“Sus labios, su boca, sus palabras. Tantas
cosas que decirnos, que contarnos, después de tanto tiempo. Me parecía estar
oyéndole ya, cuando empieza ya no termina, habla que te habla, incluso en la
cama, algunas veces prefería que estuviera un poco más callado, por lo menos en
la cama. Entre otras cosas, estaba decidida a decirle que quería habitaciones
separadas, porque ronca y porque de vez en cuando se tiene necesidad de estar
solo. Y de todas formas, ya puestos, qué importaba un esfuerzo más; si había venido
hasta aquí abajo –vaya cara dura y vaya coraje, por eso me gusta tanto, nadie
es capaz de tener ocurrencias como las suyas-, que hiciese otro esfuerzo y me
comprase, allí arriba, un piso un poco más decente, más grande, más céntrico y
con garaje, para no tener que tomarme la molestia de buscar aparcamiento cada
vez, molestia que me toca siempre a mí, porque, si no, resulta que él acaba por
darle a algún coche, y una hermosa vista. Al fin y al cabo, si quiere, un poco
de dinero lo sabe sacar si se remanga y se pone manos a la obra en su mesa sin
hacerse tanto de rogar con lo que le piden que escriba, antes que pasarse la
vida hablando, haciendo el bobo todo el día. Con esa labia que tiene… Pero
incluso hablar, a veces, es hacer el amor y yo no veía el momento de oírle, de
saber qué es lo que había hecho y dicho y escrito, si había compuesto nuevas
canciones.
Y sobre todo qué había pasado con aquella
canción incompleta, ni siquiera empezada en realidad, que le roía el corazón no
saber entonar. Ésa lo era todo, decía; cantarla y ya luego deponer la lira que
ya no sería necesaria, una vez abiertas de par en par con ese canto las puertas
oscuras y desvelado el secreto. Allí detrás, decía mostrándome las férreas
puertas de la Casa, cuando las veíamos a lo lejos paseando por las afueras de
la ciudad, se pueden mirar cara a cara las cosas. Aquí fuera sólo podemos mirar
esas puertas, cuyas bruñidas escamas convexas reflejan las imágenes quebradas
de las cosas, que se alargan oblicuas o se hinchan túrgidas si nos desplazamos
un poco hacia atrás o hacia delante, que se adelgazan se dilatan se escachan
–sólo conocemos caricaturas fugitivas, no la verdad, escondida al otro lado,
detrás de esos espejos de bronce. Pero yo, amor mío, me decías, ya no puedo
cantar sólo a las hadas morganas de esos espejos, de esos reflejos ilusorios.
Mi canto tiene que decir las cosas, la verdad, lo que tiene unido o disgrega el
mundo, cueste lo que cueste. Incluso si cuesta la vida –no le pregunté si la
suya o la mía- o bien enmudecer, que para mí sería peor que morir.
Y entonces, señor Presidente, me dio una
punzada en el corazón; una luz, un fulgor que rasga la oscuridad pero también
el alma, porque comprendí lo que iba a preguntarme acto seguido y comprendí que
todo había acabado. El camino cortado, el puente caído, el abismo insalvable.
Me parecía ya que le oía preguntarme por la Casa, y por Usted, señor
Presidente, por la Fundación y por nosotros y por lo que hay verdaderamente
aquí dentro y por cómo son verdaderamente las cosas, los corazones, el mundo.
Sí, porque hasta él, señor Presidente, está persuadido –como todos, como yo
antes de venir aquí- de que una vez dentro de la Casa se ve por fin cara a cara
la verdad- no velada ya, refleja y deformada, disfrazada y maquillada como se la
ve allí fuera, sino directamente, cara a cara. Cantar el secreto de la vida y
de la muerte, decía, quiénes somos de dónde venimos adónde vamos, pero dura es
la frontera, la pluma se rompe contra las puertas de bronce que esconden el
destino y así nos quedamos fuera devanándonos los sesos sobre el transcurrir y
el permanecer, sobre el ayer sobre el hoy y el mañana, y la pluma sólo sirve
para llevársela uno a la boca y chuparla, porque sólo lo Verdadero grande y
terrible es digno de canto –por lo menos del suyo, no lo decía pero lo pensaba-
y lo Verdadero se conoce solamente detrás de las puertas.
Allí fuera, señor Presidente, la gente se
chifla por saber; hasta quien se hace el desentendido daría no sé qué por
saberlo. Él además se desvive más que nadie, porque es un poeta y la poesía,
dice, tiene que descubrir y decir el secreto de la vida, que rasgar el velo,
abatir las puertas, tocar el fondo del mar donde se esconde la perla. A lo
mejor, he pensado, había venido a por mí sobre todo -¿solamente?- por eso, para
saber, para preguntarme, para que le contase lo que hay detrás de esas puertas
y él pudiera echar mano de su lira y elevar un canto nuevo, inaudito, el canto
que dice lo que nadie sabe.
Ya me lo estaba viendo, agarrado a mí,
esperando mis palabras, sus ojos verdes febriles…, y cómo hubiera podido
decirle que… Usted ya lo ha comprendido, señor Presidente. ¿Cómo decirle que,
aquí dentro, aparte de la luz mucho más tenue, es como allí fuera? Que estamos
detrás del espejo, pero que ese reverso es él también un espejo, igual que el
otro. También aquí los objetos mienten, se disimulan y decoloran como medusas.
Somos muchos, como allí fuera; todavía más, lo que hace aún más difícil
conocerse. He hablado con alguno que otro, pero nadie sabe de dónde viene –sí,
la ciudad, los padres, de acuerdo, incluso los abuelos, aunque la memoria
flaquee, pero de lo que él busca, el secreto del origen, del fin, nadie sabe
nada. Hacemos incluso amistades, de vez en cuando hasta un flirteo o a lo mejor
alguna cosa más, un amorío, un amor, pero enseguida tampoco aquí se sabe ya qué
diferencia hay entre lo uno y lo otro y otra vez enseguida la misma canción,
incomprensiones y malentendidos. Al poco no se sabe ya si uno quiere al otro o
es sólo una costumbre, y luego todo lo demás, reproches desquites despechos, en
resumidas cuentas, precisamente como en una familia.
Por lo demás, ¿qué razón hay para que sepamos
más que los de allí fuera, más que nosotros mismos cuando estábamos allí fuera?
E incluso a Usted, señor Presidente, ¿por qué tendríamos que haberle visto
aquí? Supongamos, como suponíamos antes, que haya alguien que dirige todo el
cotarro, pero ¿quién es y cómo es y cómo está hecho…, por qué tendríamos que
saberlo? Las dolencias y los percances que nos han mandado a estos pasillos y a
estos valles oscuros, los pequeños incidentes en el corazón o el cerebro, el
morbo venenoso de una serpiente o de un tubo del gas no ayudan a comprender
mejor este inmenso laberinto del antes y el después, del nunca y el siempre y
del yo y el tú y el…
Estamos al otro lado del espejo, que es
igualmente un espejo, y vemos sólo una cara pálida, sin estar seguros de quién
es. Si uno se rompe una pierna, no por ello pretende ver al Presidente y
romperse la cabeza no supone ninguna ayuda adicional. El río fluye, la sangre
fluye, un dique se rompe, el agua se desborda e inunda los campos, el nadador
se hunde, bebe, vuelve a emerger, continúa nadando sin ver nada ni en el
mediodía cegador ni en la oscuridad de la noche.
¿Cómo iba a decirle que yo, incluso desde aquí
dentro, no sé más que él? Le hubiera dado algo, a mi vate. Me imaginaba sus
quejas, un hombre acabado, un poeta al que le han robado el tema; habría
pensado que esa conjura cósmica era toda una maniobra contra él, para hacerle
morder el polvo, para condenarlo al silencio. Si le hubiera dicho a los demás
que aquí dentro es como allí fuera le habrían puesto de vuelta y media, en
especial sus ansiosas admiradoras que lo veneran como a un guía espiritual y si
se hubiera callado se habría sentido un cobarde. Pero sobre todo vaya papelón
que hubiese hecho, venir hasta aquí adentro, hasta aquí abajo, para descubrir
que no valía la pena, que detrás de la puerta no hay nada nuevo.
Ya me lo veía venir, atormentado extraviado
aterrorizado enfurecido mosqueado enfadadísimo conmigo porque le había echado
todo a perder –y luego los días y las noches juntos, yo a su lado y él que me
mira de refilón, la aguafiestas que ha mandado todo a hacer gárgaras,
atemorizado de que lo largara por ahí, cohibido ante la idea de que lo vieran
por la calle conmigo, a él, que salió como un héroe hacia lo desconocido y ha
vuelto con el rabo entre las piernas. Y cuando hubiera llegado, para él o para
mí, la hora de volver de nuevo, y definitivamente, a la Casa, qué desastre la
repetición de los adioses, reducidos nada más que a formalidades. De pronto me
sentí cansada, agotada; volver a empezar, cocinar, lavar, hacer el amor, ir al
teatro, invitar a alguien a cenar, dar las gracias por las flores, hablar,
equivocarse y malinterpretarse, como siempre, dormir levantarse volverse a
vestir…
No, imposible, no hubiese podido, no podía. Me
sentía de golpe tan cansada. Pero tal vez habría apretado los dientes y me
hubiera tragado mi cansancio y hubiese tirado para delante. Las mujeres saben
hacerlo, lo hacen casi siempre, hasta cuando no saben ya por qué o por quién.
Incluso la idea de tenerlo de nuevo siempre encima no es que me…, pero sobre
todo la idea de tener que callar, que cambiar de tema cuando él hubiera
preguntado, cuando hubiese querido saber, él tan sensible, tan frágil…”
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