Libro decimotercero. Capítulo 8.
Que contiene una escena
de miseria, que resultará extraordinaria para la mayoría de nuestros lectores.
“El señor Jones y el señor Nightingale habían
sido invitados aquel día a comer con la señora Miller. A la hora fijada, los
dos caballeros se reunieron en el saloncito con las dos muchachas, en donde
esperaron desde las tres hasta cerca de las cinco antes de que la buena señora
apareciera. Había salido fuera de la ciudad para hacer una visita a un
pariente, y a su vuelta contó así el resultado de la misma:
-Espero, caballeros, que me perdonen por
haberles hecho esperar; aunque estoy segura de que cuando sepan la causa… He
ido a ver a una prima mía que vive a unas seis millas de aquí y que está de
parto. El espectáculo podría constituir una advertencia para todas aquellas
personas (dijo mirando a sus hijas) que se casan sin saber lo que hacen. No hay
felicidad en este mundo sin bienestar económico. ¡Oh, Nancy! ¿Cómo podría
describirte la terrible situación en la que he encontrado a tu pobre prima?
Hace una semana que ha dado a luz y allí la encontré con este horrible tiempo,
en un cuarto helado, en un lecho sin cortinas y sin una pizca de carbón en la
casa con que encender fuego. Su segundo hijo, tan precioso, está enfermo con
anginas en la misma cama de su madre, porque no hay otra en toda la casa.
¡Pobre Tommy! Me parece, Nancy, que no vas a volver a ver a tu preferido; está
muy enfermo. El resto de los niños están todos muy bien; pero me temo que Molly
acabará por ponerse mala. No tiene más que trece años, señor Nightingale, y en
mi vida he visto mejor enfermera. Cuida a su madre y a su hermanito y, lo que
es más admirable en una criatura tan joven, es que da muestras de la mayor
alegría del mundo ante su madre. Pero yo la he visto, señor Nightingale,
limpiarse a escondidas las lágrimas.
Al llegar aquí, la señora Miller no pudo
continuar porque sus propias lágrimas se lo impidieron y creo que ninguno de
los presentes pudo evitar que se les saltaran también. Pasado un rato, consiguió
recobrarse y continuó así:
-En medio de toda esta desgracia la madre
conserva su ánimo de un modo sorprendente. El peligro en que su hijo se
encuentra le preocupa más que nada. No obstante, hace todo lo posible por
ocultar su propia preocupación, para no apenar a su marido. Pero su propia pena
sale beneficiada de estos esfuerzos, porque siempre quiso mucho a este niño,
que es la criatura más sensible y más buena que pueda imaginarse. Les aseguro
que jamás me he conmovido tanto como al oírle decir al pobrecito, que apenas ha
cumplido siete años, tratando de consolar a su madre: “Ya verás, mamá, como no
me muero; estoy seguro de que Dios no se llevará a Tommy, aunque el cielo sea
un sitio tan precioso, prefiero quedarme aquí a pasar hambre contigo y con
papá, antes que irme allí.” Perdonadme, caballeros (dijo limpiándose los ojos),
pero me conmueve ver tanta sensibilidad y ternura en un niño. Sin embargo, es
el que menos compasión necesita; lo más probable es que dentro de uno o dos
días se encuentre más allá del alcance de todas las miserias humanas. El padre
es el que es más digno de lástima. Pobre hombre, su cara es el verdadero
retrato del horror, y más parece muerto que vivo. ¡Oh, cielos! ¡Qué escena la
que contemplé al entrar en el cuarto! Estaba echado a la cabecera de la cama,
sosteniendo a su mujer y a su hijo. No llevaba puesto más que un chaleco muy
fino, porque la casaca la había echado sobre la cama para suplir la falta de
mantas. Cuando se levantó al entrar yo, apenas pude reconocerle. Un hombre tan
bien parecido, señor Jones, había cambiado por completo en quince días. El
señor Nightingale le conoce. ¡Cómo está ahora! Tiene los ojos hundidos, la cara
pálida y lleva una barba crecida. Su cuerpo temblaba de frío y parecía muerto
de hambre. Dice mi prima que apenas ha conseguido que coma algo en estos días.
Me dijo en un susurro –me cuesta trabajo repetirlo- que no podía soportar comer
el pan que necesitaban sus hijos. Y aun así, ¿seríais capaces de creerlo,
caballeros? En medio de toda esta miseria, su mujer tenía un cordial para
beber, tan bueno como si se encontraran en la mayor abundancia; yo lo probé y
en mi vida he tomado nada que supiera mejor. Me dijo que él creía que un ángel
caído del cielo había sido el que le había facilitado los medios de procurarse
esto. Yo no sé qué quiso decir con ello porque no tuve ánimos para hacerle ni
una sola pregunta. Fue una boda por amor, como suele decirse, por ambos lados;
es decir, una boda entre mendigos. Es cierto que debo confesar que nunca vi una
pareja más enamorada; pero, ¿para qué sirve el cariño sino para atormentar a
ambos?
-Pues yo, mamá –dijo Nancy-, siempre he
considerado a mi prima Anderson (porque ése era su nombre) como a una mujer
feliz.
-Pues yo estoy segura de que su situación
ahora es muy distinta –dijo la señora Miller-; cualquiera puede darse cuenta de
que la compasión que cada uno siente por los sufrimientos del otro les hace más
intolerable la parte de desgracia que corresponde tanto al marido como a la
mujer. Comparado con ello, el hambre y el frío, en la medida en que les afectan
separadamente, apenas se pueden considerar como males. Y hasta los mismos
niños, a excepción del pequeño, que aún no tiene dos años, sienten de la misma
manera; porque es una familia en la que todos se quieren mucho y, con sólo que
tuvieran lo necesario para vivir, serían las personas más felices del mundo.
-Yo nunca vi la menor señal de infelicidad en
su casa –replicó Nancy-, y lo que nos habéis contado me hace pedazos el
corazón.
-Oh, hija mía –respondió la madre-, tu prima
siempre ha tratado de sacar el mejor partido de todo. Siempre han vivido con
gran necesidad; pero la ruina absoluta en la que ahora se encuentran se la han
producido otros. El pobre hombre salió fiador por el villano de su hermano, y
hace una semana, el día antes de su parto, todos sus enseres fueron vendidos
por mandamiento judicial. Él me envió una carta por uno de los alguaciles pero
el muy miserable no me la entregó. Y, ¿qué habrá pensado de que haya dejado yo
pasar una semana sin acudir allí?
Jones no pudo oír este relato sin que se le
saltaran las lágrimas; al terminar, llamó aparte a la señora Miller y,
entregándole su bolsa en la que había cincuenta libras, le pidió que enviara a
aquella pobre gente lo que ella juzgara conveniente. La mirada que la señora
Miller dirigió a Jones en esta ocasión no puede ser descrita. Y luego, presa de
la mayor emoción, exclamó:
-¡Santo cielo! ¿Es posible que exista un
hombre así en el mundo?
Pero, recapacitando, dijo luego:
-En verdad que sí conozco a uno; pero, ¿es que
puede haber otro?
-Espero, señora –dijo Jones-, que haya muchos
que tengan estos simples sentimientos humanitarios; aliviar a unos seres
humanos en una desgracia semejante, apenas se puede calificar de otro modo.
La señora Miller tomó entonces diez guineas,
que fue lo más que él pudo conseguir que aceptara, y dijo que “ya encontraría
el medio de enviárselas a la mañana siguiente”, añadiendo que “ella también
tenía algunas cosas para aquella pobre gente y que no los dejaría permanecer en
el estado de miseria en que los había encontrado”.
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