“Justine se sintió
invadida por una gran pena. No era posible. Tom era un ángel, un rey de niño,
no un mongólico. Bajó rápidamente la escalera. Georges leía el periódico en el
salón, Liane estaba ocupada en la preparación de la comida. Justine dudó un momento
y después eligió la cocina, donde Violette estaba sentada al lado de su madre.
Las dos estaban pelando verduras.
Justine se puso ante la mesa.
-¿Es cierto que Tom es mongólico?
Hubo un breve silencio, después Liane, con su
voz más suave, respondió:
-Es cierto, mi reina. Pero no se dice
mongólico. Tom es trisómico. Quiere decir que es minusválido y que nunca será
como los demás niños. Pero nosotros le enseñaremos muchas cosas e intentaremos
que sea feliz.
La voz de Liane se había alterado. Violette había
percibido de inmediato la inflexión baja, dolorosa. Dejó caer el pelador y se
agarró al cuello de su madre.
-¿No podrán repararlo?
¿Cómo podría Liane estar tan tranquila?
Justine sentía ganas de agarrar los platos y tirarlos al otro lado de la cocina,
de tirarlo todo, la mesa, las sillas, las cacerolas, los cubiertos, de tirarlo
todo y de gritar. No quería que Tom fuese trisómico, ni minusválido, ni nada de
nada, quería que fuese fuerte y normal y que pudiese defenderse. Porque Tom iba
a crecer y a convertirse en un niño. Le mirarían en la calle, en el metro, se
volverían hacia él, susurrarían a sus espaldas. Y eso –que pudiesen reírse de
Tom- no podía soportarlo.
Justine cogió la cesta de la fruta y la dejó
caer con un gesto brusco. Desafió a su madre con la mirada. Las naranjas se
detuvieron a la altura del frigorífico, las manzanas rodaron más lejos, casi
hasta la entrada. No se inclinó para recogerlas. Que lo hiciese Liane.
Justine salió de la cocina, subió las
escaleras llorando y se dio de bruces con Lucile. Lucile la agarró por los
hombros y se la llevó a su habitación. Hizo sentar a su hermana sobre su cama y
le preguntó por qué estaba tan triste. Justine no respondió. Su cuerpo estaba
invadido por la cólera, su respiración parecía buscar un punto de anclaje, un
punto a partir del cual poder calmar su histeria. Lucile acarició su pelo, sin
decir nada, hasta que la respiración de Justine se calmó, hasta que cesaron sus
sollozos. Justine tenía unas piernas larguísimas y los rasgos de su rostro eran
de una asombrosa regularidad. Era hermosa. Justine estaba permanentemente
enfadada. Nunca se acababa el plato, no soportaba que la contradijeran, le
daban ataques de cólera de los que generalmente todo el mundo ignoraba la
causa. Justine luchaba contra su madre, exigía su atención enfrentándose a
ella. Decían que era una niña difícil. El resto se había casi olvidado.
Lucile había ido a buscar un vaso de agua y,
poco a poco, Justine se había calmado. Ahora estaba sentada al borde de la
cama, en esa posición educada, las manos apoyadas en los muslos, que no le iba
nada. Lucile no había dejado de observarla.
-Es por Tom –acabó diciendo Justine-, es
mongólico.
Lucile posó su mano sobre la de su hermana.
-Y qué, no es tan grave.
-¿Y si se burlan de él?
-Nadie se burlará de él. Papá y mamá lo
protegerán. Y nosotros también.
Justine pareció reconfortada y se marchó a su
habitación.
Desde hacía unos meses, Justine y Violette se
ocupaban de Tom como ella y Lisbeth se habían ocupado de los pequeños.
Lucile había adorado a Violette, sus mejillas
regordetas, sus rizos rubios, le había enseñado nanas, canciones e incluso
algunas tablas de multiplicar. Pero Justine le había parecido siempre más
lejana. A pesar de que a veces Lucile había pensado, en virtud de esa geometría
secreta que preside las hermandades, que estaban ligadas por algo. Algo que las
unía en silencio, que sin duda no tenía nombre y, lejos de acercarlas, las
alejaba.
Ahora Justine y Violette velaban por Tom, se
alegraban de sus progresos. Las cosas se perpetuaban, se transmitían, era lo
normal en las familias numerosas. Tom era un amorcito, un rey de niño,
un príncipe. Dormía bien, comía bien,
no lloraba nunca. Era tan fácil. En cuanto se acercaban a él, tendía los brazos
y lanzaba gritos de alegría. A veces, Lucile lo estrechaba contra ella,
acariciaba el pelo rubio de su cabeza, besaba sus manitas. Como el resto de sus
hermanos, estaba muy unida a Tom, no consideraba que hubiese podido ser otro,
no le hubiese cambiado por ningún otro niño. Sin embargo, desde los primeros
meses, le parecía que, en esa hermandad ahogada por el número, Tom era un
factor de disolución suplementario. Tom era una pena que sus padres habían
sabido transformar en regalo. Un regalo que ocuparía mucho espacio.
Un día Lucile se marcharía, abandonaría el
ruido, la agitación, el movimiento. Ese día, sería una y sola, distinta de los
demás, ya no formaría parte de un conjunto. A menudo se preguntaba qué aspecto
tendría el mundo ese día, si sería más violento o por el contrario más
clemente”.
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