viernes, 14 de octubre de 2016

"Tom Jones".- Henry Fielding (1707-1754)

Resultado de imagen de henry fielding
Libro decimotercero. Capítulo 8.
Que contiene una escena de miseria, que resultará extraordinaria para la mayoría de nuestros lectores.
 “El señor Jones y el señor Nightingale habían sido invitados aquel día a comer con la señora Miller. A la hora fijada, los dos caballeros se reunieron en el saloncito con las dos muchachas, en donde esperaron desde las tres hasta cerca de las cinco antes de que la buena señora apareciera. Había salido fuera de la ciudad para hacer una visita a un pariente, y a su vuelta contó así el resultado de la misma:
 
-Espero, caballeros, que me perdonen por haberles hecho esperar; aunque estoy segura de que cuando sepan la causa… He ido a ver a una prima mía que vive a unas seis millas de aquí y que está de parto. El espectáculo podría constituir una advertencia para todas aquellas personas (dijo mirando a sus hijas) que se casan sin saber lo que hacen. No hay felicidad en este mundo sin bienestar económico. ¡Oh, Nancy! ¿Cómo podría describirte la terrible situación en la que he encontrado a tu pobre prima? Hace una semana que ha dado a luz y allí la encontré con este horrible tiempo, en un cuarto helado, en un lecho sin cortinas y sin una pizca de carbón en la casa con que encender fuego. Su segundo hijo, tan precioso, está enfermo con anginas en la misma cama de su madre, porque no hay otra en toda la casa. ¡Pobre Tommy! Me parece, Nancy, que no vas a volver a ver a tu preferido; está muy enfermo. El resto de los niños están todos muy bien; pero me temo que Molly acabará por ponerse mala. No tiene más que trece años, señor Nightingale, y en mi vida he visto mejor enfermera. Cuida a su madre y a su hermanito y, lo que es más admirable en una criatura tan joven, es que da muestras de la mayor alegría del mundo ante su madre. Pero yo la he visto, señor Nightingale, limpiarse a escondidas las lágrimas.
 
Al llegar aquí, la señora Miller no pudo continuar porque sus propias lágrimas se lo impidieron  y creo que ninguno de los presentes pudo evitar que se les saltaran también. Pasado un rato, consiguió recobrarse y continuó así:
 
 -En medio de toda esta desgracia la madre conserva su ánimo de un modo sorprendente. El peligro en que su hijo se encuentra le preocupa más que nada. No obstante, hace todo lo posible por ocultar su propia preocupación, para no apenar a su marido. Pero su propia pena sale beneficiada de estos esfuerzos, porque siempre quiso mucho a este niño, que es la criatura más sensible y más buena que pueda imaginarse. Les aseguro que jamás me he conmovido tanto como al oírle decir al pobrecito, que apenas ha cumplido siete años, tratando de consolar a su madre: “Ya verás, mamá, como no me muero; estoy seguro de que Dios no se llevará a Tommy, aunque el cielo sea un sitio tan precioso, prefiero quedarme aquí a pasar hambre contigo y con papá, antes que irme allí.” Perdonadme, caballeros (dijo limpiándose los ojos), pero me conmueve ver tanta sensibilidad y ternura en un niño. Sin embargo, es el que menos compasión necesita; lo más probable es que dentro de uno o dos días se encuentre más allá del alcance de todas las miserias humanas. El padre es el que es más digno de lástima. Pobre hombre, su cara es el verdadero retrato del horror, y más parece muerto que vivo. ¡Oh, cielos! ¡Qué escena la que contemplé al entrar en el cuarto! Estaba echado a la cabecera de la cama, sosteniendo a su mujer y a su hijo. No llevaba puesto más que un chaleco muy fino, porque la casaca la había echado sobre la cama para suplir la falta de mantas. Cuando se levantó al entrar yo, apenas pude reconocerle. Un hombre tan bien parecido, señor Jones, había cambiado por completo en quince días. El señor Nightingale le conoce. ¡Cómo está ahora! Tiene los ojos hundidos, la cara pálida y lleva una barba crecida. Su cuerpo temblaba de frío y parecía muerto de hambre. Dice mi prima que apenas ha conseguido que coma algo en estos días. Me dijo en un susurro –me cuesta trabajo repetirlo- que no podía soportar comer el pan que necesitaban sus hijos. Y aun así, ¿seríais capaces de creerlo, caballeros? En medio de toda esta miseria, su mujer tenía un cordial para beber, tan bueno como si se encontraran en la mayor abundancia; yo lo probé y en mi vida he tomado nada que supiera mejor. Me dijo que él creía que un ángel caído del cielo había sido el que le había facilitado los medios de procurarse esto. Yo no sé qué quiso decir con ello porque no tuve ánimos para hacerle ni una sola pregunta. Fue una boda por amor, como suele decirse, por ambos lados; es decir, una boda entre mendigos. Es cierto que debo confesar que nunca vi una pareja más enamorada; pero, ¿para qué sirve el cariño sino para atormentar a ambos?
 
 -Pues yo, mamá –dijo Nancy-, siempre he considerado a mi prima Anderson (porque ése era su nombre) como a una mujer feliz.
 
 -Pues yo estoy segura de que su situación ahora es muy distinta –dijo la señora Miller-; cualquiera puede darse cuenta de que la compasión que cada uno siente por los sufrimientos del otro les hace más intolerable la parte de desgracia que corresponde tanto al marido como a la mujer. Comparado con ello, el hambre y el frío, en la medida en que les afectan separadamente, apenas se pueden considerar como males. Y hasta los mismos niños, a excepción del pequeño, que aún no tiene dos años, sienten de la misma manera; porque es una familia en la que todos se quieren mucho y, con sólo que tuvieran lo necesario para vivir, serían las personas más felices del mundo.
 
 -Yo nunca vi la menor señal de infelicidad en su casa –replicó Nancy-, y lo que nos habéis contado me hace pedazos el corazón.
 
 -Oh, hija mía –respondió la madre-, tu prima siempre ha tratado de sacar el mejor partido de todo. Siempre han vivido con gran necesidad; pero la ruina absoluta en la que ahora se encuentran se la han producido otros. El pobre hombre salió fiador por el villano de su hermano, y hace una semana, el día antes de su parto, todos sus enseres fueron vendidos por mandamiento judicial. Él me envió una carta por uno de los alguaciles pero el muy miserable no me la entregó. Y, ¿qué habrá pensado de que haya dejado yo pasar una semana sin acudir allí?
 
 Jones no pudo oír este relato sin que se le saltaran las lágrimas; al terminar, llamó aparte a la señora Miller y, entregándole su bolsa en la que había cincuenta libras, le pidió que enviara a aquella pobre gente lo que ella juzgara conveniente. La mirada que la señora Miller dirigió a Jones en esta ocasión no puede ser descrita. Y luego, presa de la mayor emoción, exclamó:
 
 -¡Santo cielo! ¿Es posible que exista un hombre así en el mundo?
 
 Pero, recapacitando, dijo luego:
 
 -En verdad que sí conozco a uno; pero, ¿es que puede haber otro?
 
 -Espero, señora –dijo Jones-, que haya muchos que tengan estos simples sentimientos humanitarios; aliviar a unos seres humanos en una desgracia semejante, apenas se puede calificar de otro modo.  
 
  La señora Miller tomó entonces diez guineas, que fue lo más que él pudo conseguir que aceptara, y dijo que “ya encontraría el medio de enviárselas a la mañana siguiente”, añadiendo que “ella también tenía algunas cosas para aquella pobre gente y que no los dejaría permanecer en el estado de miseria en que los había encontrado”.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: