martes, 20 de febrero de 2018

Hijo de ladrón.- Manuel Rojas (1896-1973)


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Segunda parte.
 IV

«-¡Con otro empujón cae!...
 Junto con empezar a inclinarse el tranvía, empezaba a erguirse el griterío, que se iniciaba con voces aisladas, restallantes, estimuladoras, a las cuales se unían pronto otras de admiración, formando todas al fin, una columna que alcanzaba su mayor altura cuando el tranvía, imponente, pero bruto, indiferente a su destino, obedecía al impulso y cedía cinco, diez, quince grados: unos más y caería. Por fin cayó y los hombres saltaron hacia atrás o hacia los lados, temerosos de que reventara con el golpe y los hiriera con los vidrios, hierros o astillas que se desprendieron de él; pero nada saltó y nadie quedó herido. Es curioso ver un tranvía por debajo: las pesadas ruedas, aquellas ruedas que trituran y seguirán triturando tantas piernas, brazos y columnas vertebrales, hierros llenos de grasa y de tierra, gruesos resortes, húmedos, como transpirados, telarañas, trocillos de papeles de colores, mariposas nocturnas.
 Una vez volcado, el tranvía perdió su interés y la gente corrió hacia el otro, que esperaba su destino con las luces apagadas, las ventanillas rotas, los vidrios hechos polvo. En ese momento apareció o volvió la policía -nunca se sabe cuándo es una y cuándo es otra, ya que siempre es igual, siempre verde, siempre parda o siempre azul-, pero la gente no huyó: no se trataba ya de veinte o de cincuenta hombres, sino de centenares, y así como los hombres huyeron cuando estaban en minoría, así la policía no cargó al advertir que el número estaba en su contra. Avanzó con lentitud y se colocó en el margen de la calle, de modo que las grupas de los caballos quedaran vueltas hacia la acera. La multitud, tranquilizada de repente, aunque exaltada, tomó posiciones, no quitando ojo a los caballos, a las lanzas y a los sables. Pronto empezaron oírse voces altas:
 -¡Parece que tuvieran hambre!
 -¡Todos tienen cara de perros!
 -¿Y el oficial? ¡Mírenlo! Tiene cara de sable.
 El oficial, en efecto, tenía una cara larga y afiladísima. Parecía nervioso, y su caballo negro, aparecía más nervioso aún: se agitaba, agachando y levantando una y otra vez la cabeza.
 -¿Qué esperan?
 -¿Por qué no cargan ahora, perros? ¡Para eso les pagan!
 En ese momento se encendieron las luces de los cerros y la ciudad pareció tomar amplitud, subiendo hacia los faldeos con sus ramas de luz.
 -¡Vámonos!
 -¡Vamos! Dejemos solos a estos desgraciados.
 Cada palabra de provocación y cada injuria dirigida hacia los policías me duelen de un modo extraño: siento que todas pegan con dureza contra sus rostros y hasta creo ver que pestañean cada vez que una sale de la multitud. Me parece que no debería injuriárseles ni provocárseles; además, estando entre los que gritan aquellas palabras, aparezco también un poco responsable. Es cierto que momentos antes había tenido que correr, sin motivo alguno y como una liebre, ante la caballada, pero, no sé por qué, la inconsciencia de los policías y de los caballos se me antoja forzosa, impuesta, disculpable por ello, en tanto que los gritos eran libres y voluntarios. Una voz pregunta dentro de mí por qué la policía podía cargar cuando quería y por qué la multitud no podía gritar si así le daba la gana; no sé qué responder y me cuido mucho de hacer callar a nadie: no quiero recibir un palo en la cabeza o un puñetazo en la nariz. Siguieron, pues, los gritos y las malas palabras y las ironías, y a pesar de que temí que la provocación trajera una reacción violenta de parte de la policía, no ocurrió tal cosa. El oficial y los hombres de su tropa parecían no oír nada; allí estaban, pálidos algunos, un poco desencajados otros, indiferentes en apariencia los más, semejando, menos que hombres, máquinas o herramientas, objetos para usar. En la oscuridad flanquean las camisas de los trabajadores y en el aire hay algo tenso que amenaza romperse de un momento a otro. Nada llegó a romperse, sin embargo. La multitud empezó a desperdigarse en grupos, yéndose unos por una calle y otros por otra, allí no había nada que hacer. La policía permaneció en el sitio: no podía seguir a cada grupo y ninguno era más importante que el otro. La gente se despedía:
 -¡No se vayan a aburrir!
 -¡Pobrecitos, se quedan solos!
 -¡La carita que tienen!
La aventura no terminó allí: el motín bullía por toda la parte baja de la ciudad, excepto en el centro, donde estaban los bancos, los diarios, las grandes casas comerciales; en algunas partes la multitud apedreó los almacenes de comestibles, de preferencia los de la parte amplia de la ciudad y los que estaban al pie de los cerros. No tenían nada que ver, es cierto, con el alza de las tarifas de tranvías, pero muchos hombres aprovecharon la oportunidad para demostrar su antipatía hacia los que durante meses y años explotan su pobreza y viven de ella, robándoles en el peso, en los precios y en la calidad; la mezquindad de algunos, el cinismo de otros, la avaricia de muchos y la indiferencia de todos o de casi todos, que producen resquemores y heridas, agravios y odios a través de largos y tristes días de miseria, reaparecían en el recuerdo, y muchos almacenes, además de apedreados, fueron saqueados de la mercadería puesta cerca de las puertas, papas o porotos, verduras o útiles, escobas, cacerolas, que cuelgan al alcance de las manos: se suscitaron incidentes y algunos almaceneros dispararon armas, hiriendo, por supuesto, a los que pasaban o miraban, lo que enardeció más a la multitud. Hubo heridos y la sirena de las ambulancias empezó a aullar por las calles.
 Cayó la noche y yo vagaba de aquí para allá, siguiendo ya a un grupo, ya a otro, aquello me entretenía; no gritaba ni tiraba piedras y aunque los gritos y las pedradas me dolían no me resolvía a marcharme; te escribiré desde... Había olvidado a mi amigo y a su barco. Los boticarios, detrás de sus frágiles mostradores, aparecen como transparentes, rodeados de pequeños y grandes frascos con líquidos de diversos colores, espejos y vitrinas, y miran hacia fuera, hacia la calle, con curiosidad y sorpresa, como queriendo dar a entender que no tienen nada que ver con lo que sucede, mucho menos con las empresas de tranvías o con los almacenes de comestibles: venden remedios y son, por eso, benefactores de la gente; contribuyen a mitigar el dolor. No tendrían, claro está, la conciencia muy tranquila ya que ni los comerciantes muertos la tendrán, pero la muchedumbre y las personas que la formaban, obreros y jornaleros, empleados y vendedores callejeros, entre quienes empezaron a aparecer maleantes, sentían que una botica no es algo de todos los días ni de cada momento, como el almacén o la verdulería; nadie entra a una botica a pedir fiado un frasco de remedio para la tos o uno de tónico para la debilidad y el boticario no pesa, en general, la mercadería que vende - por lo menos no lo hace a la vista del público-; en consecuencia, y aparentemente, no roba en el peso ni es, también en apariencia, mezquino, y si uno no tiene dinero para adquirir un pectoral o un reconstituyente puede seguir tosiendo o enflaqueciéndose o recurrir a remedios caseros, que siempre son más baratos; nadie, por otra parte, puede tener la insensata ocurrencia de robarse una caja de polvos de arroz o una escobilla para los dientes; pero al pan, al azúcar, a los porotos, a las papas, al café, al té, a la manteca, no se puede renunciar así como así para siempre ni hay productos caseros que los substituyan.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Cátedra. ISBN: 84-376-1898-3.]
 

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