Primera parte
8
«A la mañana siguiente le entregaron un vestido verde oscuro de manga larga y unos pantalones blancos de algodón. Afsun le dio un hiyab verde y un par de sandalias a juego.
La llevaron a la estancia de la larga mesa marrón, pero ahora en el centro había un cuenco de almendras garrapiñadas, un Corán, un velo verde y un espejo. Sentados a la mesa había dos hombres a los que Mariam nunca había visto -testigos, supuso- y un ulema al que no conocía.
Yalil le indicó la silla en que debía sentarse. Su padre llevaba un traje marrón claro y la corbata roja. Se había lavado el pelo. Cuando apartó la silla para que Mariam se sentara, trató de animarla con una sonrisa. Esta vez Jadiya y Afsun se sentaron a su lado.
El ulema señaló el velo y Nargis cubrió la cabeza de Mariam con él antes de sentarse. La muchacha bajó la vista y se miró las manos.
-Ahora puede decirle que entre -indicó Yalil a alguien.
Mariam lo olió antes de verlo. Desprendía un efluvio a tabaco y a una colonia fuerte y dulzona, muy distinta del sutil aroma que desprendía su padre. El olor le anegó los orificios nasales. De reojo y a través del velo, vio a un hombre alto, de grueso vientre y hombros anchos, que se inclinaba para pasar por la puerta. Su tamaño estuvo a punto de hacerle soltar una exclamación ahogada, y tuvo que apartar la mirada con el corazón latiendo desbocado. Aun así, percibió que el hombre se demoraba en la puerta. Luego sintió sus pasos lentos y pesados en la estancia. El cuenco de almendras tintineaba al mismo ritmo. Con un ronco gruñido, el hombre se sentó en una silla al lado de Miriam. Resollaba.
El ulema les dio la bienvenida. Dijo que aquél no iba a ser un nikka tradicional.
-Tengo entendido que Rashid aga tiene billetes para el autobús de Kabul que parte en breve. Así pues, para ahorrar tiempo, pasaremos por alto algunas de las partes tradicionales y terminaremos antes.
El ulema pronunció unas cuantas bendiciones y dijo unas palabras sobre la importancia del matrimonio. Preguntó a Yalil si tenía alguna objeción que hacer en contra de aquella unión y éste negó con la cabeza. Luego el ulema preguntó a Rashid si realmente quería formalizar el contrato matrimonial con Mariam. Rashid contestó que sí. Su voz áspera y ronca recordó a Mariam las hojas secas del otoño al crujir bajo las pisadas.
-Y tú, Mariam yan, ¿aceptas a este hombre como marido?
Ella no respondió. Se oyeron carraspeos.
-Sí, acepta -intervino una voz femenina desde otro lado de la mesa.
-En realidad -objetó el ulema-, tiene que contestar ella. Y debe esperar a que yo se lo pregunte tres veces. Es el hombre quien la pretende, no al revés.
El ulema repitió la pregunta dos veces. Al ver que Mariam no respondía, la repitió una vez más y con más fuerza. Mariam notó que su padre se agitaba en su silla, que cruzaba y descruzaba los pies bajo la mesa. Hubo más carraspeos. Una mano blanca y pequeña limpió una mota de polvo de la mesa.
-Mariam -susurró Yalil.
-Sí -dijo ella con voz temblorosa.
Le pusieron el espejo bajo el velo. En él, Mariam vio primero su rostro, las cejas sin forma, los cabellos lacios, los ojos de un verde tristón y tan juntos que habría podido pasar por bizca. Tenía el cutis basto, apagado y con granos. Su frente le parecía demasiado ancha, el mentón demasiado estrecho, los labios demasiado finos. La impresión general era de una cara larga, triangular, un poco como la de un sabueso. Sin embargo, Mariam también vio que, extrañamente, el conjunto de aquellas toscas facciones formaban un rostro que, sin ser bonito, no resultaba desagradable.
En el espejo Mariam vislumbró por primera vez a Rashid: el rostro grande, redondo y rubicundo; la nariz aguileña; las mejillas coloradas que daban la impresión de una traviesa jovialidad; los ojos llorosos e inyectados en sangre; los dientes apretados; la frente arrugada como un tejado de dos aguas; el nacimiento del pelo increíblemente bajo, apenas a dos dedos de las cejas hirsutas; la masa de espesos y ásperos cabellos entrecanos.
Sus miradas se encontraron brevemente en el espejo y luego se desviaron.
Se pusieron mutuamente las finas alianzas de oro que Rashid sacó del bolsillo de su chaqueta. Las uñas de él eran amarillentas, como el interior de una manzana podrida, y algunas se curvaban hacia arriba. Las manos de Mariam temblaban cuando trató de deslizarle el anillo en el dedo y él tuvo que ayudarla. A ella el anillo le quedaba un poco justo pero Rashid no tuvo dificultad alguna en hacerlo pasar.
-Ya está -dijo.
-Es un bonito anillo -observó una de las esposas-. Es precioso, Mariam.
-Y ahora ya sólo queda firmar el contrato -dijo el ulema.
Mariam firmó con su nombre -la mim, la ré, la ya y la mim, otra vez- consciente de que todos los ojos estaban puestos en su mano. Cuando volviera a firmar un documento por segunda vez en su vida, veintisiete años más tarde, también habría un ulema presente.
-Ahora sois marido y mujer -anunció el ulema-. Tabrik. Felicidades.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2007, en traducción de Gema Moral Bartolomé. ISBN: 978-84-9838-122-1.]
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