1991
Pro y contra los neologismos
“Una lengua que nunca cambiara sólo podría
hablarse en un cementerio. La renovación de los idiomas es aneja al hecho de
vivir sus hablantes, al anhelo natural de apropiarse de las novedades que el
progreso material o espiritual va añadiendo a lo que ya se posee, y de
arrumbar, por consiguiente, la parte inservible de lo poseído. Novedades,
claro, que es preciso nombrar, manteniendo como solución frecuente los términos
de origen. Muchas veces no sólo atraen los objetos materiales o espirituales
nuevos sino también palabras o formas de hablar ajenas que se juzgan
preferibles a las propias, por razones no siempre discernibles.
Pero ese movimiento, normal en todos los
idiomas, no se produce sin resistencias que surgen entre los hablantes mismos,
y que no son menos necesarias en el acontecer idiomático que los impulsos
innovadores. Son fuerzas centrífugas, que tendrían efectos dispersadores si no
actuaran otras de acción centrípeta que combaten la disolución.
Normalmente, el flujo de las novedades se
produce desde una lengua a otra u otras cuyos hablantes le conceden explícita o
implícitamente la condición de líder. Y han sido, históricamente, los más
alertados, los más interesados en el progreso quienes han promovido y defendido
la innovación. En Roma, fue Horacio quien sostuvo la licitud de emplear
términos, sobre todo de origen griego, para poner al día las ideas: “Es lícito
y siempre lo fue poner en circulación vocablos recién acuñados”. Y añadía: “Del
mismo modo que los bosques renuevan su follaje con la sucesión rápida de los
años, así caen las viejas palabras y se ve, según sucede con los jóvenes, cómo
florecen y adquieren fuerza las últimas que han nacido”.
El castellano fue haciéndose lengua útil
durante la Edad Media añadiendo al legado latino miles de arabismos que
incorporó para nombrar cosas procedentes de aquella civilización entonces
superior. Y acogiendo germanismos y galicismos que resultaron de los avatares
sufridos por los reinos cristianos en los aspectos militares, administrativos,
religiosos y políticos. No hay testimonio de que a este verdadero alud que caía
sobre el retoño neolatino se opusiera resistencia alguna; las condiciones
culturales no conocían ese tipo de reacción y el idioma recibió esas palabras
como parte de su crecimiento natural.
La aceptación acrítica prosiguió en el
Rencimiento; Juan de Valdés, por ejemplo, comentando la abundancia de
arabismos, asegura que “el uso nos ha hecho tener por mejores los (vocablos)
arábigos que los latinos; y de aquí es que decimos antes alhombra que tapete, y
tenemos por mejor vocablo alcrevite
que piedra sufre (“azufre”), y azeite que olio”. He aquí, pues, reconocida por Valdés, una causa fundamental
del neologismo: el tenerlo por mejor, sin causa clara, que el término propio.
No olvida, como era de esperar, la otra causa, más evidente: la necesidad de
servirse del término árabe para “aquellas cosas que hemos tomado de los moros”.
Más adelante, declara su posición ante las
voces nuevas, las cuales, para él y en aquel momento, sólo podían ser
italianas. Valdés, que interviene con su nombre en su Diálogo de la lengua, enumera algunas que el castellano debería
adoptar (como facilitar, fantasía, aspirar a algo, entretener
o manejar), por lo que sufre el
reproche de otro de los coloquiantes, Coriolano, precoz purista: “No me place
que seáis tan liberal en acrecentar vocablos en vuestra lengua, mayormente si
os podéis pasar sin ellos, como se han pasado vuestros antepasados hasta
ahora”. Otro tertuliano, Torres, interviene con decisión: cuando unos vocablos
ilustran y enriquecen la lengua, aunque se le hagan “durillos”, dará su voto
favorable y “usándolos mucho”, dice, “los ablandaré”. Un cuarto personaje,
Marcio, toma la palabra: “el negocio está en saber si querríades introducir
éstos por ornamento de la lengua o por necesidad que tenga de ellos”. A lo que
Juan Valdés contesta resolutivamente: “Por lo uno y por lo otro”.
He aquí, pues, planteado el problema del
neologismo a la altura de 1535, bien manifiestas ya las actitudes fundamentales
en torno a él que habrán de ser constantes con el correr de los siglos. El Diálogo de la lengua ofrece, además,
testimonio muy importante acerca de otro fenómeno que induce la mutación en los
idiomas: la sensación de vetustez que rodea a ciertas palabras, y la necesidad
que sienten las generaciones jóvenes de sustituirlas por otras de faz más
moderna: la que había llevado, por ejemplo, a cambiar ayuso por abaxo, cocho por cozido, ca por porque o dende por de ahí.
En cuanto a la actitud ante vocablos foráneos,
aparte los latinos, apenas hay testimonios del siglo XVII. He aquí lo que
pensaba Fray Jerónimo de San José, en su Genio de la Historia, de 1651; aunque
la decadencia de nuestra patria era ya patente, todavía permanecía el orgullo
imperial. “En España, más que en otra nación, parece que andan a la par el
traje y el lenguaje: tan inconstante y mudable el uno como el otro.[…] De todos
con libertad y señorío toma, como de cosa suya […]”. Lejos de causar aprehensión,
los neologismos constituían un honroso botín.
Viene, pues, de lejos la preocupación por los
vocablos nuevos en la lengua común (en la artística, las fuerzas se
manifestaron de otro modo). Muchas y muy preclaras mentes los defendieron en
los Siglos de Oro; pero, en general, con una condición: que tales vocablos
enriquecieran nuestro idioma o lo ornasen. Lo que ahora no consideran muchos
innovadores, que tantas veces obran por incultura y por mera inconsciencia
mimética”.
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