sábado, 24 de febrero de 2018

Siete cuentos góticos.- Isak Dinesen [o Karen Blixen] (1885-1962)


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Los caminos de los alrededores de Pisa
I.-El pomo de perfume

«El conde Augustus von Schimmelmann, joven danés de carácter melancólico que habría sido muy guapo si no fuese un poco demasiado grueso, estaba escribiendo una carta sobre una mesa hecha con una piedra de molino en el jardín de una osteria cercana a Pisa, una agradable tarde de mayo de 1823. No conseguía terminarla, así que se levantó y se fue a estirar las piernas por el camino real mientras dentro le preparaban la cena. El sol casi había llegado al horizonte. Sus rayos dorados se hundían entre los altos álamos a lo largo del camino. El aire era cálido y puro y estaba cargado de un dulce olor a hierba y a árboles, y un sinfín de golondrinas daban pasadas arriba y abajo como si quisieran aprovechar la última hora de luz.
 El conde Augustus seguía con el pensamiento puesto en la carta. Iba dirigida a un amigo de Alemania, compañero de sus tiempos felices de estudiante en Ingolstadt, y única persona a la que podía abrir su corazón. Pero pensaba: ¿soy verdaderamente sincero en esta carta? Daría un año de mi vida por poder conversar con él esta noche y, mientras le hablase, observarle su expresión. Qué difícil es conocer la verdad. Me pregunto si es posible ser absolutamente veraz cuando se está solo. La verdad, como el tiempo, es una idea que emana y depende del contacto humano. ¿Cuál es la verdad de una montaña de África que no tiene nombre ni la cruza ningún sendero? La verdad de este camino es que conduce a Pisa, y la verdad de Pisa puede encontrarse en los libros que escriben y leen los seres humanos. ¿Cuál es la verdad de un hombre en una isla desierta? Y por lo que a mí respecta, soy como un hombre en una isla desierta. Cuando era estudiante, mis amigos solían reírse de mí porque tenía la costumbre de mirarme en los espejos y de decorar con espejos mis habitaciones. Lo atribuían a mi vanidad personal. Pero en realidad no era eso. Me miraba para ver cómo era. El espejo le dice a uno la verdad sobre sí mismo. Recordó, con un estremecimiento de repugnancia, cómo de niño lo habían llevado a visitar la sala de los espejos del Panoptikon de Copenhague, donde te ves reflejado a derecha e izquierda, en el techo e incluso en el suelo, en un centenar de espejos, cada uno de los cuales deforma y pervierte tu cara y tu figura de maneras diferentes -acortándola, alargándola, ensanchándola, comprimiéndola y conservando, no obstante, cierta semejanza-, y pensó cuán parecida a eso era la vida real. Tu propio yo, tu personalidad y existencia, se reflejan en el espíritu de cada una de las personas con las que te relacionas y convives a la manera de un retrato, de una caricatura de ti mismo que se nutre de tu verdad y, en cierto modo, pretende encarnarla. Incluso un retrato favorecedor es una caricatura y una mentira. Un espíritu amistoso y comprensivo como el de Karl, pensó, es como un espejo veraz para el alma y eso es lo que hace tan preciosa para mí su amistad. Y el amor debería serlo aún más. Significaría, en los caminos de la vida, la compañía de otro espíritu en el que se reflejarían tus propias venturas y desventuras, probándote que no todo es ensueño. La idea del matrimonio ha sido para mí la presencia en mi vida de alguien con quien poder hablar mañana de las cosas que sucedieron ayer.
 Suspiró, y sus pensamientos volvieron a la carta. En ella trataba de explicar a su amigo los motivos que le habían alejado del hogar. Había tenido la desgracia de casarse con una mujer muy celosa. No es que tenga celos de otras mujeres, pensó. En realidad, eso es lo que menos le preocupa; porque en primer lugar, sabe que puede prevalecer frente a casi todas ellas ya que es más encantadora y tiene más talento que ninguna; y en segundo lugar, sabe lo poco que ellas significan para mí. El propio Karl recordará que las pequeñas aventuras que tuve en Ingolstadt significaron para mí menos que la ópera, cuando venía una compañía de cantantes a representarnos Alceste o Don Giovanni; menos incluso que mis estudios. En cambio, tiene celos de mis amigos, de mis perros, del bosque de Lindenburg, de mis armas y mis libros. Tiene celos de las cosas más absurdas.
 Recordó algo que había ocurrido unos seis años después de su boda. Había entrado en la habitación de su esposa a llevarle unos pendientes que había pedido a un amigo que le comprase en París, de una testamentaría del duque de Berry. Siempre había sido aficionado a las joyas y sabía apreciar su calidad y su talla. A veces incluso le había fastidiado que no pudieran llevarlas los hombres, y una vez casado se había dado el gusto de hacer que realzasen la belleza de su joven esposa, a la que le sentaban tan bien. Estos pendientes eran muy hermosos, y se alegró tanto de conseguirlos que había querido ponérselos él y luego le había sostenido el espejo para que se viese. Ella lo observó, y se dio cuenta de que su mirada estaba fija en los diamantes y no en su cara. Se los quitó rápidamente y se los devolvió. "Me temo -dijo con los ojos secos, más trágicos que si hubiesen estado arrasados en lágrimas- que no tengo el mismo gusto que tú por las cosas bonitas". A partir de ese día dejó de llevar joyas y adoptó un estilo de ropa austero como el de una monja, pero con tanta gracia y elegancia que produjo sensación y dio lugar a toda una escuela de imitadoras.
 ¿Cómo hacer comprender a Karl, pensó Augustus, que tiene celos de sus propias joyas? Seguramente no hay nadie que pueda entender semejante insensatez. Lo que sé es que yo no la comprendo y a menudo pienso que la hago tan infeliz como ella me hace a mí. Esperaba encontrar en mi esposa a alguien con quien poder ser absolutamente franco, con quien poder compartir cada movimiento de mi espíritu. Pero con Malvina, eso es lo más imposible de todo. Me ha obligado a mentirle veinte veces al día, a engañarla incluso con la mirada y la voz. No, estoy seguro de que no podía continuar, y que he hecho bien en dejarla; porque mientras estuviera con ella, siempre sería lo mismo.
 Pero, ¿qué me ocurrirá ahora? No sé qué hacer conmigo ni con mi vida. ¿Puedo confiar en que el destino me tienda la mano por una vez?
 Se sacó un pequeño objeto del bolsillo del chaleco y lo miró. Era un frasquito de esencia, como los que solían usar las damas de la generación anterior, en forma de corazón. Tenía pintado un paisaje con grandes árboles y un puente sobre un río. En el fondo, en lo alto de un cerro o una peña, había u castillo de color rosa con una torre y, debajo, en una franja, había escrito: Amitié sincère.
 Sonrió al pensar que este frasquito había jugado un papel en su decisión de viajar a Italia.»
 

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