“Mi abuela había sido muy rica pero había
perdido mucho dinero durante la Primera Guerra Mundial, pues, como tenía una
confianza ciega en Francisco José y pensaba que Italia no vencería, quiso
conservar las acciones que tenía en Austria y así había perdido mucho dinero.
Mi padre, que era irredentista, había tratado de convencerla de que las
vendiera, pero fue inútil. Mi abuela solía hablar de “mi desgracia” para
referirse al dinero que había perdido y, por las mañanas, se paseaba
desesperada, retorciéndose las manos, de un lado a otro de la habitación. Pero
no era tan pobre, pues tenía en Florencia una casa muy bonita, con muebles
indios y chinos y alfombras turcas, porque un abuelo suyo, el abuelo Parente,
había sido coleccionista de objetos de valor. Tenía colgados en las paredes los
retratos de sus antepasados: del abuelo Parente, de la tía Vandea (la llamaban
así porque había sido reaccionaria y reunía en su tertulia a retrógrados y
reaccionarios), y de muchas tías y primas, todas llamadas Margherita o Regina,
nombres habituales en las familias judías de antes. Pero entre los retratos no
estaba el del padre de mi abuela; de él no se podía hablar porque un día, tras
quedarse viudo, se peleó con sus dos hijas, ya adultas y, para fastidiarlas,
les dijo que se casaría con la primera mujer que se encontrara en la calle y
así lo hizo o al menos eso es lo que se contaba en la familia. Lo que no sé es
si se casó exactamente con la primera mujer que se encontró nada más salir por
el portal. Con su nueva mujer tuvo otra hija, a la que mi abuela no quiso
conocer nunca y a la que llamaba, muy disgustada, “la niña de papá”. A “la niña
de papá”, una distinguida señora que debía rondar los cincuenta años, la
veíamos a veces durante las vacaciones y mi padre le decía a mi madre: “¿Has
visto? ¿Has visto? ¡Era la niña de papá!”
“Para vosotros, todo es la casa de Tócame
Roque. Ésta es la casa de Tócame Roque”, decía siempre mi abuela (queriendo
decir que para nosotros no había nada sagrado), frase que se hizo célebre en la
familia y que solíamos repetir cada vez que nos entraba la risa en los
entierros o en los funerales. A mi abuela le daban un asco horrible los
animales y se exasperaba cada vez que nos veía jugando con algún gato, pues
decía que cogeríamos alguna enfermedad y que se la contagiaríamos a ella. “Ese
infame animalejo”, decía, pataleando y dando golpes en el suelo con la punta
del paraguas.
Le daba asco todo y le daban mucho miedo las
enfermedades, pero estaba sanísima; tanto es así, que murió con más de ochenta años
sin haber necesitado nunca un médico ni un dentista. Temía siempre que alguno
de nosotros la bautizase para molestarla, porque una vez uno de mis hermanos,
en broma, había hecho como que la bautizaba. Todos los días rezaba sus
oraciones en hebreo sin entender nada de lo que decía, porque no conocía esa
lengua. Sentía aversión, como a los gatos, a las personas que no eran judías
como ella. La única que se salvaba de esta aversión era mi madre; era la única
persona no judía por la que sintió afecto en toda su vida. También mi madre la
quería y decía que, dentro de su egoísmo, era inocente e ingenua como un niño
de pecho.
Mi abuela era guapísima de joven; según ella, la segunda chica más guapa de Pisa. La primera era una amiga suya, una tal Virginia del Vecchio. Una vez fue a Pisa un tal señor Segrè, que quiso conocer a la chica más guapa de la ciudad para pedir su mano. Virginia no quiso casarse con él y entonces le presentaron a mi abuela, pero ésta le dio calabazas diciendo que ella no recogía “las sobras de Virginia”.
Mi abuela era guapísima de joven; según ella, la segunda chica más guapa de Pisa. La primera era una amiga suya, una tal Virginia del Vecchio. Una vez fue a Pisa un tal señor Segrè, que quiso conocer a la chica más guapa de la ciudad para pedir su mano. Virginia no quiso casarse con él y entonces le presentaron a mi abuela, pero ésta le dio calabazas diciendo que ella no recogía “las sobras de Virginia”.
Después se casó con mi abuelo, el abuelo
Michele, que debía ser muy dulce y suave. Se quedó viuda muy joven. Y una vez
que le preguntamos que por qué no había vuelto a casarse, nos respondió con una
estridente carcajada y una brutalidad que nunca habríamos esperado de aquella
vieja quejica y lastimera: “¡Cucú! ¡Para comerme sola todo lo mío!”.
Durante aquellas vacaciones en la montaña, mi
madre y mis hermanos se quejaban a veces de aburrimiento porque la casa estaba
demasiado aislada y no tenían ni distracciones ni amigos. Yo, como era la más
pequeña, me divertía con poca cosa: aún no sentía el aburrimiento de las
vacaciones.
“Os aburrís porque no tenéis vida interior”,
decía mi padre.
Un año estuvimos especialmente mal de dinero y
parecía que nos tendríamos que quedar a pasar el verano en la ciudad pero,
después, en el último momento, alquilamos una casa que no costaba mucho en un
barrio de un pueblo llamado Saint-Jacques d’Ajas. No tenía luz eléctrica sino
lámparas de petróleo. Debía de ser muy pequeña y muy incómoda porque mi madre
no hizo más que repetir todo aquel verano: “¡Condenada casa! ¡Endiablado
Saint-Jacques d’Ajas!” Nos salvaron ocho o diez libros encuadernados en piel:
una colección de fascículos de no sé qué revista que tenían jeroglíficos,
acertijos y novelas de terror. Se los había prestado a mi hermano Alberto un
amigo suyo, un tal Frinco. Nos alimentamos de los libros de Frinco durante todo
aquel verano. Después mi madre se hizo amiga de una señora que vivía en la casa
de al lado. Entablaron conversación cuando no estaba mi padre, pues él decía
que hablar con los vecinos era “de palurdos”. Pero después resultó que esta
señora, la señora Ghiran, vivía en Turín
en la misma casa de Frances y que la conocía de vista, por lo que fue posible
presentársela a mi padre y, a partir de entonces, se volvió amabilísimo con
ella. Mi padre era muy suspicaz con la gente desconocida, desconfiaba siempre
de ella, pues temía que fuese “gente equívoca”, pero en cuanto descubría que
había alguna amistad común se sentía seguro”.
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