Segunda parte: jornada undécima
Historia del filósofo Atenágoras
«-Había en Atenas una casa muy grande y espaciosa, que se hallaba deshabitada. Con frecuencia, en el silencio más profundo de la noche, se oía un ruido de hierros que chocaban con otros hierros y, si se escuchaba con más atención, un ruido de cadenas que parecía venir de lejos e iba acercándose. En seguida aparecía el espectro de un viejo, flaco y abatido, con una luenga barba, erizados los cabellos, y en pies y manos cadenas que sacudía de manera espantosa. Esta horrible aparición quitaba el sueño, y los insomnios de las personas que habitaban en la casa les causaban enfermedades que solían terminar de la manera más triste. Pues durante el día, aunque el espectro ya no apareciese, la impresión causada por él era tan fuerte que uno creía seguir viéndole, y el espanto era el mismo, aunque hubiera desaparecido el objeto que lo causaba. Finalmente, la casa fue abandonada y se dejó al fantasma campo libre. Se puso un letrero anunciando que se alquilaba o vendía con la esperanza de que alguien, ignorante de aquella desagradable presencia, se dejase engañar.
Por aquella época llegó a Atenas el filósofo Atenágoras. Vio el letrero de la casa y preguntó el precio. Lo exiguo de éste le hizo sospechar. Procuró informarse y entonces le contaron la leyenda de la casa, pero esa leyenda, lejos de hacerle desistir, le animó a firmar el contrato sin demora. Se instaló, pues, en la casa y a la noche ordenó que se pusiese su lecho en la habitación principal; le llevaron allí sus tablillas y una luz, y los criados se retiraron al fondo de la casa. Temiendo que su imaginación demasiado libre, llevada de un temor frívolo, le hiciese ver vanos fantasmas, Atenágoras aplicó su espíritu, sus ojos y su mano a escribir.
Al comienzo de la noche, el silencio reinaba en la casa, como en todas partes, pero pronto empieza a oírse el entrechocar de hierros y cadenas. El filósofo no levanta los ojos ni deja su pluma. Permanece sereno, esforzándose en no oír nada. Pero el ruido aumenta y parece venir de la puerta de la habitación o de dentro de ella. Atenágoras mira entonces y ve al espectro tal como se lo habían descrito. Estaba de pie y le llamaba con el dedo. Atenágoras le hace una señal con la mano para que le espere un momento y continúa escribiendo como si nada ocurriese. Vuelve el espectro a chocar con estrépito sus cadenas, haciéndolas retumbar junto a los mismos oídos del filósofo.
Este se vuelve y ve que de nuevo el fantasma le llama con el dedo. Entonces se levanta, coge una luz y sigue al fantasma, que camina muy lentamente, como si el peso de las cadenas le abrumase. Al llegar al patio de la casa, el fantasma desaparece súbitamente, dejando allí a nuestro filósofo, que recoge un puñado de hierbas y de hojas y las coloca en el lugar donde el espectro se había desvanecido, para poder reconocerlo. Al día siguiente, Atenágoras va a ver a los magistrados y les pide que ordenen se cave en aquel lugar. Los magistrados dan la orden y se encuentran huesos descarnados unidos por cadenas. La carne había sido consumida por el tiempo y la humedad y no quedaban más que los huesos atados. Se reunieron éstos y las autoridades se encargaron de darles sepultura. Desde que el muerto se halló en su última morada ya no turbó más la paz de aquella casa.
Terminada su lectura, Uceda añadió:
-Los fantasmas han venido a la tierra en todas las épocas, reverendo padre, como lo podremos ver en la historia de la Baltoyve de Endor y los cabalistas han tenido siempre el poder de invocarlos y hacerlos aparecer. Admito, sin embargo, que se han producido grandes cambios en el mundo demonagórico. Los vampiros, entre otros, son una invención nueva, si puede hablarse así. Yo distingo dos especies: los vampiros de Hungría y de Polonia, que son cadáveres que salen de sus tumbas durante la noche y van a chupar la sangre de los humanos. Y los vampiros de España, que son espíritus inmundos que dan vida al primer cuerpo que encuentran y le infunden toda clase de apariencias y...
Viendo adónde el cabalista quería llegar, me levanté de la mesa un poco bruscamente y me dirigí a la terraza. No había pasado aún media hora cuando vi a mis dos gitanas, que parecían tomar el camino del castillo. Vistas desde lejos seguían teniendo un parecido exacto con Emina y Zibedea. En seguida me propuse hacer uso de la llave que me había dado Rebeca. Fui a mi cuarto en busca de mi capa y mi espada, y bajé rápidamente hasta la verja. Pero después de abrirla me di cuenta que faltaba lo principal, que era atravesar el torrente. Para esto tuve que seguir el muro de la terraza, agarrándome a unos hierros que allí habían sido colocados a propósito. Por último, llegué a un lecho de piedras y saltando de una en otra logré cruzar al otro lado del torrente y encontrarme frente a las gitanas. Pero vi que no eran mis primas. No tenían sus maneras, aunque tampoco los modales vulgares y populares de las mujeres de su país. Parecía como si representasen un papel sólo para mantener el personaje. Primero quisieron decirme la buenaventura. Una de ellas me abrió la mano y la otra, fingiendo ver todo mi porvenir, me dijo en su argot:
-Ah, caballero, che vejo en vuestra bast. Dirvanos Kamela, ma por quen, por demonios. Es decir, "Ah, caballero, ¿qué veo en vuestra mano? Mucho amor, pero ¿a quién? ¡A unos demonios!"
Naturalmente, yo no hubiera adivinado jamás que Dirvanos Kamela quería decir "mucho amor" en el argot de las gitanas. Pero ellas se tomaron la molestia de explicármelo y luego, cogiéndome cada una de un brazo, me condujeron a su campamento, donde me presentaron a un viejo de buen aspecto, aún fuerte, que me dijeron era su padre. El viejo me dijo, con un gesto algo malicioso:
-¿Sabéis, caballero, que estáis en medio de una banda de la que no se habla muy bien en el país? ¡No tenéis un poco de miedo de nosotros?
A la palabra miedo puse mi mano en el pomo de mi espada. Pero el viejo me tendió afectuosamente la mano y me dijo:
-Perdón, señor, no he querido ofenderos y tan lejos estoy de ello que os ruego paséis algunos días con nosotros. Si os puede interesar un viaje por estas montañas, os prometo enseñaros los más hermosos valles y los más peligrosos, los lugares más agradables y los más horribles. Y si os gusta la caza, tendréis ocasión de satisfacer esa afición.
Acepté el ofrecimiento del viejo con un placer tanto mayor cuanto que ya empezaba a aburrirme un poco de las disertaciones del cabalista y de la soledad de su castillo. [...] Pero hacía medianoche me desperté sobresaltado. Sentí como si levantasen a la vez los dos lados de mi cobertor y como si dos cuerpos se apretasen contra mí. "Dios mío, me dije, ¿despertaré otra vez entre los dos ahorcados?" Logré alejar esta idea de mi imaginación y pensé que quizá aquellos modales pertenecerían a la hospitalidad gitana y que no correspondía a un militar de mi edad rechazarlos. No tardé en dormirme, firmemente convencido de no hallarme entre los dos ahorcados.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, en traducción de José Luis Cano. ISBN: 84-206-1236-7.]
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