les Martigues a Alicante, que había permanecido firme en mi fe durante seis años, aunque sufrido mil muertes como galeote durante tres años al servicio de Sinan Rais, que entonces me había confesado con un religioso cautivo en el penal del Rey y había comulgado en el tiempo de la Pascua de Resurrección. Al no poder soportar ya más el sufrimiento, había tomado la decisión de renegar con la boca y no con el corazón, a fin de ir a las expediciones para encontrar alguna oportunidad de huida, para poder regresar a mi patria, y que en secreto había seguido diciendo las oraciones que me había enseñado mi madre en el pueblo de Six-Fours, en el condado de Provenza, donde todos éramos buenos católicos y que tal era la razón por la cual todavía me sabía dichas oraciones.
Añadí, no obstante, que debía confesar un gran pecado. Pues, si bien era cierto que en el tiempo de mi abjuración yo tenía por muy cierto que no tenía en modo alguno la intención de salvarme en la fe de Mahoma ni creía que esta secta fuera buena, también era verdad que al cabo de tres años cambié de opinión. Y que practicando con los moros y los turcos piadosos, que tenían gran conocimiento del Corán, había llegado a la creencia de los mahometanos y me había convencido de salvarme en esta religión, olvidando la fe de mi bautismo. Que por dicha razón iba regularmente a la mezquita para hacer las ceremonias de moros y turcos, las abluciones y la salat, y que había ayunado durante el ramadán, había sido circundado con mi consentimiento, que había realizado numerosas incursiones y había causado gran daño a los cristianos. Sin embargo, de unos años a esta parte, me habían asaltado las dudas, estaba turbado por los crímenes que había cometido, de modo que había comenzado a conversar con algunos religiosos cautivos, había largamente deliberado con ellos antes de rendirme a sus argumentos y al fin había comprendido mi pecado, de donde me había venido la idea de nuestra empresa, sabiendo que había en Argel otros renegados de distintas naciones que nada deseaban tanto como regresar a la cristiandad para abjurar, vivir y morir. Y en este punto de mi discurso tomé mi calzado, le quité la suela y pude sacar el certificado del hermano Gaspar, que mostré a uno de los inquisidores que me escuchaban. Y no dije nada más, pues tenía la intención de esperar las preguntas que no dejarían de hacerme. Y bien pude ver que el escrito del hermano Gaspar producía un muy buen efecto sobre mis jueces.
Me mandaron declinar mi genealogía, padre, madre, abuelos por línea paterna y materna, tíos, tías, hermanos, hermanas. Tuve que decirles que no sabía quién de mi familia seguía vivo en aquellos momentos, si es que quedaba alguno, pues no había tenido noticia de ellos desde mi captura, de la que habían transcurrido treinta años. Tres días más tarde tuvo lugar la primera audiencia, y me preguntaron enseguida si me había acordado de algún hecho que hubiera omitido al narrar el discurso de mi vida. Y respondí que una de las razones de mis dudas había sido la muerte de mi esposa, a quien profesaba gran cariño, y que en ello entendí que podía ser un aviso del cielo. Me dijeron que no les había informado de mi matrimonio. Me extrañé de ello y respondí que el hermano Gaspar no había dejado de mencionarlo y que incluso había indicado que el matrimonio se hizo a la usanza de los moros, cosa que yo no tenía ninguna intención de disimular. Quisieron saber más sobre el caso. Les dije que Yasmina era mora, ni renegada ni hija de renegados, y que era viuda de un rais, que me había dado tres hijos y que había traído conmigo en la galeota al mayor, a fin de que fuera bautizado en nuestra santa religión, y que estaba en Mallorca, bajo la custodia de uno de los antiguos esclavos que yo había rescatado, y que mis otros dos hijos eran demasiado pequeños para salir a la fortuna del mar.
Uno de los inquisidores me preguntó entonces cómo había podido hacerme tan rico para poseer una galeota, que era una nave considerable, y para comprar tantos esclavos, pues éstos habían dicho todos que eran míos y que les había querido liberar para hacer penitencia. Era preciso que hubiera cometido grandes crímenes y horrendas tropelías, con gran daño de los cristianos, para haber amasado tantas riquezas. Respondí que no quería negar que, en efecto, durante mis años de corsario había cometido grandes maldades y había reunido un buen botín de esclavos y mercancías, pero que sin embargo había obtenido gran parte de mis bienes capturando una barca de contrabandistas españoles que entregaban lingotes de plata a los holandeses, y que la otra parte me había venido del comercio honrado que había hecho con los puertos de Túnez, Constantinopla y otros lugares durante diez años, y que hacía ya más de diez años que no había hecho correría alguna, pues juzgaba que un buen musulmán no debía matar a la gente, aunque fueran cristianos, si no estaba obligado a ello. Puse alguna malicia en mi respuesta para dar a entender a mis jueces que los mahometanos podían ser muy buenas personas, tanto como los cristianos y más que algunos de ellos.
Sólo durante la segunda audiencia les dije que había ido en peregrinación a La Meca, con el padre de mi esposa, en el tiempo en que estaba convencido de salvarme en aquella secta y que al ver que en aquel país se hacía gran comercio de todas las cosas, había resuelto vivir pacíficamente del comercio, en vez de salir al mar. Y añadí que me había olvidado decirles que hice donación del resto de mis bienes, es decir, diez mil reales de a ocho, al hermano Gaspar, a fin de que los padres redentores pudieran redimir a algunos cautivos, sabiendo bien que mi empresa era de lo más incierta. Y como me preguntaran lo que deseaba hacer, yo respondí que ante todo me incumbía cumplir la penitencia que ellos juzgaran conveniente ordenarme.»
[El texto pertenece a la edición de Diario El País, 2005, en traducción de Lluís María Todó Vila. ISBN: 84-9815-225-9.]
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