"Marcelino Romero, el profesor de música, se
apiadó del acosado don Lucas. Dejando de masticar su media tostada, hizo una
candorosa observación sobre el casticismo y simpatía que, eso nadie podía
negarlo, tenía la reina. Sonó la risita sardónica de Carreño mientras Agapito
Cárceles cerraba sobre el pianista con clamorosa indignación.
-¡Con casticismo no se gobiernan reinos, señor
mío! –espetó-. Para eso es preciso tener patriotismo –mirada de soslayo a don
Lucas- y vergüenza.
-Vergüenza torera –remachó Carreño, frívolo.
Don Lucas golpeó el
suelo con el bastón, impaciente ante tanto desafuero.
-¡Qué fácil es condenar! –exclamó moviendo
tristemente la cabeza-. ¡Qué fácil hacer leña del pobre árbol que se tambalea!
Y, precisamente usted, don Agapito, que fue cura…
-¡Alto ahí! –interrumpió el periodista-. ¡Eso
dígalo en pretérito pluscuamperfecto!
-Lo fue, lo fue aunque le pese –insistió don
Lucas, encantado de haber tocado un punto que fastidiaba a su contertulio.
Cárceles se llevó una mano al pecho y puso al
cielo raso por testigo.
-¡Reniego de la sotana que vestí en momentos
de juvenil obcecación, negro símbolo del oscurantismo!
Asintió gravemente Antonio Carreño, en mudo
homenaje a tal alarde retórico. Don Lucas seguía a lo suyo:
-Usted que fue cura, don Agapito, debe saber
mejor que nadie una cosa: la caridad es la más excelsa de las virtudes
cristianas. Hay que ser generoso y tener caridad cuando se enjuicia la figura
histórica de nuestra soberana.
-Su soberana de usted, don Lucas.
-Llámela como quiera.
-La llamo de todo: caprichosa, voluble,
supersticiosa, inculta y otras cosas que me callo.
-No estoy dispuesto a tolerar sus
impertinencias.
Los contertulios se vieron de nuevo en la
obligación de pedir calma. Ni don Lucas ni Agapito Cárceles eran capaces de
matar una mosca, pero todo aquello formaba parte de la liturgia repetida cada
tarde.
-Hemos de tener en cuenta –don Lucas se
retorcía las guías del bigote, procurando no darse por enterado de la mirada
socarrona que le dirigía Cárceles- el desgraciado matrimonio de nuestra
soberana, a espaldas de todo atractivo físico, con don Francisco de Asís… Las
desavenencias conyugales, que son del dominio público, facilitaron la actuación
de camarillas cortesanas y políticos sin escrúpulos, favoritos y mangantes.
Ésos, y no la pobre Señora, son los responsables de la triste situación que hoy
vivimos.
Cárceles ya se había contenido demasiado
tiempo:
-¡Vaya a contarle eso a los patriotas presos
en África, a los deportados a Canarias o Filipinas, a los emigrados que pululan
por Europa! –el periodista estrujaba La Nueva Iberia entre las manos, embargado
de ira revolucionaria-. El actual gobierno de Su Majestad Cristianísima está
haciendo buenos a los anteriores, lo que ya es decir bastante. ¿Es que no ve usted
el panorama?... Hasta politicastros y espadones que no tienen una gota de
sangre demócrata en sus venas han sido desterrados por el mero hecho de ser
sospechosos, o de dudosa adhesión a la infame política de González Bravo. Pase
revista, don Lucas. Pase revista: desde Prim a Olózaga, pasando por Cristino
Martos y los demás. Ya ve que incluso la Unión Liberal, como acabamos de leer,
pasó por el trágala en cuanto el viejo O’Donnell se fue a criar malvas. La
causa de Isabel ya no tiene otro apoyo que las divididas y ruinosas fuerzas
moderadas, que se tiran los trastos a la cabeza porque el poder se les escapa
de las manos y ya no saben a qué santo encomendarse… Su monarquía de usted hace
agua y aguas, don Lucas. Aguas menores… y mayores.
-La verdad es que Prim está al caer –susurró
confidencialmente Antonio Carreño, en un rasgo de originalidad que fue acogido
con guasa por sus contertulios. Cárceles cambió la dirección de su impecable
artillería.
-Prim, como hace poco apuntaba nuestro amigo
don Lucas, es un militar. Un miles
más o menos gloriosus, pero miles al fin y al cabo. No me fío ni un
pelo.
-El conde de Reus es un liberal –protestó
Carreño.
Cárceles dio un puñetazo sobre el velador de
mármol, estando a punto de derramar el café de las tazas.
-¿Liberal? Permita que me ría, don Antonio.
¡Prim, un liberal…! Cualquier auténtico demócrata, cualquier patriota probado
como el que suscribe, debe desconfiar por principio de lo que un militar tenga
en la cabeza, y Prim no es una excepción. ¿Olvidan ustedes su pasado
autoritario? ¿Sus ambiciones políticas?... En el fondo, por mucho que las
circunstancias lo obliguen a conspirar entre nieblas británicas, cualquier
general necesita tener a mano un rey de la baraja para seguir jugando a ser el
caballo de espadas… A ver, señores. ¿Cuántos pronunciamientos hemos tenido en
lo que va de siglo? ¿Y cuántos han sido para proclamar la república?... Ya lo
ven. Nadie le regala graciosamente al pueblo lo que sólo el pueblo es capaz de
exigir y conquistar. Caballeros, a mí Prim me da mala espina. Seguro de que, en
cuanto llegue, se nos saca un rey de la manga. Ya lo dijo el gran Virgilio: Timeo Danaos et dona ferentis”.
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