Un realista contra los románticos
"La necedad se pega", ha dicho un autor célebre. No es esto afirmar que lo que hoy se entiende por romanticismo sea necedad, sino que todas las cosas exageradas suelen degenerar en necias; y bajo este aspecto, la romanticomanía se pega también. Y no sólo se pega sino que, al revés de otras enfermedades contagiosas, que a medida que se transmiten pierden en grados de intensidad, ésta, por el contrario, adquiere en la inoculación tal desarrollo, que en lo que en su origen pudo ser sublime pasa a ser ridículo; lo que en unos fue destello de genio, en otros viene a ser un ramo de locura.
Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1811 vivía en nuestra corte y su calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo y se llamaba Víctor, encontró el romanticismo donde menos podía esperarse, esto es, en el seminario de Nobles; y el picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos sabido apreciar y teníamos enterrado hace dos siglos con Calderón; y luego regresó a París, extrayendo de entre nosotros esta primera materia, y la confeccionó a la francesa, y provisto como de costumbre con su patente de invención, abrió su almacén y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a redimirla de la esclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos los noveleros y la manada de imitadores (imitadores servum pecus, que dijo Horacio) se esforzaron en sobrepujarle y dejar atrás su exageración, y los poetas transmitieron el nuevo humor a los novelistas; éstos a los historiadores; éstos a los políticos; éstos a los demás hombres; éstos a todas las mujeres; y luego salió de Francia aquel virus ya bastardeado y corrió toda la Europa y vino, en fin, a España y llegó a Madrid (de donde había salido puro), y de una en otra pluma, de una en otra cabeza, vino a dar en la cabeza y en la pluma de mi sobrino, de aquel sobrino que ya en otro tiempo creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos que ni el mismo Víctor Hugo lo conociera, ni el Seminario de nobles tampoco.
La primera aplicación que mi sobrino creyó deber hacer de adquisición tan importante fue a su propia física persona, esmerándose en poetizarla por medio del romanticismo aplicado al tocador.
Porque -decía él- la fachada de un romántico debe ser gótica, ojival, piramidal y emblemática... Por de pronto eliminó el frac, por considerarle del tiempo de la decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con ella, como más análoga a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las cadenas y relojes; los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el barniz de las botas y las navajas de afeitar, y otros mil adminículos que los que no alcanzamos la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.
Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente añudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por debajo de él descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo se introducían por debajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica. Tal era la vera efigies de mi sobrino y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegaba yo a dudar de si era el mismo o sólo su traje colgado de una percha; y acontecióme más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el lomo.
Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto me declaró rotundamente su resolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le propuse, asegurándome que encontraba en su corazón algo de volcánico y sublime, incompatible con la exactitud matemática o con las fórmulas del foro; y después de largas disertaciones viene a sacar en consecuencia que la carrera que le parecía más análoga a sus circunstancias era la carrera de poeta, que según él es la que seguía derechita al templo de la inmortalidad.
En busca de sublimes inspiraciones y con el objeto, sin duda, de formar su carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas anatómicas; trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas y se perdió en la espesura de los bosques; interrogó a las ruinas de los monasterios y de las ventas (que él tomaba por góticos castillos); examinó la ponzoñosa virtud de las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo de su cuchilla y de los convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libros que yo le recomendaba, los Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedra, los Moretos, Meléndez y Moratines, por los Hugos y Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés..."
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