“Cristina anduvo unos cuantos pasos hasta
llegar frente a Quirós. Apoyó una mano en la cadera. Tenía buen tipo. “Seguro
que podría encontrar a uno cualquiera en su oficina”, pensó Quirós.
-Tengo suerte –dijo Quirós, sonriendo-. No
todo el mundo tiene la suerte de encontrarse como yo con una chica guapa que
encima le da para sus gastos.
-Tienes más suerte que algunos y menos que
otros. A mí me conviene este arreglo. Otros se lo gastan en gasolina. Yo
lo gasto en ti.
-Franqueza por franqueza –dijo Quirós-, yo soy
un tipo lucido.
-A mí me caes bien –dijo Cristina.
-Ya sabes, que si quieres… a tu disposición.
-No seas vulgar.
-No soy vulgar. Como hablabas de la gasolina.
Lo decía por si te va la marcha. Contigo nunca se sabe.
Cristina volvió a sentarse en el taburete del
tocador. Había un gesto ambiguo en su cara. Como si se sintiera mortificada por
aquellas frases que, a decir verdad, no eran sino algo corriente entre ellos.
Ambos habían decidido, muy desde un principio, que no se engañarían. Cristina lo
había hablado todo, o casi todo, ella sola. Cristina tenía horror a la
insinceridad. Y se pasaba a veces de cínica. De hecho, un cierto cinismo
calculador y desapasionado, por lo menos en apariencia, era el sentimiento más
constante entre ellos y que más definitivamente les unía. “Ninguno de los dos
nos hacemos ilusiones”, había dicho Cristina, al poco tiempo de conocerse en
una discoteca de la calle de Orense. De esto hacía ya tres veranos. “Tú ya no
eres un niño y yo tampoco. Es lo que me gusta de ti, lo que me gusta más de ti.
Yo estoy acostumbrada a vivir bien. Tengo dinero por mi casa. Pero me gusta mi
trabajo. Lo hago muy bien y me gusta. No tengo gana de casarme. Pero algunos
días, algunos fines de semana, echo de menos a un hombre. Podría liarme con
cualquiera, si me diera la gana. En la oficina o fuera de la oficina. Pero tú
me diviertes. Y además me gustan chicos más jóvenes que yo. Y tú eres
inteligente, no hay más que verte. Y yo soy inteligente también, no hay más que
verme. Sólo tengo fe en el dinero. Pero no me gustan los hombres de carrera.
Los ejecutivos a quienes trato me resultan una panda de mequetrefes. Me gustas
tú porque pasas de todo y porque creo que me puedes dar lo que yo quiero. Y yo
a ti, sin que ninguno de los dos nos enredemos en líos que no valen la pena.”
Aquel discurso le había complacido a Quirós aquella noche hacía tres años.
Luego las cosas en la cama fueron bien. Y Quirós, con veintiún años, se sintió
envanecido por las atenciones de aquella chica mucho mayor que él, cinco años
mayor, que parecía saber a qué atenerse y que jugaba limpio y duro. Y era
delicioso que en la cama tuviera todavía Quirós algunos trucos que enseñarla.
Recordaba Quirós cómo se reía, con los dientes muy blancos, una dentadura
perfecta, sin ningún empaste, de chica americana; o de lo que Quirós llamaba
así. “¡Pero si eso que dices, eso, tío, es porno duro, el niñito o que sabe!”
“¡No le eches cuento! ¿Me vas a decir que no has hecho nunca nada de esto? Ya
no eres una niña.” “Contigo esto es la primera vez.” Y Quirós se había reído.
Los dos se habían reído. Recíprocamente inspirados, admirándose desnudos en la
cama ancha de Cristina. “Seguro que has traído aquí miles de tíos”, le dijo
Quirós. “Algunos. Menos de los que crees. Me gustas tú. Soy muy escogida, no
creas.” Y Quirós recordaba ahora cómo tres años atrás se había sentido
endiosado con aquello, reafirmado. Como si el atractivo sexual que
evidentemente inspiraba en Cristina fuera un espejo inmaculado y grandioso. Y
así habían seguido tres años, sin que las cosas cambiaran mucho en la cama,
pero sintiéndose Quirós un poco menos seguro cada vez. Ahora mismo, al oír
hablar a Cristina con aquella frialdad que al principio tanto le halagaba,
sintió una oscura, ñoña, pena por sí mismo. Cristina parecía ahora divertida.
Como si hubiera sido claramente consciente durante el rato que los dos habían
pasado en silencio de los sentimientos de Quirós, de sus recuerdos, de la
imagen levemente inexacta de su relación que Cristina había inducido en la
conciencia de Quirós y a la que Quirós se había dejado arrastrar por vanidad,
más que nada.
-¿Tienes hambre? Tienes cara de hambre –dijo
Cristina ahora, y se echó a reír.
Quirós miró el reloj y sintió que aún faltaran
cuatro o cinco horas para irse. Se sintió solo e incapaz. Y pensó en Ortega,
amargamente, con algo muy parecido al amor, o al resentimiento.
-¿Puedes venir aquí un momento, César?
Era lunes por la mañana. Las once. Quirós se
había levantado tarde. Había desayunado despacio. Se sentía de buen humor. Se
daría una vuelta hasta el Retiro. A leer el periódico. Luego a casa, a comer.
Dar una cabezada, quizá. Quizá llamar a Ortega. O, mejor, no. No llamar a nadie
esta tarde. Dejar pasar el tiempo hasta la noche. Y salir con la fresca, un par
de horas, a las diez o a las once. Un día anónimo, tranquilo, sin ningún
sentimiento. Sólo la sensación de bienestar yendo directamente de dentro a
fuera. Como un origen indiferenciado y puro de satisfacción vital… Un día más,
sin pena ni gloria, como deben ser los días. Entretenido con sus propios
pensamientos que se deslizan silenciosos… La voz de su madre desde el cuarto de
estar le sobresaltó desagradablemente. Le recordó, sin saber por qué, la voz de
Cristina, ayer noche. Cristina toda entera ayer noche, que le había humillado,
sin proponérselo, quizá, recordándole tan sólo la ambigüedad de su condición,
su dependencia.
Entró en el cuarto de estar. Su madre estaba
sentada en la esquina habitual del sillón, frente a la tele, como si
contemplara un espectáculo de televisión invisible. Su madre le indicó con la
mano, dando un par de golpecitos al asiento de al lado, que se sentara junto a
ella”.
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