lunes, 10 de octubre de 2016

"Léxico familiar".- Natalia Ginzburg (1916-1991)


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 “Mi abuela había sido muy rica pero había perdido mucho dinero durante la Primera Guerra Mundial, pues, como tenía una confianza ciega en Francisco José y pensaba que Italia no vencería, quiso conservar las acciones que tenía en Austria y así había perdido mucho dinero. Mi padre, que era irredentista, había tratado de convencerla de que las vendiera, pero fue inútil. Mi abuela solía hablar de “mi desgracia” para referirse al dinero que había perdido y, por las mañanas, se paseaba desesperada, retorciéndose las manos, de un lado a otro de la habitación. Pero no era tan pobre, pues tenía en Florencia una casa muy bonita, con muebles indios y chinos y alfombras turcas, porque un abuelo suyo, el abuelo Parente, había sido coleccionista de objetos de valor. Tenía colgados en las paredes los retratos de sus antepasados: del abuelo Parente, de la tía Vandea (la llamaban así porque había sido reaccionaria y reunía en su tertulia a retrógrados y reaccionarios), y de muchas tías y primas, todas llamadas Margherita o Regina, nombres habituales en las familias judías de antes. Pero entre los retratos no estaba el del padre de mi abuela; de él no se podía hablar porque un día, tras quedarse viudo, se peleó con sus dos hijas, ya adultas y, para fastidiarlas, les dijo que se casaría con la primera mujer que se encontrara en la calle y así lo hizo o al menos eso es lo que se contaba en la familia. Lo que no sé es si se casó exactamente con la primera mujer que se encontró nada más salir por el portal. Con su nueva mujer tuvo otra hija, a la que mi abuela no quiso conocer nunca y a la que llamaba, muy disgustada, “la niña de papá”. A “la niña de papá”, una distinguida señora que debía rondar los cincuenta años, la veíamos a veces durante las vacaciones y mi padre le decía a mi madre: “¿Has visto? ¿Has visto? ¡Era la niña de papá!”
 
 “Para vosotros, todo es la casa de Tócame Roque. Ésta es la casa de Tócame Roque”, decía siempre mi abuela (queriendo decir que para nosotros no había nada sagrado), frase que se hizo célebre en la familia y que solíamos repetir cada vez que nos entraba la risa en los entierros o en los funerales. A mi abuela le daban un asco horrible los animales y se exasperaba cada vez que nos veía jugando con algún gato, pues decía que cogeríamos alguna enfermedad y que se la contagiaríamos a ella. “Ese infame animalejo”, decía, pataleando y dando golpes en el suelo con la punta del paraguas.
 
 Le daba asco todo y le daban mucho miedo las enfermedades, pero estaba sanísima; tanto es así, que murió con más de ochenta años sin haber necesitado nunca un médico ni un dentista. Temía siempre que alguno de nosotros la bautizase para molestarla, porque una vez uno de mis hermanos, en broma, había hecho como que la bautizaba. Todos los días rezaba sus oraciones en hebreo sin entender nada de lo que decía, porque no conocía esa lengua. Sentía aversión, como a los gatos, a las personas que no eran judías como ella. La única que se salvaba de esta aversión era mi madre; era la única persona no judía por la que sintió afecto en toda su vida. También mi madre la quería y decía que, dentro de su egoísmo, era inocente e ingenua como un niño de pecho. 

 Mi abuela era guapísima de joven; según ella, la segunda chica más guapa de Pisa. La primera era una amiga suya, una tal Virginia del Vecchio. Una vez fue a Pisa un tal señor Segrè, que quiso conocer a la chica más guapa de la ciudad para pedir su mano. Virginia no quiso casarse con él y entonces le presentaron a mi abuela, pero ésta le dio calabazas diciendo que ella no recogía “las sobras de Virginia”.
 Después se casó con mi abuelo, el abuelo Michele, que debía ser muy dulce y suave. Se quedó viuda muy joven. Y una vez que le preguntamos que por qué no había vuelto a casarse, nos respondió con una estridente carcajada y una brutalidad que nunca habríamos esperado de aquella vieja quejica y lastimera: “¡Cucú! ¡Para comerme sola todo lo mío!”.
 Durante aquellas vacaciones en la montaña, mi madre y mis hermanos se quejaban a veces de aburrimiento porque la casa estaba demasiado aislada y no tenían ni distracciones ni amigos. Yo, como era la más pequeña, me divertía con poca cosa: aún no sentía el aburrimiento de las vacaciones.
 “Os aburrís porque no tenéis vida interior”, decía mi padre.
 Un año estuvimos especialmente mal de dinero y parecía que nos tendríamos que quedar a pasar el verano en la ciudad pero, después, en el último momento, alquilamos una casa que no costaba mucho en un barrio de un pueblo llamado Saint-Jacques d’Ajas. No tenía luz eléctrica sino lámparas de petróleo. Debía de ser muy pequeña y muy incómoda porque mi madre no hizo más que repetir todo aquel verano: “¡Condenada casa! ¡Endiablado Saint-Jacques d’Ajas!” Nos salvaron ocho o diez libros encuadernados en piel: una colección de fascículos de no sé qué revista que tenían jeroglíficos, acertijos y novelas de terror. Se los había prestado a mi hermano Alberto un amigo suyo, un tal Frinco. Nos alimentamos de los libros de Frinco durante todo aquel verano. Después mi madre se hizo amiga de una señora que vivía en la casa de al lado. Entablaron conversación cuando no estaba mi padre, pues él decía que hablar con los vecinos era “de palurdos”. Pero después resultó que esta señora, la  señora Ghiran, vivía en Turín en la misma casa de Frances y que la conocía de vista, por lo que fue posible presentársela a mi padre y, a partir de entonces, se volvió amabilísimo con ella. Mi padre era muy suspicaz con la gente desconocida, desconfiaba siempre de ella, pues temía que fuese “gente equívoca”, pero en cuanto descubría que había alguna amistad común se sentía seguro”.

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