Capítulo V
«Mientras Stein hacía estas reflexiones, vio
que Momo salía de la hacienda en dirección al pueblo. Al ver a Stein, le
propuso que le acompañase; éste aceptó, y los dos se pusieron en camino en
dirección al lugar.
El día estaba tan hermoso, que
sólo podía compararse a un diamante de aguas exquisitas, de vivísimo esplendor
y cuyo precio no aminora el más pequeño defecto. El alma y el oído reposaban
suavemente en medio del silencio profundo de la naturaleza. En el azul turquí
del cielo no se divisaba más que una nubecilla blanca, cuya perezosa
inmovilidad la hacía semejante a una odalisca, ceñida de velos de gasa y
muellemente recostada en su otomana azul.
Pronto llegaron a la colina
próxima al pueblo, en que estaban la cruz y la capilla.
La subida de la cuesta, aunque
corta y poco empinada, había agotado las fuerzas aún no restablecidas de Stein.
Quiso descansar un rato y se puso a examinar aquel lugar.
Acercóse al cementerio. Estaba
tan verde y tan florido, como si hubiera querido apartar de la muerte el horror
que inspira. Las cruces estaban ceñidas de vistosas enredaderas, en cuyas ramas
revoloteaban los pajarillos, cantando: ¡Descansa en paz! Nadie habría
creído que aquella fuese la mansión de los muertos, si en la entrada no se
leyese esta inscripción: «CREO EN LA REMISIÓN DE LOS PECADOS, EN LA
RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA PERDURABLE. AMÉN». La capilla era un
edificio cuadrado, estrecho y sencillo, cerrado con una reja y coronada su
modesta media naranja por una cruz de hierro. La única entrada era una
puertecita inmediata al altar.
En este había un gran cuadro
pintado al óleo que representaba una de las caídas del Señor con la cruz.
Detrás, la Virgen, San Juan y las tres Marías; al lado del Señor, los feroces
soldados romanos. De puro vieja, había tomado esta pintura un tono tan oscuro,
que era difícil discernir los objetos; pero aumentando al mismo tiempo el
efecto de la profunda devoción que inspiraba su vista, sea porque la meditación
y el espiritualismo se avienen mal con los colores chillones y relumbrantes, o
sea por el sello de veneración que imprime el tiempo a las obras de arte,
mayormente cuando representan objetos de devoción; que entonces parecen
doblemente santificados por el culto de tantas generaciones. Todo pasa y todo
muda en torno de esos piadosos monumentos; menos ellos, que permanecen sin
haber agotado los tesoros de consuelos que a manos llenas prodigan. La devoción
de los fieles había adornado el cuadro con indiferentes objetos de hojuela de
plata, colocados de tal modo que parecían formar parte de la pintura: eran
estos una corona de espinas sobre la cabeza del Señor; una diadema de rayos
sobre la de la Virgen, y remates en las extremidades de la cruz. Esta costumbre
extraña y aun ridícula a los ojos del artista, a los del cristiano es buena y
piadosa. Pero a bien que la capilla del Cristo del Socorro no era un museo;
jamás había atravesado un artista sus umbrales: allí no acudían más que
sencillos devotos que sólo iban a rezar.
Las dos paredes laterales
estaban cubiertas de exvotos de arriba a abajo.
Los exvotos son testimonios
públicos y auténticos de beneficios recibidos, consignados por el
agradecimiento al pie de los altares, unas veces antes de obtener la gracia que
se pide; otras se prometen en grandes infortunios y circunstancias apuradas.
Allí se ven largas trenzas de cabello, que la hija amante ofreció, como su más
precioso tesoro, el día en que su madre fue arrancada a las garras de la
muerte; niños de plata colgados de cintas color de rosa, que una madre
afligida, al ver a su hijo mortalmente herido, consagró por obtener su alivio
al Señor del Socorro; brazos, ojos, piernas de plata o de cera, según las
facultades del votante; cuadros de naufragios o de otros grandes peligros, en
medio de los cuales los fieles tuvieron la sencillez de creer que sus plegarias
podrían ser oídas y otorgadas por la misericordia divina; pues por lo visto las
gentes de alta razón, los ilustrados, los que dicen ser los más y se tienen
por los mejores no creen que la oración es un lazo entre Dios y el hombre.
Estos cuadros no eran obras maestras del arte; pero quizá si lo fueran,
perderían su fisonomía y, sobre todo, su candor. ¡Y hay todavía personas que
presumiendo hallarse dotadas de un mérito superior, cierran sus almas a las
dulces impresiones del candor, que es la inocencia y la serenidad del alma!
¿Acaso ignoran que el candor se va perdiendo, al paso que el entusiasmo se
apaga? Conservad, españoles, y respetad los débiles vestigios que quedan de
cosas tan santas como inestimables. No imitéis al Mar Muerto, que mata con sus
exhalaciones los pájaros que vuelan sobre sus olas, ni, como él, sequéis las
raíces de los árboles, a cuya sombra han vivido felices muchos países y tantas
generaciones.
Entre los exvotos había uno
que por su singularidad causó mucha extrañeza a Stein. La mesa del altar no era
perfectamente cuadrada desde arriba abajo, sino que se estrechaba en línea
curva hacia el pie. Entre su base y el enladrillado había un pequeño espacio.
Stein percibió allí en la oscuridad un objeto apoyado contra la pared; y a
fuerza de fijar en él sus miradas, vino a distinguir que era un trabuco. Tal
era su volumen y tal debía ser su peso, que no podía entenderse cómo un hombre
podía manejarlo: lo mismo que sucede cuando miramos las armaduras de la Edad
Media. Su boca era tan grande que podía entrar holgadamente por ella una
naranja. Estaba roto, y sus diversas partes, toscamente atadas con cuerdas.
-Momo -dijo Stein-, ¿qué
significa eso? ¿Es de veras un trabuco?
-Me parece -dijo Momo- que
bien a la vista está.
-Pero ¿por qué se pone un arma
homicida en este lugar pacífico y santo? En verdad que aquí puede decirse
aquello de que pega como un par de pistolas a un Santo Cristo.
-Pero ya ve usted -respondió
Momo- que no está en manos del Señor, sino a sus pies, como ofrenda. El día en
que se trajo aquí ese trabuco (que hace muchísimos años) fue el mismo en que se
le puso a ese Cristo el nombre del Señor del Socorro.
-Y ¿con qué motivo? -preguntó
Stein.
-Don Federico -dijo Momo
abriendo tantos ojos-, todo el mundo sabe eso. ¡Y usted no lo sabe!
-¿Has olvidado que soy forastero?
-replicó Stein.
-Es verdad -repuso Momo-; pues
se lo diré a su merced. Hubo en esta tierra un salteador de caminos que no se
contentaba con robar a la gente, sino que mataba a los hombres como moscas, o
porque no le delatasen o por antojo. Un día, dos hermanos vecinos de aquí,
tuvieron que hacer un viaje. Todo el pueblo fue a despedirlos, deseándoles que
no topasen con aquel forajido que no perdonaba vida y tenía atemorizado al
mundo. Pero ellos, que eran buenos cristianos, se encomendaron a este Señor, y
salieron confiando en su amparo. Al emparejar con un olivar, se echaron en cara
al ladrón, que les salía al encuentro con su trabuco en la mano. Echóselo al
pecho y les apuntó. En aquel trance se arrodillaron los hermanos clamando al
Cristo: «¡Socorro, Señor!» El desalmado disparó el trabuco, pero quien quedó
alma del otro mundo fue él mismo, porque quiso Dios que en las manos se le
reventase el trabuco. ¡Y el trabuquillo era flojo en gracia de Dios! Ya lo está
usted mirando; porque en memoria del milagroso socorro, lo ataron con esas
cuerdas y lo depositaron aquí, y al Señor se le quedó la advocación del Socorro.
¿Conque no lo sabía usted, don Federico?
-No lo sabía, Momo -respondió
este, y añadió como respondiendo a sus propias reflexiones-: ¡si tú supieras
cuánto ignoran aquellos que dicen que se lo saben todo!
-Vamos, ¿se viene usted, don
Federico? -dijo Momo después de un rato de silencio. Mire usted que no me puedo
detener.
-Estoy cansado -contestó
éste-, vete tú, que aquí te aguardaré.
-Pues con Dios -repuso Momo,
poniéndose en camino [...]
Stein contemplaba aquel pueblecito tan tranquilo, medio pescador, medio marinero, llevando con una mano el arado y con la otra el remo. No se componía, como los de Alemania, de casas esparcidas sin orden con sus techos tan campestres, de paja, y sus jardines; ni reposaba, como los de Inglaterra, bajo la sombra de sus pintorescos árboles; ni como los de Flandes formaba dos hileras de lindas casas a los lados del camino. Constaba de algunas calles anchas, aunque mal trazadas, cuyas casas de un solo piso y de desigual elevación, estaban cubiertas de vetustas tejas: las ventanas eran escasas, y más escasas aún las vidrieras y toda clase de adorno. Pero tenía una gran plaza, a la sazón verde como una pradera, y en ella una hermosísima iglesia; y el conjunto era diáfano, aseado y alegre.
Catorce cruces iguales a la que cerca de Stein estaba, se seguían de distancia en distancia, hasta la última, que se alzaba en medio de la plaza haciendo frente a la iglesia. Era esto la via crucis.»
[El extracto pertenece a la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
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