Primera parte. VI
“París estaba casi desierto esa noche, una
noche fría, una de esas noches que uno diría más vasta que las demás, en la que
las estrellas están más altas y el aire parece aportar en su helado soplo algo
que viene de más allá de los astros.
Los dos hombres no hablaron nada en los
primeros momentos. Luego, Duroy, por decir algo, pronunció:
-Este Laroche-Mathieu parece muy inteligente y
muy instruido.
El viejo poeta murmuró:
-¿Le parece a usted?
El joven, sorprendido, dudaba:
-Pues sí; por otra parte, pasa por ser uno de
los hombres más capacitados de la Cámara.
-Es posible, en el país de los ciegos, el
tuerto es rey. Todas esas gentes, sabe usted, son mediocres porque tienen sus
espíritus repartidos entre dos amores, el dinero y la política. Son unos pedantes,
querido, con los que no es posible hablar de nada, de nada de lo que a nosotros
nos gusta. Su inteligencia está en el fondo del pozo, o mejor dicho, en el
fondo del vertedero, como el Sena en Ansières. ¡Ah!, qué difícil es encontrar
un hombre de miras amplias, que te dé la sensación de los grandes hálitos que
se respiran en las costas. He conocido a algunos, están muertos –Norbert de
Varenne hablaba con voz clara pero contenida, que hubiera podido sonar en el
silencio de la noche si la hubiera dejado escapar. Parecía sobreexcitado y
triste, con esa tristeza que cae a veces sobre las almas y las vuelve
vibrantes, como la tierra bajo la helada-. ¡Qué importa, por otra parte, un
poco más o menos de ingenio, puesto que todo tiene que terminar!
Y se calló. Duroy, que tenía el corazón alegre
esa noche, dijo sonriendo:
-Esta noche lo ve usted todo negro, querido
maestro.
-Lo veo siempre así, hijo mío, y usted lo verá
igual que yo dentro de algunos años. La vida es una pendiente. Mientras se
sube, uno mira a la cima y se siente feliz; pero cuando se llega arriba, se ve
de golpe la bajada, y el final, que es la muerte. Se va despacio cuando se
sube, pero deprisa cuando se baja. A su edad se es alegre, se esperan tantas
cosas que por otra parte nunca llegan… A la mía, no se espera ya nada, sólo la
muerte.
Duroy se echó a reír:
-¡Caramba! Me produce usted escalofríos.
-No, usted no me comprende hoy, pero se
acordará más tarde de lo que le digo en este momento. Llega un día, ve usted, y
llega pronto para muchos, en que no se ríe más. ¿Dónde agarrarse? ¿Hacia dónde
dirigir los gritos de auxilio? ¿En qué podemos creer? Todas las religiones son
estúpidas, con su moral pueril y sus promesas egoístas, monstruosamente tontas.
Sólo la muerte es segura –se paró, cogió a Duroy por las dos puntas del cuello
de su abrigo y, con voz lenta-: Piense usted en todo esto, joven, piense
durante días, meses, años y verá usted la existencia de otra manera. Trate de
desatarse de todo lo que le encierra, haga el esfuerzo sobrehumano de salir
vivo de su cuerpo, de sus intereses, de sus pensamientos y de la humanidad
entera, para mirar a otra parte, y usted comprenderá qué poca importancia
tienen las querellas de los románticos y los naturalistas, y la discusión sobre
el presupuesto –se puso a andar de nuevo con paso rápido-. Pero también sentirá
la espantosa derrota de los desesperados. Usted se debatirá medio loco, ahogado
en incertidumbre, gritará ¡socorro! por todos lados y nadie le contestará.
Extenderá los brazos, llamará para ser socorrido, amado, consolado, salvado y
nadie vendrá. ¿Por qué sufrimos así? Es que nacimos para vivir sobre todo según
la materia y menos según el espíritu; pero, a fuerza de pensar, se ha
establecido una desproporción entre el estado de nuestra inteligencia
engrandecida y las condiciones inamovibles de nuestra vida. Mire a las gentes
mediocres; a menos que caigan sobre ellos grandes desastres, se encuentran
satisfechos, sin sufrir del mal común. Los animales tampoco lo sienten –se paró
una vez más, reflexionó unos segundos, luego con aire resignado-: Yo soy un ser
perdido. No tengo padre ni madre, ni hermano ni hermana, ni mujer ni hijos, ni
Dios –añadió después de un silencio-: No tengo más que el verso –luego,
levantando la vista hacia el firmamento, donde brillaba la pálida luz de la
luna, declamó-:
Y busco la palabra de
este oscuro problema
En el cielo negro y
vacío donde flota un astro pálido.
Llegaban al puente de la Concordia, lo
atravesaron en silencio, luego anduvieron bordeando el Palace-Bourbon. Norbert
de Varanne se puso a hablar de nuevo:
-Cásese usted, amigo mío, no sabe usted lo que
es vivir solo a mi edad. La soledad hoy me llena de una angustia horrible; la
soledad de mi casa, cerca del fuego, por la noche. Me parece entonces que estoy
solo sobre la tierra, espantosamente solo, pero rodeado de vagos peligros, de
cosas desconocidas y terribles; y el tabique que me separa de mi vecino, que no
conozco, me aleja de él tanto como las estrellas que veo por la ventana. Una
especie de fiebre me invade, una fiebre de dolor y de temor y el silencio de
las paredes me espanta. Es tan profundo y tan triste el silencio de la
habitación donde se vive solo. No es solamente el silencio alrededor del
cuerpo, sino un silencio alrededor del alma y, cuando un mueble cruje, se
estremece uno hasta las entrañas, pues ningún ruido se oye en este lúgubre
alojamiento –se calló una vez más, pero añadió-: Cuando uno ya es viejo,
después de todo, ¡qué bueno sería poderse rodear de niños!”
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