10.-Leyes morales sobre la educación
«La educación pública, al tener una influencia necesaria sobre el bienestar y la tranquilidad de los Estados, merece la atención y vigilancia de todo buen gobierno. El soberano debería crear sobre este importante objetivo un departamento, un ministerio que se ocupase únicamente de ello; su función sería velar por la conducta de los maestros, obligarles a inspirar a los jóvenes sólo principios conformes a los intereses de la sociedad. Para que estos principios fuesen uniformes, y no estuviesen sujetos a los caprichos de los maestros, uno de los primeros asuntos del gobierno debería ser ocuparse de la confección de un Catecismo moral o un Código social simple, claro, acomodado a la edad, la capacidad y la inteligencia de los alumnos. Hay muy pocos niños a los que, con ayuda de buenos materiales, no se les puedan enseñar los preceptos de la moral de una manera adecuada para interesarles, e incluso divertirles. Ejemplos, fragmentos de historia, anécdotas actuales y diarias, podrían ilustrar los preceptos y fijarlos en la memoria.
A menudo las lecciones disgustan a los alumnos y les resultan inútiles por culpa de los maestros. Quienes se encargan habitualmente de educar a la juventud están faltos ellos mismos de una educación apropiada. Hinchados por un estúpido orgullo, lo muestran con frecuencia mediante el abuso de poder que ejercen sobre tiernas criaturas a las que vemos, bañadas en lágrimas, recibir temblorosos lecciones que la confusión de su espíritu hará infructuosas. La inhumanidad, la dureza, el malhumor, los caprichos, los castigos arbitrarios y a menudo injustos de tantos maestros contribuyen, al menos tanto como su incapacidad, a hacer sus enseñanzas ineficaces, e incluso a pervertir los sentimientos de sus alumnos. El despotismo, bajo cualquier forma que se presente, envilece el alma o la empuja a la revuelta; el de los maestros sirve sólo para proporcionar a sus discípulos sentimientos abyectos de servidumbre, falsedad, engaño, mentira y todos los vicios que el temor inspira a los esclavos. Además, esta tiranía anula en ellos las ideas de justicia; se imaginan que el poder consiste en la facultad de causar daño y de hacer obedecer las propias fantasías, por lo que es evidente que una educación servil sólo puede formar almas miserables u hombres que serán muy insolentes cuando algún día tengan autoridad.
A las naciones les interesa la formación de ciudadanos justos y sensibles al honor. Por ello, el gobierno debe desterrar de la educación pública todo pedantismo rechazable, todo poder arbitrario, todo castigo envilecedor. Los maestros deben mostrarse sin pasiones y sin malhumores, han de alegrar sus lecciones, reprender con bondad, mostrarse razonables y corregir con sangre fría, de manera que los discípulos reconozcan que la justicia los castiga por su propio bien. Los castigos infligidos a los jóvenes sin motivos conocidos son inútiles, sirven únicamente para desorientar la ideas, confunden en su espíritu las nociones tan claras de lo justo y lo injusto, la fuerza y el derecho.
A menudo las lecciones disgustan a los alumnos y les resultan inútiles por culpa de los maestros. Quienes se encargan habitualmente de educar a la juventud están faltos ellos mismos de una educación apropiada. Hinchados por un estúpido orgullo, lo muestran con frecuencia mediante el abuso de poder que ejercen sobre tiernas criaturas a las que vemos, bañadas en lágrimas, recibir temblorosos lecciones que la confusión de su espíritu hará infructuosas. La inhumanidad, la dureza, el malhumor, los caprichos, los castigos arbitrarios y a menudo injustos de tantos maestros contribuyen, al menos tanto como su incapacidad, a hacer sus enseñanzas ineficaces, e incluso a pervertir los sentimientos de sus alumnos. El despotismo, bajo cualquier forma que se presente, envilece el alma o la empuja a la revuelta; el de los maestros sirve sólo para proporcionar a sus discípulos sentimientos abyectos de servidumbre, falsedad, engaño, mentira y todos los vicios que el temor inspira a los esclavos. Además, esta tiranía anula en ellos las ideas de justicia; se imaginan que el poder consiste en la facultad de causar daño y de hacer obedecer las propias fantasías, por lo que es evidente que una educación servil sólo puede formar almas miserables u hombres que serán muy insolentes cuando algún día tengan autoridad.
A las naciones les interesa la formación de ciudadanos justos y sensibles al honor. Por ello, el gobierno debe desterrar de la educación pública todo pedantismo rechazable, todo poder arbitrario, todo castigo envilecedor. Los maestros deben mostrarse sin pasiones y sin malhumores, han de alegrar sus lecciones, reprender con bondad, mostrarse razonables y corregir con sangre fría, de manera que los discípulos reconozcan que la justicia los castiga por su propio bien. Los castigos infligidos a los jóvenes sin motivos conocidos son inútiles, sirven únicamente para desorientar la ideas, confunden en su espíritu las nociones tan claras de lo justo y lo injusto, la fuerza y el derecho.
Así, del mismo modo que en las otras áreas de la administración, el gobierno debe proteger la debilidad de la infancia contra el poder a menudo inicuo de sus maestros. Para él es más importante tener numerosos ciudadanos honrados, buenos y justos, que dejar inútilmente que se atormente a los niños para hacerlos más o menos hábiles. Los grandes talentos son infrecuentes, las ciencias se adquieren sólo con esfuerzo, pero los hombres de cualquier estamento son capaces de virtudes y por ello pueden convertirse en óptimos ciudadanos.
El legislador debería dirigir su mirada principalmente a la educación del pueblo. Al librar a los débiles y pobres de los insultos y vejaciones de los grandes y ricos, los ciudadanos de las clases inferiores tendrían almas más elevadas, se estimarían más a sí mismos, serían capaces de sentimientos de honor, se descuidarían menos tanto interior como exteriormente*. [...]
El vulgo es tan vicioso y despreciable sólo porque el gobierno descuida instruirlo convenientemente. En un Estado bien constituido deberían existir escuelas gratuitas y públicas donde se instruyera y nutriera a la juventud pobre y las leyes deberían obligar a los padres a enviar allí a sus hijos para recibir las lecciones y el pan que son incapaces de darles. "No hay -dice Horacio- un hombre tan feroz que no pueda domeñarse mediante la cultura".
Por otro lado, las grandes ganancias del clero facilitarán siempre a un gobierno atento la creación de escuelas de moral y la adecuada recompensa de todos aquellos que se ocupen bajo su vigilancia de la instrucción de la juventud. ¿Podría la religión condenar un uso tan noble y tan caritativo de las riquezas consagradas a la divinidad? ¿Hay algo más adecuado para enaltecer a los ministros de la religión a los ojos del pueblo que ver en estos hombres bienhechores la fuente de la felicidad pública y privada? La verdadera caridad consistirá siempre en hacer el bien a los pobres; el verdadero honor, en servir útilmente a la patria y hacer mejores a los ciudadanos.
Ya hemos dicho de pasada algo sobre la educación de la mujeres (capítulo 8). [...] Por poco que reflexionemos sobre ello, reconoceremos fácilmente que las mujeres tienen necesidad, por muchos motivos, de los mismos principios morales que la educación enseña a los hombres. Necesitan conocerse a sí mismas, saber qué deben a los seres con quienes tienen relaciones de hijas, esposas o ciudadanas; necesitan ser instruidas en los medios para ser felices en todas las circunstancias de la vida y evitar conductas contrarias a su bienestar duradero. De esta educación depende claramente la tranquilidad de las familias, cuya unión forma la gran familia o sociedad nacional. [...]
Observamos que en general las mujeres sienten con mucha intensidad pero razonan bastante poco. Este defecto proviene en ellas de que la educación no las acostumbra a reflexionar, no les da ideas de justicia adecuadas para moderar las fantasías, las súbitas irrupciones de la imaginación, los caprichos inconstantes. [...] En efecto, la educación de las mujeres peca de los mismos defectos que la de la mayoría de los príncipes: sólo se les llena la cabeza de vanidad, se les dice que están hechas para reinar y para recibir sin vuelta los homenajes de los adoradores que su sexo, sus encantos o sus artificios les procuran. De aquí surgen todos los defectos que se reprocha a las mujeres hermosas. Sólo se les hace estar ocupadas en su figura, sus vestidos, los medios de hacer valer las gracias exteriores de su persona o de ocultar los defectos, las estratagemas que tienen que emplear para hacer sus conquistas y aumentar el número de sus esclavos.»
* Los países más libres de Europa son también los más limpios en sus casas y vestidos. La libertad produce bienestar y éste produce limpieza. Los ingleses y holandeses son de una limpieza tan maravillosa como lo es la suciedad de los españoles, portugueses, italianos, rusos, etc. (N. del A.)
[El fragmento corresponde a la edición en español de Editorial Laetoli, en traducción de Josep Lluís Teodoro. ISBN: 978-84-92422-57-9.]
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