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“Volví en el coche a mi
casa, pensando en el dinero y en cuánto necesitaba conseguir un poco. Me encantaba ir a casa.
Tal vez se debía a que me crié en una granja de aparceros o que nunca tuve nada
hasta que compré esa casa, pero amaba mi casita. Había un manzano y un aguacate
en el patio delantero, rodeado por un espeso césped. A un lado había un granado
que daba más de treinta piezas cada estación y un banano que nunca producía
nada. Había dalias y rosas silvestres en macetas dispuestas alrededor de la cerca
y violetas africanas que cuidaba en una gran tinaja en el porche.
La casa en sí era pequeña. Apenas una sala, un
dormitorio y una cocina. El baño ni siquiera tenía ducha y el patio de atrás no
era más grande que la piscina de goma de un niño. Pero aquella casa significaba
para mí más que ninguna mujer que hubiera conocido. La amaba y le tenía celos y
si el banco enviaba al alguacil del condado a quitármela, prefería enfrentarme
a él con un rifle que renunciar a ella. Trabajar para el amigo de Joppy era el único
modo que yo veía para conservar mi casa. Pero algo le iba mal; lo sentía en la
piel. DeWitt Albright me inquietaba; las insistentes palabras de Joppy, aunque
eran ciertas, me inquietaban. No dejaba de repetirme que debía irme a dormir y
olvidarme del asunto.
-Easy –dije-, echa un buen sueño esta noche y
mañana sal a buscar trabajo.
-Pero estamos a veinticinco de junio –me dijo
una voz-. ¿De dónde saldrán los sesenta y cuatro dólares para el primero de
julio?
-Los conseguiré –respondí.
-¿Cómo?
Seguimos así, pero ya
desde el comienzo no tenía sentido. Yo sabía que iba a aceptar el dinero de
Albright y hacer lo que él quisiera que hiciese, siempre que fuera legal,
porque aquella casa mía me necesitaba y yo no iba a decepcionarla.
Y había algo más.
DeWitt Albright me ponía
un poco nervioso. Era un hombre de aspecto corpulento, de aspecto poderoso. Por
la manera de erguir los hombros se podía ver que albergaba mucha violencia.
Pero yo también era corpulento. Y, como la mayoría de los hombres jóvenes, no
me gustaba admitir que el miedo podía disuadirme.
Lo supiera o no, DeWitt
Albright me atrapó por el lado de mi orgullo. Cuanto más le temía, más seguro
estaba de que iba a coger el trabajo que me ofrecía.
[…]
El señor Albright
sonrió.
-No sé si puedo
ayudarle, señor Albright. Como dijo Joppy, hace un par de días perdí un empleo
y tengo que conseguir otro antes de que venza el plazo de la hipoteca.
-Cien dólares por un trabajo de una semana,
señor Rawlins, y yo pago por adelantado. Usted la encuentra mañana y se guarda
lo que tiene en el bolsillo.
-No sé, señor Albright. Quiero decir, ¿cómo sé
en qué me estoy metiendo? ¿Qué es lo que usted…?
Se llevó un fuerte dedo a los labios, y dijo:
-Easy, uno cruza la puerta por la mañana y ya
está metido en algo. De lo único que tiene que preocuparse realmente es de no
meterse hasta la nariz.
-No quiero verme mezclado con la ley. Ésa es
la cosa.
-Precisamente por eso tiene que trabajar para
mí. A mí tampoco me gusta la policía. ¡Mierda! La policía hace cumplir la ley y
usted ya sabe lo que es la ley, ¿no?
Yo tenía mis propias ideas sobre el tema, pero
me las guardé.
-La ley –continuó- está hecha para los ricos,
de manera que los pobres no puedan progresar. Usted no quiere meterse con la
ley y yo tampoco.
Levantó el vaso y lo inspeccionó como si
estuviera buscando pulgas; luego lo puso sobre el escritorio y apoyó las manos,
con las palmas hacia abajo, a cada lado.
-Sencillamente, le pido que encuentre a una
chica –me dijo-. Y que me diga dónde está. Eso es todo. Usted descubre dónde
está y me lo susurra al oído. Eso es todo. Usted la encuentra y yo le doy el
dinero de la hipoteca y algo más y mi amigo le encuentra un trabajo; quizá
hasta pueda hacerlo volver a Champion.
-¿Quién es el que quiere encontrar a la chica?
-Nada de nombres, Easy. Es la mejor
manera.
-Lo que pasa es que detestaría encontrarla y
que después me viniera un madero con alguna mierda como que yo fui el último al
que vieron con ella… antes de que desapareciera.
El blanco rió y sacudió la cabeza como si yo
le hubiera contado un chiste bueno.
-Todos los días pasan cosas, Easy –dijo-.
Todos los días pasan cosas. Usted es un hombre instruido, ¿no?
-Claro.
-Así que lee el diario. ¿Lo ha leído hoy?
-Sí.
-¡Tres asesinatos! ¡Tres! Solamente anoche.
Todos los días pasan cosas”.
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