miércoles, 21 de febrero de 2018

Una música constante.- Vikram Seth (1952)


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Segunda parte
2.20

«Son las 7.30 de una tarde de febrero. No entra luz por la claraboya que hay sobre el público. Mientras nos encaminamos a nuestras sillas, mi mirada se dirige adonde Virginie está sentada. Detrás de nosotros hay una pared curva de color crema y sobre nuestras cabezas una media cúpula adornada con un curioso y bello relieve. Nos sentamos. Se apagan los aplausos. Afinamos un poco y estamos listos para empezar. Piers levanta el arco para tocar la primera nota. Entonces Billy estornuda, muy escandalosamente. A menudo estornuda antes de un concierto, nunca -gracias a Dios- mientras tocamos. Eso parece divertir al público y despierta una corriente de simpatía. Miramos a Billy, que está rojo como un tomate y hurga en su bolsillo buscando un pañuelo. Piers espera unos segundos, se asegura de que todos estamos preparados, baja el arco y comenzamos a tocar.
 Es una tarde de invierno en el Wigmore Hall, la sagrada caja de zapatos de la música de cámara. Este último mes lo hemos pasado ensayando intensamente para esta noche. El programa es sencillo: tres cuartetos clásicos: el opus 20 número 6 de Hadyn en la mayor, mi cuarteto más querido; a continuación, el primero de los seis cuartetos que Mozart le dedicó a Hadyn, en sol mayor; y finalmente, tras el intermedio, esa maratoniana carrera de obstáculos, el etéreo, gracioso, milagroso, ininterrumpido y agotador cuarteto en do sostenido menor de Beethoven, que compuso un año antes de su muerte, y que, al igual que la partitura del Mesías le había consolado y deleitado en su lecho de muerte, iba a deleitar y consolar a Schubert mientras agonizaba en la misma ciudad, un año después.
 Mueren, resucitan, una caída agónica, un remontar el vuelo: las ondas de sonido brotan a nuestro alrededor mientras las generamos: Helen y yo en el centro y, flanqueándonos, Piers y Billy. Nuestros ojos son nuestra música; apenas nos miramos, pero entramos en el momento justo como si el propio Hadyn nos dirigiera. Qué extraño compuesto somos; no nosotros personalmente, sino el Maggiore, formado de partes inconexas: sillas, atriles, partituras, arcos, instrumentos, músicos, partes que están sentadas, de pie, moviéndose, sonando; y todo ello produce esas complejas vibraciones que sacuden el oído interno y, a través de ellas la masa gris dice: alegría; amor; tristeza; belleza. Y sobre nuestras cabezas, en el ábside, la extraña figura de un hombre desnudo rodeado de espinas y ascendiendo hacia un grial de luz, delante de nosotros quinientos cuarenta seres entrevistos concentrados en quinientas cuarenta marañas de sensaciones, actividades mentales y emociones, y a través de nosotros el espíritu de alguien que escribió esas notas en 1772 con la afilada pluma de un ave.
 Adoro todas las partes de este cuarteto. Es un cuarteto que puedo escuchar e interpretar sea cual sea mi estado de ánimo. La impetuosa felicidad del allegro; el encantador adagio en el que mis pequeñas figuras son como una contramelodía a la canción de Piers; el minueto y el trío que sirven de contraste, cada uno un microcosmos, y que, sin embargo, consiguen parecer inacabados; y la melodiosa y variada fuga, carente de toda pomposidad: todo me encanta. Pero la parte que más me gusta es cuando no toco. El trío realmente es un trío. Peters, Helen y Billy se deslizan y se detienen en las cuerdas más bajas, mientras yo descanso: de manera intensa, concentrada. Mi Tononi calla. Mi arco reposa sobre mi regazo. Mis ojos se cierran. Estoy aquí y no lo estoy. ¿Duermo sin dormir? ¿Huyo al otro extremo de la galaxia y quizá a un par de billones de años luz más allá? ¿Unas vacaciones, por cortas que sean, de la presencia de mis omnipresentes colegas? Sobria, profundamente, la melodía se apaga y ahora comienza de nuevo el minueto. Pero debería estar tocándolo, me digo lleno de ansiedad. Es el minueto. Debería haberme unido a los demás. Debería estar tocando otra vez. Y, por extraño que parezca, me oigo tocar. Y sí, el violín está bajo mi barbilla y el arco en mi mano, y toco.

2.21
 Tocamos los dos últimos acordes de la fuga de Hadyn a la perfección: sin ese imponente Dämmerung en el que luchan fuerzas sobrenaturales -este efecto lo guardamos para los tres tremendos acordes de doce notas que hay al final del cuarteto de Beethoven-, sino con un jovial au revoir, ligero, pero no leve.
 Nos aplauden al acabar y salimos a saludar varias veces. Helen y yo ponemos una sonrisa de oreja a oreja, Piers intenta mostrarse imperturbable y Billy estornuda un par de veces.
 Ahora viene el de Mozart. Hemos sudado más ensayando éste que el de Hadyn, aunque está en una tonalidad más natural para nuestros instrumentos. A los demás les gusta, aunque Helen tiene sus reservas. Billy lo encuentra fascinante; pero pocas piezas hay que Billy, desde el punto de vista compositivo, no encuentre fascinantes.
 A mí no me entusiasma. Piers, el ser más testarudo que conozco, afirmaba que yo me había puesto testarudo cuando lo comentamos en los ensayos. Intenté explicarme. Dije que no me gustaba la epidemia de contrastes dinámicos: me parecían recargados. ¿Por qué ni siquiera nos dejaba elegir cómo tocar los primeros compases? Tampoco me gustaba el cromatismo excesivo. Me parecía que lo había trabajado demasiado, de una manera nada mozartiana. Piers creía que yo estaba loco. De todos modos, aquí estamos, tocándolo bastante bien. Por fortuna, lo que yo pienso de la pieza no ha calado en los demás. Al igual que con el de Hadyn, el trío es mi fragmento favorito, aunque esta vez, para mi deleite, yo también tengo que tocar. En el último movimiento fugado -o mejor dicho, en forma de fuga-, son los fragmentos no fugados los que realmente cobran vida y hace lo que debería hacer toda fuga -especialmente una rápida-: huir. Ah, se acabó. No sé si ha sido una interpretación inspirada, pero aceptamos los aplausos con alegría.»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, en traducción de Damián Alou. ISBN: 84-95971-04-6.]

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