Libro segundo
Cuatro
“Ifeyiwa tampoco podía olvidar una noche
concreta en que su marido le pegó una bronca y una paliza. Cuando el hombre se
marchó, ella se quedó presa de una rabia y una amargura incontenibles. Pensó
incluso en matarse. Después decidió irse andando a su pueblo, que estaba a
quinientos kilómetros. Hizo el equipaje y dejó la casa con esa intención
insensata. Pero en la parada del autobús se encontró con Omovo. Después de
llorar sobre su hombro y contarle su angustia, él la persuadió de que se
quedara y pensara con calma su decisión. Emprendieron un largo paseo. Él le
llevaba la bolsa. Después Ifeyiwa volvió a su casa. Agradecía a Omovo que la
hubiera salvado de sí misma. Le gustaba pensar que también la había salvado
para él. El amor secreto y aventurado que sentía por él se hizo más
despreocupado. La mente de Ifeyiwa estaba atrapada en un laberinto de deseos,
de dolor, de compromisos y de amor. Pero presentía que podía encontrar la
felicidad y sentirse más completa.
Sin embargo, entre esos momentos sublimes había
horas y horas de una vida horrenda. Por la mañana Ifeyiwa limpiaba el baño, iba
a buscar agua para que su marido se bañara, le hacía la comida, barría la
habitación, lavaba los platos. Cuando su marido se iba a la ciudad, ella se
bañaba, comía, iba al mercado y se quedaba en su puesto vendiendo sus
productos. Cuando tenía tiempo leía alguna novela o alguna revista, o trenzaba
el pelo servicialmente a alguna de las vecinas.
Le sublevaba la decadencia que le rodeaba. Las
mujeres parecían envejecer a ojos vistas. Parían muchos hijos, a los que tenían
que alimentar y vestir con gran esfuerzo. Se peleaban constantemente por toda
clase de futilidades. Se involucraban en mezquinas intrigas de vecindario. El
calor de la tarde se les colaba dentro de la vida y las hacía parecer mucho
mayores de lo que eran en realidad. Se les deformaban los pechos, se
extenuaban, se volvían serviles y distraídas. Ella no quería volverse así. No
quería tener hijos malvestidos y desgraciados llorando a sus pies. Estaba
secretamente orgullosa de su educación y hacía grandes esfuerzos por
mantenerse, por permanecer joven contra el tiempo que pasaba sin piedad. Su
orgullo la aisló, la convirtió en un bicho raro.
Viendo que su vida se le escapaba y que no
había jóvenes de su edad a su alrededor para hablar, logró convencer a su
esposo de que le permitiera acudir a la escuela nocturna. Sabía que conseguir
trabajo estaba completamente fuera de lugar. Él aceptó, finalmente, más que
nada porque ella le incordiaba con aquello y lo interpretó como si estuviera
empezando a tomar cariño, y también porque aquello le distinguiría frente a sus
amigos. (Más tarde, en una juerga, él presumiría: “Ajá, mi esposa acude a las
clases nocturnas, sabéis… Me pregunto si la vuestra es capaz de leer el periódico…”).
Ifeyiwa se matriculó en un curso de secretariado que incluía mecanografía,
contabilidad y taquigrafía. Pero al cabo de una semana de prueba, empezó a
regresar más tarde de lo esperado y él empezó a preocuparse. Una noche, sentado
en el cuarto de estar, rumiando y esperándola, empezó a imaginarse toda clase
de cosas. Se figuró que Ifeyiwa hacía cosas raras con los profesores. Impulsado
por un exceso de inseguridad, se vistió y se dirigió a la escuela a espiarla.
La escuela consistía en una pequeña cabaña de madera inacabada. Dentro se
respiraba un ambiente cargadísimo. No había ventiladores. Habían cortado la
electricidad, así que iluminaban la escuela con faroles. El hombre se encontró
con una multitud de gente del gueto, hombres y mujeres jóvenes, diestramente
burlados en su intenso apetito de saber por unos conocimientos mínimos, unos
certificados que les ayudasen a encontrar trabajo. Estaban encajonados en aulas
que carecían de casi todo: mesas, sillas, pizarras, profesores, máquinas de
escribir y libros. Lo que vio lo convenció. Descubrió a Ifeyiwa riéndose en un
grupo de chicos y chicas. Le brillaba la cara de sudor. Tenía los ojos
animados. Poseía una sociabilidad y un brillo que él nunca había visto en ella.
Su corazón fue lacerado por el hecho de que Ifeyiwa pareciera más natural con
su grupo de edad que con él. Y más que eso le dolía el sentimiento de que
cuando ella abandonaba su compañía, se convertía en otra persona, cambiaba y se
hacía inaccesible para él. Arrollado por un ataque de celos, entró en tromba
hasta el grupo de chicos y chicas que charlaban, agarró a Ifeyiwa del brazo y
se la llevó a casa. Le prohibió volver a clase.
Ifeyiwa se sumió en la desesperación. Su
paciencia y su silencio se volvieron agrios. Su mente empezó a funcionar de
manera extraña. La asaltaban fantasías de que asesinaba a su marido. Las
fantasías se hicieron tan intensas y detalladas que le dio miedo. Después se
puso a soñar que su marido se transformaba en un monstruo peludo que la
encerraba en el sótano. En uno de esos sueños ella cogía un cuchillo y lo
mataba, entonces se reía hasta que la oscuridad lo cubría. Al despertarse
descubría que su marido la estaba zarandeando. La miraba con ojos de extrañeza
y le preguntaba por qué se reía en sueños. El contraste la horrorizaba. Pero
entonces murmuraba algo, se daba la vuelta y fingía quedarse dormida otra vez.
Después de aquella noche le dio por dormir en el suelo. Pocos días más tarde,
su marido se puso enfermo y ella se convenció de que lo había envenenado con
unas artimañas de las que no era consciente. Fomentó una mórbida sospecha de
decadencia, de castigo y de visitaciones. Estaba invadida por sueños de ratas y
de bosques asfixiantes. Empezó a considerarse una proveedora de tristeza”.
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