martes, 4 de octubre de 2016

"El demonio vestido de azul".- Walter Mosley (1952)


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“Volví en el coche a mi casa, pensando en el dinero y en cuánto necesitaba conseguir un poco. Me encantaba ir a casa. Tal vez se debía a que me crié en una granja de aparceros o que nunca tuve nada hasta que compré esa casa, pero amaba mi casita. Había un manzano y un aguacate en el patio delantero, rodeado por un espeso césped. A un lado había un granado que daba más de treinta piezas cada estación y un banano que nunca producía nada. Había dalias y rosas silvestres en macetas dispuestas alrededor de la cerca y violetas africanas que cuidaba en una gran tinaja en el porche.
 La casa en sí era pequeña. Apenas una sala, un dormitorio y una cocina. El baño ni siquiera tenía ducha y el patio de atrás no era más grande que la piscina de goma de un niño. Pero aquella casa significaba para mí más que ninguna mujer que hubiera conocido. La amaba y le tenía celos y si el banco enviaba al alguacil del condado a quitármela, prefería enfrentarme a él con un rifle que renunciar a ella. Trabajar para el amigo de Joppy era el único modo que yo veía para conservar mi casa. Pero algo le iba mal; lo sentía en la piel. DeWitt Albright me inquietaba; las insistentes palabras de Joppy, aunque eran ciertas, me inquietaban. No dejaba de repetirme que debía irme a dormir y olvidarme del asunto.
 -Easy –dije-, echa un buen sueño esta noche y mañana sal a buscar trabajo.
 -Pero estamos a veinticinco de junio –me dijo una voz-. ¿De dónde saldrán los sesenta y cuatro dólares para el primero de julio?
 -Los conseguiré –respondí.
 -¿Cómo?
Seguimos así, pero ya desde el comienzo no tenía sentido. Yo sabía que iba a aceptar el dinero de Albright y hacer lo que él quisiera que hiciese, siempre que fuera legal, porque aquella casa mía me necesitaba y yo no iba a decepcionarla.
 Y había algo más.
DeWitt Albright me ponía un poco nervioso. Era un hombre de aspecto corpulento, de aspecto poderoso. Por la manera de erguir los hombros se podía ver que albergaba mucha violencia. Pero yo también era corpulento. Y, como la mayoría de los hombres jóvenes, no me gustaba admitir que el miedo podía disuadirme.
Lo supiera o no, DeWitt Albright me atrapó por el lado de mi orgullo. Cuanto más le temía, más seguro estaba de que iba a coger el trabajo que me ofrecía.
[…]
El señor Albright sonrió.
-No sé si puedo ayudarle, señor Albright. Como dijo Joppy, hace un par de días perdí un empleo y tengo que conseguir otro antes de que venza el plazo de la hipoteca.
-Cien dólares por un trabajo de una semana, señor Rawlins, y yo pago por adelantado. Usted la encuentra mañana y se guarda lo que tiene en el bolsillo.
-No sé, señor Albright. Quiero decir, ¿cómo sé en qué me estoy metiendo? ¿Qué es lo que usted…?
 Se llevó un fuerte dedo a los labios, y dijo:
 -Easy, uno cruza la puerta por la mañana y ya está metido en algo. De lo único que tiene que preocuparse realmente es de no meterse hasta la nariz.
 -No quiero verme mezclado con la ley. Ésa es la cosa.
 -Precisamente por eso tiene que trabajar para mí. A mí tampoco me gusta la policía. ¡Mierda! La policía hace cumplir la ley y usted ya sabe lo que es la ley, ¿no?
 Yo tenía mis propias ideas sobre el tema, pero me las guardé.
 -La ley –continuó- está hecha para los ricos, de manera que los pobres no puedan progresar. Usted no quiere meterse con la ley y yo tampoco.
 Levantó el vaso y lo inspeccionó como si estuviera buscando pulgas; luego lo puso sobre el escritorio y apoyó las manos, con las palmas hacia abajo, a cada lado.
 -Sencillamente, le pido que encuentre a una chica –me dijo-. Y que me diga dónde está. Eso es todo. Usted descubre dónde está y me lo susurra al oído. Eso es todo. Usted la encuentra y yo le doy el dinero de la hipoteca y algo más y mi amigo le encuentra un trabajo; quizá hasta pueda hacerlo volver a Champion.
 -¿Quién es el que quiere encontrar a la chica?
 -Nada de nombres, Easy. Es la mejor manera. 
 -Lo que pasa es que detestaría encontrarla y que después me viniera un madero con alguna mierda como que yo fui el último al que vieron con ella… antes de que desapareciera.
 El blanco rió y sacudió la cabeza como si yo le hubiera contado un chiste bueno.
 -Todos los días pasan cosas, Easy –dijo-. Todos los días pasan cosas. Usted es un hombre instruido, ¿no?
 -Claro.
 -Así que lee el diario. ¿Lo ha leído hoy?
 -Sí.
 -¡Tres asesinatos! ¡Tres! Solamente anoche. Todos los días pasan cosas”.

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