La Restauración y el fin de siglo
Lo que va de ayer a hoy: una "anécdota universitaria de 1888"
Picaresca estudiantil
«Por entonces, había en la calle de Atocha y en su número 34, una botica regentada por don Aniceto Moreno Pérez. Y era mozo en ella -"único dependiente"- cierto joven que a los veintiséis años bien cumplidos se esforzaba por asegurar su situación, cursando los estudios de Farmacia en la Facultad madrileña. Copiamos del expediente que sirvió de base al pleito en que por entonces habría de verse envuelto: "Don Amador C. y V. cursó como alumno de enseñanza oficial en al año académico de 1886 a 87, entre otras asignaturas, la de Ampliación de Física, de la cual no pudo sufrir examen al final de aquel curso a causa de una larga enfermedad producida precisamente en el mes de junio de 1887". Restablecido en octubre, C. y V. se dedicó al "repaso" de aquella asignatura. Y en enero de 1888 se matriculó como alumno de enseñanza libre.
Fue al iniciarse las pruebas correspondientes -abril del mismo año- cuando el Tribunal observó que el examinando portador de la papeleta de C. y V. -en la cual constaba la edad de éste- no pasaba, aparentemente, de quince a dieciséis años. Y algo más averiguaron de inmediato los profesores: la diferencia de las firmas -la que constaba en la papeleta y la que el muchachito que tenían ante sí estampó a su requerimiento.
Resulta difícil imaginar hoy lo que eran aquellos solemnes exámenes de hace un siglo: pocos alumnos, tribunales imponentes con los catedráticos majestuosamente revestidos de toga y birreta. El presidente del que, en la Facultad de Farmacia, había de juzgar al supuesto C. y V. interpeló al chaval: ¿cómo podía explicar la diferencia de edades y la más extraña diferencia de firmas que acababan de evidenciarse? La respuesta fue hábil: C. y V. se hallaba fuera de Madrid cuando hubo de matricularse; encargó de esta diligencia a un amigo suyo, el cual, "distraídamente", hizo constar su propia edad en el documento, en lugar de la de su representado; y asimismo, firmó con su propia letra y rúbrica. El juez no se dejó convencer. "Baje usted a Secretaría y aclare el equívoco; después regrese para continuar el examen".
Pero el examinando no volvió. Era como una explícita confesión de culpa. El Tribunal dio, pues, cuenta al Rectorado y el rector mandó formar expediente a C. y V. -el verdadero C. y V.-, cuya única e inaceptable defensa fue aducir el extravío de la papeleta, sin duda recogida por algún aficionado a examinarse (¡), que le suplantó sin que él tuviera arte ni parte en el lance. La disciplina académica se aplicó estrictamente contra el desenvuelto mozo de botica, que quedó inhabilitado "para cursar, ser examinado en cualquier concepto o efectuar acto académico como alumno en los establecimientos oficiales de enseñanza del Reino durante el curso de 1887 a 1888".
... Y responsabilidad criminal
Pero no quedó ahí la cosa; pues a continuación el Rectorado pasó el expediente a los tribunales regulares, "por si pudiera existir responsabilidad criminal". Y los tribunales no se desentendieron. Ciertamente, era demasiado pretender hacer "tragar" la historia de la papeleta perdida y nadie hubiera podido creer en la existencia de espontáneos aficionados a examinarse por simple afición y suplantando a un desconocido. Pero también resultaba excesivo a todas luces presentar aquella anécdota picaresca -una falta de disciplina académica- como grave "delito frustrado" (un "delito de falsedad" consistente en "suponer en el ejercicio de examen la instrucción de persona que no la ha tenido", con el fin de obtener "todas las certificaciones encaminadas a probar, en daño y perjuicio de la sociedad, que es competente y tiene aptitud científica quien burló la ley suplantando su persona con la de otro que fingiendo su nombre sufriera examen"): delito que no quedaba suficientemente sancionado con la "corrección administrativa... impuesta por el Consejo de disciplina", ya que éste castigaba "la infracción de los Reglamentos y disposiciones universitarias", y el Tribunal, "la lesión de un derecho que la ley ha previsto y penado".
El caso es que el fiscal solicitó contra el pobre encartado nada menos que ¡ocho años y un día de prisión mayor!, además de una multa de quinientas pesetas (¡de las de aquel entonces!). Todo cuanto pudo conseguir la defensa, frente al rigor del Tribunal, fue que éste redujese la pena a ¡tres años de presidio correccional!, con multa de trescientas pesetas (suma fuera del alcance de C. y V.).
El cual, por supuesto, removió cielo y tierra para librarse de tan duras sanciones. Acudió, desde luego, a uno de los grandes abogados de la época, diputado por el distrito electoral al que él pertenecía. (El abogado era el joven Eduardo Dato. El distrito electoral, Murias de Paredes, en el alto León. El lugar de nacimiento de C. y V., Mansilla de las Mulas). Porque en aquellos denostados tiempos de las "oligarquías parlamentarias" es lo cierto que cada diputado mantenía por lo general, una relación mucho más estrecha y "humana" con sus representados que la que hoy vincula a electores y elegidos en esta bendita época nuestra de la "democracia perfecta". Y como máxima servidumbre, los diputados de la famosa "España oficial", por lo general abogados, debían mantener -de hecho- sus bufetes, poco menos que gratuitamente, a disposición de los innumerables "pleiteantes" que les habían votado.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Espasa - Calpe, 1983. ISBN: 84-239-2113-1.]
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