domingo, 16 de octubre de 2016

"Nada se opone a la noche".- Delphine de Vigan (1966)


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 “Justine se sintió invadida por una gran pena. No era posible. Tom era un ángel, un rey de niño, no un mongólico. Bajó rápidamente la escalera. Georges leía el periódico en el salón, Liane estaba ocupada en la preparación de la comida. Justine dudó un momento y después eligió la cocina, donde Violette estaba sentada al lado de su madre. Las dos estaban pelando verduras.
 Justine se puso ante la mesa.
 -¿Es cierto que Tom es mongólico?
 Hubo un breve silencio, después Liane, con su voz más suave, respondió:
 -Es cierto, mi reina. Pero no se dice mongólico. Tom es trisómico. Quiere decir que es minusválido y que nunca será como los demás niños. Pero nosotros le enseñaremos muchas cosas e intentaremos que sea feliz.
 La voz de Liane se había alterado. Violette había percibido de inmediato la inflexión baja, dolorosa. Dejó caer el pelador y se agarró al cuello de su madre.
 -¿No podrán repararlo?
 ¿Cómo podría Liane estar tan tranquila? Justine sentía ganas de agarrar los platos y tirarlos al otro lado de la cocina, de tirarlo todo, la mesa, las sillas, las cacerolas, los cubiertos, de tirarlo todo y de gritar. No quería que Tom fuese trisómico, ni minusválido, ni nada de nada, quería que fuese fuerte y normal y que pudiese defenderse. Porque Tom iba a crecer y a convertirse en un niño. Le mirarían en la calle, en el metro, se volverían hacia él, susurrarían a sus espaldas. Y eso –que pudiesen reírse de Tom- no podía soportarlo.
 Justine cogió la cesta de la fruta y la dejó caer con un gesto brusco. Desafió a su madre con la mirada. Las naranjas se detuvieron a la altura del frigorífico, las manzanas rodaron más lejos, casi hasta la entrada. No se inclinó para recogerlas. Que lo hiciese Liane.
 Justine salió de la cocina, subió las escaleras llorando y se dio de bruces con Lucile. Lucile la agarró por los hombros y se la llevó a su habitación. Hizo sentar a su hermana sobre su cama y le preguntó por qué estaba tan triste. Justine no respondió. Su cuerpo estaba invadido por la cólera, su respiración parecía buscar un punto de anclaje, un punto a partir del cual poder calmar su histeria. Lucile acarició su pelo, sin decir nada, hasta que la respiración de Justine se calmó, hasta que cesaron sus sollozos. Justine tenía unas piernas larguísimas y los rasgos de su rostro eran de una asombrosa regularidad. Era hermosa. Justine estaba permanentemente enfadada. Nunca se acababa el plato, no soportaba que la contradijeran, le daban ataques de cólera de los que generalmente todo el mundo ignoraba la causa. Justine luchaba contra su madre, exigía su atención enfrentándose a ella. Decían que era una niña difícil. El resto se había casi olvidado.
 Lucile había ido a buscar un vaso de agua y, poco a poco, Justine se había calmado. Ahora estaba sentada al borde de la cama, en esa posición educada, las manos apoyadas en los muslos, que no le iba nada. Lucile no había dejado de observarla.
 -Es por Tom –acabó diciendo Justine-, es mongólico.
 Lucile posó su mano sobre la de su hermana.
 -Y qué, no es tan grave.
 -¿Y si se burlan de él?
 -Nadie se burlará de él. Papá y mamá lo protegerán. Y nosotros también.
 Justine pareció reconfortada y se marchó a su habitación.
 Desde hacía unos meses, Justine y Violette se ocupaban de Tom como ella y Lisbeth se habían ocupado de los pequeños.
 Lucile había adorado a Violette, sus mejillas regordetas, sus rizos rubios, le había enseñado nanas, canciones e incluso algunas tablas de multiplicar. Pero Justine le había parecido siempre más lejana. A pesar de que a veces Lucile había pensado, en virtud de esa geometría secreta que preside las hermandades, que estaban ligadas por algo. Algo que las unía en silencio, que sin duda no tenía nombre y, lejos de acercarlas, las alejaba.
 Ahora Justine y Violette velaban por Tom, se alegraban de sus progresos. Las cosas se perpetuaban, se transmitían, era lo normal en las familias numerosas. Tom era un amorcito, un rey de niño, un príncipe. Dormía bien, comía bien, no lloraba nunca. Era tan fácil. En cuanto se acercaban a él, tendía los brazos y lanzaba gritos de alegría. A veces, Lucile lo estrechaba contra ella, acariciaba el pelo rubio de su cabeza, besaba sus manitas. Como el resto de sus hermanos, estaba muy unida a Tom, no consideraba que hubiese podido ser otro, no le hubiese cambiado por ningún otro niño. Sin embargo, desde los primeros meses, le parecía que, en esa hermandad ahogada por el número, Tom era un factor de disolución suplementario. Tom era una pena que sus padres habían sabido transformar en regalo. Un regalo que ocuparía mucho espacio.
 Un día Lucile se marcharía, abandonaría el ruido, la agitación, el movimiento. Ese día, sería una y sola, distinta de los demás, ya no formaría parte de un conjunto. A menudo se preguntaba qué aspecto tendría el mundo ese día, si sería más violento o por el contrario más clemente”.

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