Mi padre no es capitán
«Si todos los recuerdos penosos se dijeran sin
pensar en la opinión de quien los escucha, el corazón se iría aliviando de sus
miserias hasta quedarse limpio y ligero, alado corazón para anidar en las ramas
del Árbol de Dios. Porque yo quiero ir realzando el mío digo todo lo distante,
y ahora, esto que me aflige hasta después de razonarlo con generosidad.
Mis amigas eran numerosas y se
pasaban la vida diciéndose las unas a las otras sus listas de comodidades.
-¿Qué es tu padre? El mío es
comandante y tenemos dos asistentes.
-El mío es teniente.
-El mío, coronel.
De pronto, a mí: -¿Y el tuyo:
qué es tu padre?
Sin pensarlo; dije: -Mi padre,
capitán.
Yo era imaginativa, acaso
orgullosa, y experimenté un absurdo rubor de confesar que mi padre no solamente
no era militar, ni siquiera comerciante. Así, pues, sin detenerme a pensar,
contesté rápidamente:
-¿Mi padre? Es
capitán.
Se miraron las niñas, dudosas;
una, lista, dijo:
-¿Y ese que viene a tu casa,
de paisano?
Ya lanzada, ¿cómo retroceder?
Repuse:
-Es mi tío. Mi padre está en
el campo.
(El “campo” en Marruecos era
donde estaban los campamentos, las posiciones frente al enemigo.)
-¿Y vive con vosotras tu tío?
-Sí.
-¡Pues nunca viene tu padre!
-No tiene permiso.
Y ya no hablamos más de
aquello. Mi corazón no sufrió temores; ni torturas por la enorme mentira dicha;
era una edad la mía tan poblada de imaginaciones, que no lograba distinguirlas
de la realidad; y así, muchas eran las veces en que preguntaba a mi madre:
-Dime, mamá; "eso"...
(cualquier detalle) ¿es verdad o lo he inventado yo? -por lo cual ella tenía
siempre como una obligación más la de velar por la autenticidad de mis ideas.
¿Quién contó a Masanto, mi
amiga hebrea, la conversación con las niñas de militares? Probablemente alguna
a la que no convenció mi respuesta. Pero Masanto no tardó en ir a decírselo a
mi propia madre. Debió ser en un día muy raro, en el que ésta no me habló en
muchas horas. A la noche siguiente, cenando, mi padre estaba serio, triste...
Quise yo alegrarlo sin duda y le pedí que me llevara de paseo; o quizá le
pediría otra cosa; no recuerdo mi tentativa; sí su contestación:
-No puedo hacerlo; cuando baje
tu padre, el capitán del campo, que lo haga.
Estaban serios los dos, mi
madre y él; debí ponerme roja, quedarme medio muerta de miedo y de vergüenza
súbitos, aunque todavía no se me alcanzaba todo el mal de mi embuste.
-¿Tan mal te parezco, hija
mía, que niegas que soy tu padre? Yo no hablaba; mis manos se agarraban a la
mesa, frías y crispadas.
-Soy un trabajador ahora; pero
lo mismo que hasta hace bien poco, cuando tú naciste y bien después, tenía
coches, caballos y dinero, puedo volver a tenerlos. Por eso no se niega a un
padre.
Su voz era triste, amarga, y
todo él dolía como una llaga inmensa. Intervino, airada e incapaz de contenerse
más tiempo, mi madre:
-¿No te da vergüenza haber
dicho tú ese disparate? ¡Que tu padre es capitán y que está en el campo! ¡Que
el que viene a tu casa es tu tío! Y todo el mundo ve que vivimos los tres
solos, que tenemos él y yo la misma alcoba, el que tú dices que es hermano de
tu padre. ¿En qué situación me has puesto, hija mía? ¿Qué dirán las madres de
esas niñas, de mí?...
¿Qué decían, Santo Dios? Yo no
entendía ya nada; en mis oídos zumbaba la sangre tumultuosa, y un yelo mortal
me envolvía en sus paños mojados. Implacable seguía mi madre, la más fuerte
para castigarme siempre que lo merecía, que era con excesiva frecuencia.
-Tu padre trabaja en un oficio
muy digno y muy bonito; sus manos sólo se manchan de oro; viste mejor que esos
capitanes, y, además, ¡es tu padre!
Ya no oía yo nada; comprendía
la brutalidad de mis palabras y una pena infinita me empezó a sangrar basta
hacerme llorar a mares.
-¡Yo no sabía que era tan malo
decirlo! ¡Yo estaba fastidiada de que presumieran conmigo y por eso fue que lo
dije!; ¡pero yo no sabía que era tan malo!
Lloraba; lloraba; mis ojos
siempre secos, incapaces de una lágrima nunca, pasara lo que pasare, eran dos
fuentes desbaratadas.
Mi padre comprendió antes que
mi madre, y me perdonó:
-No llores más, anda; si ya
vemos que todo fue culpa de lo fácilmente que sabes mentir.
Y mi madre: -¡Prométeme que
irás a esas niñas y les dirás que las engañaste! ¡Prométeme que no volverás a
mentir!
Prometí, ¿cómo no? Fui a las
niñas, deshice el fatal equívoco; se rieron de mi orgullo, justicieramente. No
volví a mentir. No he vuelto a mentir. No volveré a mentir.
Hubo un tiempo en que mi padre
fue obrero, sí. Mi padre no era capitán.
A partir de aquel día, comenzó
una nueva era de mi pensamiento. Las palabras de mi madre. “¡A tu padre sólo se
le manchan de oro las manos!”, me impresionaron fuertemente. Todos los padres
de mis amigas sufrieron la inspección de mi nueva crítica.
-¿Tu padre es tendero? ¡Se
manchará de grasa! ¿Tu padre es albañil? ¡Se pondrá sucio de cemento! ¿Tu padre
es cirujano? ¡Cómo se untará de enfermedades! -y, seguido: -Mi padre sólo toca
oro, que es lo más rico del mundo. El oficio de mi padre es precioso.
-¿Qué es tu padre?
-Joyero.
-¡Ah!
Un exceso de orgullo reemplazó
el silencio de antaño, por las mismas razones sin razón: el quehacer paterno,
sostén de nuestras vidas, que era preciso exhibir ante la exhibición ajena. Y
me dediqué a observar a mi padre cuando trabajaba, a indagar los accidentes de
su trabajo; ¡quizá laboraba el subconsciente para reparar el pasado!
Bajo mis ojos curiosos
desfilaron las etapas del oficio. Desde la llegada del oro al taller, hasta su
sabida transformación en joya. Primero, las hermosas monedas de oro se doblaban
a fuerza de martillazos; luego se fundían en el crisol, con su aleación
correspondiente. De allí, después de hervir alegremente, ¡como un verdadero
rayo de sol líquido!, pasaba al molde donde, al enfriarse, se ennegrecía;
convertido en barritas ya se le trabajaba de distintos modos, según su destino.
Era delicioso verle, por ejemplo, adelgazarse a través de los consecutivos ojos
de las hileras, hasta ser un hilo finísimo, útil para hacer los eslabones de
cadenas, pulseras... O, cuando pasando por aquel rodillo se iba extendiendo en
lámina cada vez más fina con destino a ser trabajada como chapa.
¡Qué firme el pelo de la cegueta,
cortándola después!
Y los martillazos de la forja
sobre el yunque, cuando eran sortijas de sello las que se hacían, (¡aquellas
horrorosas sortijas de sello que han ido llevando, cada día más bastas y más
feas, todas las escalas sociales del mundo!).
Y el clavado de los brillantes
y demás piedras preciosas: las garritas enhiestas, el cincelito sobre cada una
de ellas, y la mano con el martillo: tas, tas, tas, tas..., doblándolas para
que protegieran al prisionero de tanto precio.
Una de las cosas más bonitas
era el soldado a soplete. Sobre un taco de madera recubierto de una capa de
amianto, se colocaba la joya rota, con su soldadura ya preparada. A ella se
dirigía la llama que desde la mecha de una candileja de alcohol se soplaba con
un tubo curvo o recto casi. Mientras se soplaba no se podía respirar por la
boca, so pena de tragarse la llama ágil, gruesa o delgada, afilada como la
lengua de un áspid; o ancha como la de un animalote ordinario. Después se
limpiaba la soldadura y se frotaba con unas unturas de piedra pómez y de
trípoli -ésta, de rojizo color oscuro-, que olía a alcohol, y que se daban por
medio de madejas sujetas a la mesa del pulimento. La joya, al final, brillaba
sin vahos gracias a la caricia final de las gamuzas.
-Papá -comenzaba mi
interrogatorio. -El oro, ¿es lo mejor del mundo?
Él trabajaba con verdadero
primor: sobre el cajón de su mesa, abierto, que estaba forrado de cinc caían
las limaduras menudísimas del precioso metal. Cuando iba a tocar otra cosa,
antes se cepillaba delicadamente los dedos con unos cepillos suaves de pelo
largo muy delgado... Aquellas limaduras se recogían después (la «limalla») y se
agregaban al material de la nueva fundición.
-Eso cree la gente -me
respondía-; pero yo, no. ¡Ya ves qué negro y qué feo se pone cuando lo sacamos
del crisol!
-¡Sí que sale negro, pero
luego brilla mucho!
-Gracias al trabajo.
-¿Y los brillantes, qué?
-¡Bah! Trozos de carbón muy
puro que arden que da gusto.
-¿Arden?
Mi padre se reía con ironía, y
se encogía de hombros. Yo no sabía nunca si exageraba, si me engañaba para
desacreditarme las joyas. Lo cierto es que yo no llevaba encima alhajas, que
las desdeñaba profundamente.
Para mí era un momento mágico
aquél en que veía traer del Banco largos paquetes de monedas de oro, o de
barritas del mismo metal.
Las primeras caían dobladas
bajo la violencia del martillo para transformarse luego en todos los fenómenos
que me sabía de memoria.
-Este es el oro, ya lo ves;
una cosa que tiene el valor que quieran darle los hombres. Pero todo, gracias
al trabajo. Si no se trabajara, ¿qué valdría él solo? A mí, salvo para hacer
joyas que nos den lo suficiente para vivir, no me importa nada el oro.
Cierto que sí. Mi madre me lo
aseguraba constantemente:
-Hija, tu padre no conoce el
ahorro, no sabe lo que es el día de mañana. (¡Había que ver la entonación que
daba mi madre a ese plazo de tiempo que se llama “el día de mañana”!). Cuando
tiene dinero está deseando gastárselo, repartirlo. Eso está bien cuando uno no
tiene hijos, pero cuando se tienen hay que mirar por ellos. ¡Si él me hubiera
hecho caso a mí!...
Esto picaba mi interés.
-¿Qué hubiera hecho, mamá?
Ella abría sus ojos negros y
dulces, tan honrados, y exclamaba:
-¡Pues muy sencillo! (Mi madre
decía “muy sencillo”, con su acento ligeramente andaluz.) No habría quitado el “negosio”,
sino despedido a la mayor parte de los que le estafaban, quedándose con dos o
tres de “confiansa”. Él, para dirigir; y yo, ayudándole. ¡Hubiéramos sacado
adelante las ruinas! Pero se empeñó en que todos comerían de él hasta el final,
y... -aquí un largo suspiro-, así estamos. Menos mal que él tenía un oficio muy
bonito, que le hicieron aprender sus tutores (¡otros tales!), cuando se quedó
huérfano y propicio al saqueo de sus bienes. Al cabo de veinte años ha tenido
que cogerse al oficio otra vez. Pero, ¿y tú, que podrías disfrutar de tantas
comodidades? ¿Qué tendrás tú que hacer el día de mañana?
-Mamá, ¿qué es “el día de
mañana”?
Se reía entonces ella
mostrando su magnífica dentadura blanca, y toda su cara morena era un canto de
salud y de esperanza. ¡Qué joven era mi madre!
-¿Tampoco lo comprendes tú,
verdad? Pues, hija; el día de mañana es... es “después”. ¿Entiendes? Cuando uno
se cansa de trabajar porque está enfermo, o viejo, hay que tener algo que le
permita vivir sin sacrificar a nadie.
Intenté que me explicara mi
padre aquello, no muy claro para mí. Pero él se encogió de hombros,
indiferente, tardando en contestarme. Luego me miró como si quisiera calar mi
alma futura.
-Eso son cosas de tu madre,
seguro, que siempre está barruntando dificultades. Mira; mi madre se murió
cuando yo tenía nueve años, y mi padre, de melancolía, cuando aun no había
cumplido yo los trece. Éramos muchos hermanos, y yo el menor. Una hermana de mi
madre y su marido fueron los albaceas; y con tal honradez cumplieron su deber
que a poco estábamos todos en la ruina. Me pusieron a trabajar de joyero; mis
primeros maestros fueron buenos conmigo y aprendí pronto el oficio. Me casé con
tu madre a los diecinueve años, ella tenía quince y poco más; aunque luchando y
sufriendo mucho, nunca nos hemos quedado sin comer.
Interrumpía mi madre, fogosa
de palabra y muy locuaz:
-¡Bueno, bueno; pero la nena
es diferente! ¡Le vendría muy bien tener asegurado su porvenir!
Él se indignaba sinceramente:
-¿Para qué; para encontrar un
marido que buscara mis ahorros? ¡Vamos, mujer! Lo principal que le dejaré, (y
mi madre: -“lo único, dirás”) es un nombre, muy limpio y muy digno. Que aprenda
a llevarlo bien, y el resto... Con estas manos yo he ido abriéndonos camino.
Que trabaje ella también y que llegue a donde pueda o a donde merezca llegar,
¡Y no me canses a mí más con “el día de mañana”!
Así, cobraban nuevo interés
las manos de mi padre. Ya, implícitas en ellas, crecerían las mías.
Cuando año después empecé a
emplearlas en el trabajo, (¿te acuerdas, padre, allá desde tu desconocido país
presente?), y uniéndolas al pensamiento fui abriéndonos paso más firme en la
vida, un día le dije:
-Gracias, padre, por no haber
mirado por mi porvenir. ¡Qué estúpida es la vida a cubierto de las angustias económicas!
¡El esfuerzo mío, del cual estoy tan orgullosa, me vale más aún que la propia
vida!
En cuanto a mis manos...
Mi padre sabe que son tan
puras, tan dignas, que sólo el trabajo y la belleza las han retenido entre las
suyas.»
[El extracto pertenece a la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: