“Después no sé lo que me pasó. De angélica mi
poesía se tornó demoníaca. Tentado estuve, muchos atardeceres, de mostrarle mis
versos a mi confesor, pero no lo hice. Escribía sobre mujeres a las que zahería
sin piedad, escribía sobre invertidos, sobre niños perdidos en estaciones de
trenes abandonadas. Mi poesía siempre había sido, para decirlo en una palabra,
apolínea, y lo que ahora me salía más bien era, por llamarlo tentativamente de
algún modo, dionisíaco. Pero en realidad no era poesía dionisíaca. Tampoco
demoníaca. Era rabiosa. ¿Qué me habían hecho esas pobres mujeres que aparecían
en mis versos? ¿Acaso alguna me había engañado? ¿Qué me habían hecho esos
pobres invertidos? Nada. Nada. Ni las mujeres ni los maricas. Y mucho menos,
por Dios, los niños. ¿Por qué, entonces, aparecían esos desventurados niños
enmarcados en esos paisajes corruptos? ¿Acaso alguno de esos niños era yo
mismo? ¿Acaso eran los hijos que nunca iba a tener? ¿Acaso se trataba de los
hijos perdidos de otros seres perdidos a quienes nunca conocería? ¿Pero por qué
entonces tanta rabia? Mi vida cotidiana, sin embargo, era de lo más tranquila.
Hablaba a media voz, nunca me enojaba, era puntual y ordenado. Cada noche
rezaba y conciliaba el sueño sin problemas. A veces tenía pesadillas pero, por
aquel tiempo, quien más, quien menos, todo el mundo sufría alguna pesadilla de
vez en cuando. Por las mañanas, pese a todo, me despertaba descansado, con el
ánimo dispuesto a afrontar las tareas de la jornada. Una mañana, precisamente,
me dijeron que tenía visitas que me esperaban en la sala. Terminé de lavarme y
bajé. Sentado en una banca de madera pegada a la pared vi al señor Odeim. De
pie, estudiando un cuadro de un pintor autodenominado expresionista (aunque en
realidad se trataba de un impresionista), se hallaba el señor Oido con las
manos cruzadas en la espalda. Cuando me vieron ambos sonrieron como se le
sonríe a un viejo amigo. Los invité a desayunar. […] Somos portadores de una
propuesta muy delicada, dijo el señor Odeim. Asentí con la cabeza y no dije
nada. El señor Oido había cogido una de mis tostadas y la estaba untando de
mantequilla. Algo que exige una reserva máxima, dijo el señor Odeim, sobre todo
ahora, en esta situación. Dije que sí, claro, que comprendía. El señor Oido le
dio un mordisco a la tostada y contempló las tres enormes araucarias que se
alzaban catedralicias en el parque y que eran el orgullo del colegio. Usted ya
sabe, padre Urrutia, cómo son los chilenos, siempre tan copuchentos, sin mala
intención, eso que quede claro, pero copuchentos como el que más. No dije nada.
El señor Oido se acabó de tres mordiscos la tostada y empezó a ponerle
mantequilla a otra. ¿Con esto qué quiero decirle?, se preguntó retóricamente el
señor Odeim. Pues que el asunto que nos ha traído aquí requiere una reserva
absoluta. Dije que sí, que comprendía. El señor Oido se sirvió más té y llamó
con un chasquido del pulgar y el dedo medio a la empleada para que le trajera
un poco de leche. ¿Qué es lo que comprende?, preguntó el señor Odeim con una
sonrisa franca y amistosa. Que exigen de mi parte discreción absoluta, dije.
Más que eso, dijo el señor Odeim, mucho más, discreción superabsoluta,
discreción y reserva extraordinariamente absoluta. Me hubiera gustado
corregirlo pero no lo hice pues deseaba saber qué era lo que pretendían de mí.
¿Sabe usted algo de marxismo?, dijo el señor Oido tras limpiarse los labios con
la servilleta. Algo, sí, pero por motivos estrictamente intelectuales, dije. Es
decir, no hay nadie más alejado de esa doctrina que yo, eso cualquiera se lo
puede decir. ¿Pero sabe o no sabe? Lo justito, dije cada vez más nervioso. ¿Hay
libros de marxismo en su biblioteca?, dijo el señor Oido. Dios mío, no es mi
biblioteca, es la biblioteca de nuestra comunidad, supongo que alguno habrá,
pero sólo para consultas, para fundamentar algún trabajo filosófico tendente a
negar, precisamente, el marxismo. Pero usted, padre Urrutia, tiene su propia
biblioteca, como quien dice su biblioteca personal y privada, algunos libros
aquí, en el colegio, y otros en su casa, en la casa de su madre, ¿o me
equivoco? No, no se equivoca, murmuré. ¿Y en su biblioteca privada hay o no hay
libros de marxismo?, dijo el señor Oido. Por favor, conteste sí o no, me
suplicó el señor Odeim. Sí, dije. ¿Y llegado el caso se podría afirmar que
usted sabe algo o más que algo de marxismo?, dijo el señor Oido clavándome
fijamente su mirada escrutadora. Miré al señor Odeim buscando ayuda. Éste me
hizo un gesto con los ojos que no entendí: podía ser un gesto de acatamiento o
un gesto de complicidad. No sé qué decir, dije. Diga algo, dijo el señor Odeim.
Ustedes me conocen, yo no soy marxista, dije. ¿Pero conoce o no conoce,
digamos, las bases del marxismo?, dijo el señor Oido. Eso lo sabe cualquiera,
dije. O sea, que no es muy difícil aprender marxismo, dijo el señor Oido. No,
no es muy difícil, dije temblando de pies a cabeza y experimentando la
sensación de cosa soñada más fuerte que nunca. El señor Odeim me palmeó una
pierna. El gesto fue cariñoso pero yo casi pegué un salto. Si no es difícil
aprenderlo, tampoco será difícil enseñarlo, dijo el señor Oido. Guardé silencio
hasta que comprendí que aguardaban una palabra mía. No, dije, no debe de ser
muy difícil enseñarlo. Yo nunca lo he enseñado, apostillé. Ahora tiene la
ocasión, dijo el señor Oido. Es un servicio a la patria, dijo el señor Odeim.
Un servicio que se realiza en la oscuridad y la mudez, lejos del fulgor de las
medallas, añadió. Hablando en plata, un servicio que debe llevarse a cabo con
la boca cerrada, dijo el señor Oido. Punto en boca, dijo el señor Odeim. Labios
sellados, dijo el señor Oido. Silencioso como una tumba, dijo el señor Odeim.
Nada de andar por ahí presumiendo de esto o de lo otro, ya me entiende, un
modelo de discreción, dijo el señor Oido. ¿Y en qué consiste ese trabajo tan
delicado?, dije. En darles unas cuantas clases de marxismo, no muchas, lo
suficiente para que se hagan una idea, a unos caballeros a quienes todos los
chilenos les debemos mucho, dijo el señor Odeim acercando su cabeza a la mía y
echándome sobre la nariz una vaharada de cloaca.”
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