I
«Tío -y mi prima le guiñaba un ojo a su novio- cuente por favor lo del primer neumático. Una historia que mi padre contaba como si se tratase del Génesis, un relato pausado en el que él, joven e inexperto, pero buscavidas, un buen día hablando con el japonés de la tintorería Sikimoto, cuyo cuñado era el que había embalsamado a su mujer y la tenía en el comedor de su casa, tuvo una idea brillante: cuando el hombre le comentó que tenía que salir para cambiar las ruedas de la camioneta, mi padre tuvo una idea súbita, una idea que nunca supo bien cómo se le ocurrió. Una hora después mi padre regresó, andando por el medio de la calle, haciendo rodar un neumático que acababa de pedir fiado. Así había empezado todo, así mi padre, que había llegado tan joven a Rosario, había comenzado a levantar su ciudad, ésa por la que se paseaba a sus anchas.
Eran otros tiempos, sentenciaba mi padre, otros tiempos que, años después, yo leería en las viejas crónicas de Rosario, las de los años treinta, cuando Rosario amenazaba con convertirse en una ciudad "de proporciones yanquis". Sí, y así lo afirmaba mi padre en la cabecera, aquella ciudad en donde se crecía y se crecía a fuerza de trabajo, empuje y honradez. Aquella ciudad con la que los porteños "estaban que hervían", por el brillo y la fuerza de ese pequeño pero pujante centro cosmopolita, en donde se proyectaban rascacielos y puentes que nada tendrían que enviar al puente de Brooklyn. Los porteños, seguía mi padre con voz fuerte y tono didáctico, se morían de envidia por la torre del correo de Rosario. Y por los mafiosos. O acaso Buenos Aires supo ser el antro de la mafia que fue Rosario. No, no, le gritaba mi madre, no empieces con los mafiosos. La mafia, y cuando mi padre decía mafia, alzando las cejas enigmático, yo me imaginaba algo negro y tenebroso. Rosario sí que fue cuna de la mafia. Y los piringundines, en donde Lili Mix y Petra la Salvaje eran culo y calzoncillo con mi padre, que desde los trece años se había movido en su salsa por esos antros de mafiosos, delincuentes, arrabaleros, jugadores y tramposos de baraja. Pero eran otros tiempos, porque según mi padre el presidente que teníamos ahora era una peste, y el anterior también, y el próximo. Perón, concluía, y todas las tías gritaban escandalizadas. Perón. Tiene que volver Perón. Pero si nunca fuiste peronista, viejo, hace veinte años que te escucho lo mismo. Digo que Perón, cuando vuelva Perón (y yo imaginaba a Perón, o "al hombre", como alguien tan oscuro como decir mafia, o alguien tan importante como Jesús el impostor) se terminan todos los problemas. El hombre, decía mi padre riendo carismático, una sonrisa tan carismática como la que al fin vería en el mismo general Perón saludando desde el balcón de la Casa Rosada, el hombre volverá. Basta, decía mi madre, te prohíbo que sigas con eso de Perón.
El tío no es peronista, le aclaraba la prima Bibi a su novio, pero no soporta a los militares. Tío, ¿y a quién conoció un día al salir de la gomería? Y entonces mi padre cambiaba el semblante, actuaba una sonrisa dulce, tanguera, a lo Gardel, y daba paso a la escena esperada: Quién, quién estaba un día, cuando él salía de la gomería, sentada allí. ¿Quién, quién vivía ahí al lado? ¿quién?, sonreía mi padre mientras mi madre bajaba los ojos, ¿quién estaba todas las tardes sentada de punta en blanco, custodiada por la santa madre? Las tías miraban a mi madre, que ahora parpadeaba nerviosa, fingiendo indiferencia. Qué cursi, decía, mientras alguna de las tías le tocaba el vestido a mi madre, qué lindo, qué buen gusto que tiene tu marido, realmente. El tío, aclaraba mi prima a su novio, viaja mucho a Buenos Aires por trabajo. Hace poco para mis quince años me trajo este vestido.
Buenos Aires, cada vez que se hablaba de Buenos Aires las tías hacían exclamaciones asustadas. Un loquero, jamás pondrían un pie en esa ciudad laberinto, enorme, inhumana. ¿Cuánto de ancha era la Avenida 9 de Julio? Alguna vez le había preguntado a la tía Antonia si ella sería capaz de cruzar la Avenida 9 de Julio, "la más ancha del mundo", y la tía se había reído avergonzada. Y así en la cena, las tías y mi madre le pedían a "la pobre Antonia" que contara otra vez lo que le había pasado en Buenos Aires, cuando había ido por primera vez en su vida, en una excursión de los amigos jubilados del barrio de la calle San Martín. La tía se volvía a poner colorada, decía con voz de hilo, no, no, no me quiero acordar. No quería acordarse de que, ni bien habían llegado al Obelisco, el grupo se había parado en el semáforo de un lado de la Avenida 9 de Julio y, a la voz de ahora, habían cruzado el primer tramo de la avenida. La tía, en aquel su primer viaje sola y a semejante ciudad, había conseguido, a pesar de que las piernas no la sostenían bien, llegar con los otros a ese primer tramo. Pero eso fue todo lo que pudo hacer, en el siguiente semáforo se había quedado paralizada, sola, agitada, en medio de esa autopista de locos que salían por todos lados. Nunca antes había tenido yo una idea tan espantosa del miedo paralizante, mirando a la tía colorada de nervios y vergüenza, mientras el resto de la familia hacía los cálculos, una hora, una hora y media, ¿cuánto tardaron los otros, que ya estaban por el Luna Park, en darse cuenta de que la tía no estaba con ellos, en darse cuenta de que se la habían dejado en alguna parte del camino? Y luego, retroceder por Corrientes hasta regresar a ese lugar en donde encontraron a la tía sola en medio de la avenida, muy seria, los ojos perdidos o fijos en un punto, con taquicardia, y esperando que alguien la rescatara.
[...] Ni las tías ni mi madre querían saber nada de Buenos Aires, esa ciudad en donde te dejaban abandonado, porque todo iba tan rápido que no había tiempo que perder, esa ciudad que en cambio mi padre parecía conocer de punta a rabo, por la que transitaba a sus anchas, conocía gente, cruzaba la calle sin mirar a los costados.
Tío, ¿cómo le fue en el último viaje a Buenos Aires? Mi padre se encogió de hombros: Bah, esa Nélida Lobato no vale nada.
Silencio absoluto, mi madre demudada, mirándolo fijamente con los ojos brillantes. ¿Esa quién? Sólo se oía un je je del primo Eladio.
Ésa, la Nélida Lobato. Mi padre miraba el reloj a ver si faltaba mucho para las doce de la noche, la hora en que el niño impostor viene al mundo. Mi madre insistía, y las tías bajaban la vista risueñas. ¿Esa quién? y al momento se quitaba la servilleta de la falda y la tiraba enérgica encima del plato, los labios apretados, el gesto a punto de estallar. Al teatro de revistas. Fuiste al teatro de revistas. Pero bueno, intentaban las tías, no tiene nada de malo, es un hombre, ¿por qué no puede ir al teatro de revistas? Pero si no vale nada, insistía mi padre, dicen que se sacó las costillas de abajo comentaba la prima Sandra.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino. ISBN: 84-233-3100-8.]
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